La crisis al alcance de la mano: estrategias manuscritas en La ciudad sin nombre de Joaquín Torres García y en tres cuadernos inéditos de Alberto Cruz Covarrubias
The crisis within reach: handwritten strategies in La ciudad sin nombre by Joaquín Torres García and in three unpublished notebooks by Alberto Cruz Covarrubias
La crisis al alcance de la mano: estrategias manuscritas en La ciudad sin nombre de Joaquín Torres García y en tres cuadernos inéditos de Alberto Cruz Covarrubias
Amoxtli, núm. 13, e, 2024
Universidad Finis Terrae
Recepción: 07 Mayo 2024
Aprobación: 31 Diciembre 2024
Resumen: Este artículo pretende contribuir a una genealogía latinoamericana de la estrategia de insertar manuscritos y dibujos en cuadernos, libros y otros soportes reproductivos como forma de procesar estéticamente momentos de crisis cultural. En las series que estudiamos, la estrategia del manuscrito ofrece una forma de proyectar soluciones a través de figuraciones utópicas stricto sensu. Exploraremos algunos aspectos de la visión del artista uruguayo Joaquín Torres García (1874-1949) y sus resonancias en el arquitecto chileno Alberto Cruz Covarrubias (1917-2013). Ambos polímatas recurrieron a la letra y a la imagen como dimensiones expandidas, apropiadas del pensar, vivir y hacer, que culminan en la figuración de las ciudades como eje cultural. La tesis del artículo es que esta estrategia modernista ofrece hoy, en sus configuraciones contemporáneas, una forma de repensar y readquirir agencia ante la complejidad de la crisis ambiental global a través de este tipo de prácticas.
Palabras clave: libros manuscritos, Joaquín Torres García, Alberto Cruz Covarrubias, crisis arte moderno, dibujo.
Abstract: This article aims to contribute to a Latin American genealogy of the strategy of inserting manuscripts and drawings in notebooks, books, and other reproductive media as a way of aesthetically processing moments of cultural crisis. In the series we study, the manuscript strategy offers a way of projecting solutions through utopian figurations stricto sensu. We will explore some aspects of the vision of Uruguayan artist Joaquín Torres García (1874-1949) and its resonances in Chilean architect Alberto Cruz Covarrubias (1917-2013). Both polymaths resorted to the letter and the image as appropriate expanded dimensions of thinking, living and doing that culminate in the figuration of cities as a cultural axis. The thesis of the article is that this modernist strategy offers today, in its contemporary configurations, a way to rethink and reacquire agency in the face of the complexity of the global environmental crisis through these types of practices.
Keywords: manuscript books, Joaquín Torres García, Alberto Cruz Covarrubias, crisis modern art, drawing.
Proemio de R. del Río
El día 29 de junio de 2023, Pablo Chiuminatto me invitó a ver los cuadernos de apuntes visuales del artista y arquitecto chileno Alberto Cruz en la homónima Fundación. Estábamos seguros de que había a la vez una cualidad única pero también íntimamente conectada con un precursor secreto, que iluminaba la gravedad del gesto manuscrito de Cruz. El 24 de abril de 2024, Pablo encontró los cuadernos en los que Cruz repetía los signos pictográficos del artista uruguayo Joaquín Torres García. Era esta confianza en las resonancias implícitas del mundo el método de Pablo Chiuminatto. Así lo explicaba. Plotino imaginó que la belleza está repartida por el mundo; el problema es que no alcanzamos a contemplar su unidad (Enéadas, I,6). De ahí, Pablo deducía el panteísmo del neoplatónico, pero también la vocación asociativa de su propio pensamiento. No puedo afirmar que esta vocación panteísta haya nutrido la fe de Pablo, pero acaso sí su feliz epistemología. Todas las cosas, bajo su mirada, eran emanaciones de alguna divinidad. Cosas que incluyen los cuadernos que encontró en la Fundación Alberto Cruz. Sea esta conjetura la posibilidad de volver a encontrar el estilo de mirar de Pablo Chiuminatto en los interminables cuadernos del arquitecto. Da iungere dextram (Aeneis, lib.VI, v.697).
Cuadernos que son libros
Este ensayo propone trazar una genealogía del gesto de la inscripción manuscrita en la obra de dos figuras del arte moderno latinoamericano: el libro manuscrito La ciudad sin nombre (1941) del artista uruguayo Joaquín Torres García (1874-1949) y tres cuadernos manuscritos (inéditos) del arquitecto chileno Alberto Cruz Covarrubias (1917-2013).1 Ambos polímatas recurrieron a la letra y la imagen como verdaderas dimensiones expandidas del pensar, del vivir y del hacer en las que la estrategia manuscrita sirvió para imaginar modelos de concepción de la enseñanza de las artes y la arquitectura como formas de vida. Nuestro estudio recupera una serie de estrategias manuscritas con el tema común que las reúne: la crisis de la ciudad. Tanto Torres García como Cruz, sitúan la ciudad como el escenario crucial de la crisis de la modernización, ciñéndose a los protocolos convencionales del modernismo, pero variando la pregunta al introducir el procedimiento anacronizante de un retorno a lo manuscrito. Si, como escribió Lewis Mumford, “the city fosters art and is art”2 a proyección manuscrita de estas urbes entiende que la ciudad no es solo un contenedor o una concentración de productos artísticos en sí misma, sino que es lo que hace posible el arte o, al menos, un arte que puede pensar su propia agencia ante la crisis.
La relevancia de explorar estas obras trasciende las coordenadas modernistas que definen su contexto de producción. Es cierto que, por un lado, las estrategias manuscritas pueden enmarcarse en el clásico debate sobre la originalidad que, desde la teoría crítica, fue ampliamente procesado en el vocabulario conceptual de Walter Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.3 Sin embargo, nos interesa destacar en la estrategia manuscrita un horizonte reflexivo que se conecta, más contemporáneamente, con la pregunta por el arte como plataforma en la que se despliega la transformación conjunta de los medios técnicos con los modos de pensar, sobre todo en la emergencia de formatos digitales, posibilidad que el filósofo chino Yuk Hui ha capturado con el concepto de tecnodiversidad.4 En términos generales, se ha desenvuelto un retorno a la hibridez como paradigma descriptivo para dar cuenta de plataformas, medios y soportes transicionales entre lo físico y lo digital que paradójicamente piensan en base a su propia finitud bajo la extensa sombra del Antropoceno.5 Diríamos que en las estrategias manuscritas al interior de una ecología medial modernizada encontramos un antecedente para este momento de transición, en el que cierto comercio semiótico y medial con el pasado permitió a las artes postular ante la crisis la posibilidad de su propio lugar creativo.
Torres García y Cruz Covarrubias nos señalan la inscripción al interior de medios reproductivos del arte manual caligráfico y del dibujo como una vía de salida a la crisis de la ciudad moderna. Pero, en el caso de estos modernistas, la inscripción de la mano evita volver a idealizaciones de un periodo premoderno. No hay nostalgia alguna en el gesto, porque como veremos lo que se inscribe sobre la hoja es precisamente una confianza en el acto creativo ―fe, en un sentido amplio― frente a las demandas urgentes de una crisis que no es exclusivamente simbólica o cultural sino material, existencial.
El regreso, en cualquier caso, sería volver a una potencialidad, no al pasado. Y esta temporalidad está incluida en la historia misma de las palabras. Primero fue la palabra ciertamente, oral, luego llegó la incisión y la escritura como tecnología ―labrada, tallada― para después pasar a la manuscrita, más tarde ligada, y, posteriormente, se fue transfiriendo este gesto de la mano a formas de reproducción, de imprenta y más recientemente a la escritura mecánica y electrónica.6 Pero la oralidad, al igual que la imprenta, ya han sido fuertemente incluidas en los protocolos mediales contemporáneos. Si hay un regreso, es a la exiliada fuerza latente de la escritura manuscrita.
Permítasenos una metáfora espacial. Alguien podría decir que siempre el libro ha sido una versión en pequeño del imaginario arquitectónico retórico que los autores clásicos proyectaron de la casa y la ciudad ideal.7 El hecho de que hablemos de un frontispicio cuando se inicia un libro, y que los antiguos rétores imaginaran cada elemento de conocimiento en estancias y que esto se reproduzca en capítulos y en ordenamientos secuenciales, sigue determinando dicha experiencia en la actualidad.8 Los libros permanecerán para recordarnos los antiguos órdenes, así como las ciudades europeas le recordaban a nuestros autores los tratados clásicos en los que se formaron los arquitectos y los artistas europeos y luego los latinoamericanos, y que sirvieron de modelo para el arte en Occidente y para el equivocado Oriente de Cristóbal Colón.9 Una sucesión espacio-temporal en una matriz en la que páginas, secciones, capítulos y subcapítulos ordenan ese mundo-libro, así como el mundo-ciudad, a través del contenido histórico formal que el enrarecido palimpsesto de las ciudades latinoamericanas encarnan, presentándonos una historia de desarraigo. Será así como quisiéramos defender en este artículo la escritura manuscrita como estrategia estética del arraigo.
Durante el período del arte moderno latinoamericano, los artistas se ven involucrados en amplios debates sobre la urgencia de un cambio de modelo de civilización, cambio de hábitos, de formas de vida.10 Por tanto, ya no se trata de discutir solamente perspectivas de concepciones estéticas estilísticas y es por esta razón que pensamientos tan radicales como los que propusieron individualmente Torres García y Cruz Covarrubias, pero también los colectivos a los que pertenecieron ambos, invitan a volver sobre sus pasos. Los dos vivieron ese proceso de amplificación de la modernidad que representa el siglo XX y, aunque desde lugares distintos y por sendas diferentes, el primero desde las artes visuales a pensar la ciudad, y, el segundo, desde el pensar la ciudad a las artes visuales ―a través del dibujo y la letra manuscrita como proceso de observación permanente. Los dos demuestran cómo la letra manuscrita es el mecanismo que permite cruzar de la ciudad a las artes y viceversa.
De ahí que se dé en este retorno a los medios manuscritos y al dibujo la posibilidad de responder desde un esquema vernáculo y periférico a la demanda de Arthur Rimbaud, en Una temporada en el Infierno, de que “hay que ser absolutamente moderno”.11 Esta preocupación por la materialidad, los retornos y las reflexiones sobre formatos es un elemento clave de los modernismos emergentes en el siglo XX. Desde la poesía de Stephan Mallarmé, pensado además de poeta como gráfico y diagramador, ofreció una concepción diferente de la página en Golpe de dados , 1897,12 a sus recorridos latinoamericanos en figuras como el poeta Vicente Huidobro, que radicalizan el desplazamiento del poema a la imagen y viceversa, ya desde 1912.13 El modernismo y las vanguardias cuestionaron la etiqueta ceremonial del libro con el fin de registrar, enfrentar y dar una respuesta a la crisis que vivían. Será, entonces, desde el análisis de dos momentos modernistas que veremos las maneras en que la inclusión de la escritura manuscrita se volvió una estrategia más para responder a momentos críticos. Sobre el final de este artículo, en forma de coda, volveremos sobre la sobrevivencia de esta estrategia en la obra del ecólogo italiano Stefano Mancuso, quien recupera las estrategias manuscritas ya no para hablar de la crisis de la urbe, sino de la urbe inserta en la trama de la crisis ecológica global.
Para comenzar, vamos directamente a los materiales con los que proponemos este paralelo.14 Empecemos por presentar un libro impreso a partir de un manuscrito de Joaquín Torres García del año 1941, para pasar luego a algunas láminas tomadas de los cuadernos de artista de la prolífica obra gráfica ―casi en su totalidad inédita― de Alberto Cruz Covarrubias de inicios de los años setenta del siglo XX.15
La ciudad sin nombre, un libro manuscrito
Es posible que el pintor uruguayo Joaquín Torres García encarne la postura estética cosmopolita más optimista, a la vez que más angustiosamente desplazada del ámbito artístico latinoamericano de la primera mitad del siglo XX. Nació en Montevideo y abandonó Uruguay junto a sus padres en 1891, a donde regresó en 1934, tras pasar varios años en Barcelona, Nueva York, Italia y París. Esta serie de desplazamientos le permitieron absorber gran parte de los principales movimientos y técnicas artísticas de la época, y participar en la escena cultural modernista internacional. Primero como artesano de vitrales para Antoni Gaudí, luego se relacionó con figuras modernistas y vanguardistas, como Theo Van Doesburg, Piet Mondrian y Pablo Picasso. Incluso, junto con Michel Seuphor, en 1929, fundó Cercle et Carré , un grupo de pintores abstractos, así como una revista activa entre 1929 y 1930. A la vez, ese movimiento continuo por distintas metrópolis lo dotó de un feroz antagonismo contra un concepto central en la formación artística académica: la imitación.
Imitar tenía, en la formación artística de ese tiempo, diferentes significados. En primer lugar, remitía a un modelo anterior de producción estética, el régimen representativo, diríamos, donde el artista estaba obligado a mimetizar la realidad; siendo el arte una representación, estaba condenado a separarse de la vida. En segundo lugar, una obra de arte podía calificarse de imitación por oposición a un original, lo que implicaba una postura particular ante la cuestión del arte y la reproducción mecánica que en esos años vivía un impulso iniciado por la fotografía, casi un siglo antes. Por último, la imitación implicaba una práctica pedagógica especializada, en la que el artista aprende copiando otras obras, lo que, en el caso de un pintor latinoamericano, era cuando menos ambiguo, ya que tomaba sus modelos dentro de un marco obligatoriamente europeo.
Gran parte de la obra de Torres García escenifica una relación problemática con estos tres significados de la imitación. Muchos de sus cuadros juegan con una cualidad pictográfica, donde figuras esquemáticas, y casi regresivas, se despliegan en una cuadrícula geométrica. Además, es él quien concibió lo que puede ser el ícono de su obra y de gran influencia en otros artistas e intelectuales latinoamericanos como es el mapa invertido de Sudamérica, realizado en 1943, que intentaba subvertir los parámetros espaciales presentes en la lógica del eje Norte-Sur (Figura 1).
Todas estas obras pertenecían a una determinada poética, que él denominó “universalismo constructivo”, organizada en torno a textos en los que explica sus principios. Es así como publica una serie de impresos que, como los ha llamado Sergio Chejfec, corresponderían a “facsímiles de manuscritos”.16 Se trata de textos que integran ilustraciones las que posteriormente se reprodujeron en versiones impresas en pasta de papel a bajo costo, entre los que destacan Père soleil (Padre sol, 1931), La tradición del hombre abstracto (1938) y La ciudad sin nombre(1941) (Figura 2); este último es el foco del presente ensayo.
Parte de la dificultad de La ciudad sin nombre es su resistencia a las expectativas narrativas de sus lectores, incluso aquellos inmersos en los protocolos de la vanguardia. Aunque se confiesa ficcional desde el inicio, la narración señala a cada momento una interacción íntima con la biografía de Torres García, en una mezcla de novela filosófica, novela en clave, crónica urbana y literatura decadentista al estilo de À rebours (A contra pelo) de Joris-Karl Huysmans (1884).
La trama presenta al protagonista, una especie de flâneur anónimo, en una ciudad sin nombre. En el curso de sus paseos, deambulando por calles, cafés y museos, encuentra distintos acompañantes con los que aparentemente persigue aventuras, pero con más precisión podríamos decir que establece largos debates sobre arte. Los personajes, “muñecos sin realidad humana”17 según el autor, confesadamente intentan dramatizar la lucha entre lo universal y lo individual. De ahí que sus nombres disloquen cualquier intento de personalidad o profundidad psicológica, pero también cualquier pretensión altamente funcional a la historia. El hombre anuncio, el hombre 1, 2, 3, 4 y 5, Polifacio o el Dr. Tenebrante, no están ahí ni para revelar un carácter ni una ética, ni menos para producir giros fundamentales en los paseos homogéneos y anticlimáticos del protagonista.
Con precisión, podríamos decir que actúan como repositorios de argumentos que tienen que ser dichos. Existen para simular posiciones y explorar las distintas fases de la pregunta por cómo debería ser un arte para el presente. Por este motivo, aparecen y desaparecen sin demasiada explicación. Los encuentros son fortuitos, pero el azar, a diferencia de una narración surrealista como Nadja (1928) de André Breton, no tiene productividad alguna. Se siente su cualidad de títeres en una deriva teórica cercana a un manifiesto o un diálogo didáctico.
Sin embargo, la estructura diletante y anti-narrativa de la novela se aclara al concentrarse en el desplazamiento por los espacios. El protagonista se mueve por la ciudad, pero se detiene en lugares específicos para recuperar sus reflexiones. Es en uno de estos nodos reflexivos donde se dibuja con mayor precisión la orientación de este libro manuscrito. Después de rebotar por la ciudad sin nombre, el protagonista y el hombre anuncio se dirigen a una exhibición de pintores de Montevideo, una ciudad con nombre y lugar geográfico claro. Es la exposición de pintores que ―como descubriremos― casi sin saberlo han inventado la “cosmoplastia” ―versión ficcional del “constructivismo universalista”― al que adhiere no ya el narrador, sino el autor Torres García. El encuentro con esta nueva estética de vanguardia es contrastado con otra sala del museo donde se exhiben obras de pintores uruguayos que siguen el arte figurativo con referencias clásicas europeas. La exhibición de constructivismo universalista escinde la novela. Los protagonistas deciden partir a Uruguay en barco donde supuestamente se encontraría el arte verdadero.
La última parte ocurre en Montevideo, en un extendido elogio a la ciudad sudamericana, que acaba en el áureo alzamiento del “primer monumento constructivo de la República”18 en un parque uruguayo. Este gesto funciona como una intervención de Torres García en el debate sobre la reproducción de la obra de arte y por cierto es un antecedente de acciones de arte y arquitectura performática que se darán en el futuro próximo a nivel mundial. En el caso de La ciudad sin nombre , la fantasía, de hecho, tiene sus raíces en la forma en que Torres García trató la temporalidad, como puede verse en su propia versión de la cultura material precolombina, que imagina como fuente verdadera de un arte liberado de ese origen europeo clásico. Está claro que el uso de un manuscrito facsímil proporcionó un terreno formal para exhibir la ciudad de Montevideo en el paisaje global de las capitales mundiales, originado de su lugar marginal en los imaginarios urbanos modernos.
Más oscuras son las razones de este procedimiento, generalmente reducido a su referencialidad precolombina. No es baladí que la retrospectiva realizada en el MoMA hace algunos años se titulase The Arcadian Modern (2016).19 La producción artística de Torres García se ha relacionado frecuentemente con la exaltación de un pasado artístico mítico asentado en el Nuevo Continente, acompañado de un papel fundacional en el arte moderno latinoamericano. El caso más conspicuo podría ser el recuento de César Paternosto, donde argumenta que el surgimiento histórico de la abstracción en el arte fue anticipado en las esculturas precolombinas.20 Así, las producciones materiales precolombinas constituirían una genealogía alternativa del arte abstracto con raíces en América, es decir con un origen distinto al del arte abstracto europeo, el que vendría de la síntesis de las formas clásicas.21 En este relato, Torres García inventaría esta nueva filiación para la abstracción geométrica que, al mismo tiempo, parecería haber estado siempre ahí.22
Lo que nos interesa aquí, sin embargo, no es este debate sobre el origen mítico o vanguardista del arte moderno ni la abstracción, sino la manera en que Torres García responde a esta crisis estética volviendo a lo manuscrito en tiempos de reproducción técnica del libro. Si para renegar de una respuesta mimética, en la que América Latina debe imitar a Europa para producir un arte moderno, la marca de la mano media entre la fantasía de un arte original y la fascinación técnica de propuestas radicales de quiebre con la tradición. Eso es lo que, someramente, abre el procedimiento creativo aparentemente cerrado por la crisis que vivía la cultura a finales de la primera mitad del siglo XX y es lo que lo predispone a que sirva para ayudarnos a pensar hoy los desafíos de la crisis global, como veremos en el epílogo de este ensayo.
Es justamente esta operación la que adquiere una resonancia particular en la obra gráfica del arquitecto chileno Alberto Cruz Covarrubias a partir de la concordancia en el dibujo y la práctica de la escritura manuscrita, y de otra coincidencia, como es la de integrar colectivos de artistas que, en el caso del arquitecto chileno, impulsa la refundación de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica de Valparaíso, a partir del año 1952, aspecto que desarrollaremos puntualmente más adelante. Por eso, pasaremos a revisar brevemente la escala de la operación estética, pero también urbanística y utópica de Joaquín Torres García.
Dibujo, escritura y grafología
La ciudad sin nombre es un libro de bolsillo en rústica de 11cm x 14 cm, impreso en pasta de papel, consta de 106 páginas sin numerar en las que palabras e imágenes comparten una presencia espacial similar. Ambas se producen mediante el recurso a trazos irregulares, que denotan la mano del artista en su propia producción. El dibujo ocupa un espacio especialmente importante dentro de su discurso estético sobre la ciudad. La mayoría de las imágenes muestran paisajes urbanos realizados a mano alzada o proyectos de obras y monumentos.
Y aunque el primer caso impreso de libro manuscrito en Torres García es Père Soleil (1931), es importante mencionar que ―tal como indica Cedomil Goic― ya en 1925 el artista realiza artesanalmente este tipo de producciones.23 El envío, desde Montevideo, a Vicente Huidobro de un cuaderno manuscrito ―“libro artesanal” lo llama Goic― en 1945 es un antecedente fundamental para el argumento de este artículo. En él está copiado Poèmes Paris (1925) de Huidobro. Aunque menos estructurado que en La ciudad sin nombre , el cuaderno simula una caja de texto impreso, donde los poemas están escritos en “letra manuscrita que imita letra molde … la familia a la que pertenecen los caracteres es a la grotesca, antigua o palo seco”.24
En su colección de conferencias titulada Universalismo Constructivo (1944), Torres García intenta dar cuenta del lugar que ocupaba el dibujo en el surgimiento de la proclamación de su nuevo arte, así como del tipo de dibujo que debía utilizarse para ello.25 Sostiene que “la originalidad reside en el dibujo no aprendido”.26 Explica que todos los humanos tenemos “la facultad de expresarnos gráficamente”, con la que, según él, “puede el hombre menos ilustrado decir cuanto quiera”.27 Sin embargo, este principio de legibilidad, que él relaciona principalmente con los niños y las culturas ancestrales, no puede imitarse. Para el artista, sin embargo, es imposible regresar a un estado anterior del dibujo, más veraz y elemental. La educación introduce así una brecha insuperable. Torres García se pregunta: “¿Podemos desaprender lo aprendido? ¿Podemos dibujar infantilmente los que ya hemos aprendido a dibujar académicamente?”, a lo que responde “ciertamente que no nos será posible volver al estado de virginidad, pues ni a esto ni a nada se vuelve”.28
Así, distingue entre dibujo innato y dibujo rectificado. Este último, sin embargo, sigue estando al alcance de los adultos al acercarse a la realidad por medio de la geometría. El artista uruguayo dota de un estatuto platónico al dibujo, al separar al artista de la realidad inmediata prohibiendo la imitación, y conecta su práctica con el nivel de las formas a través de la geometría. Anima a sus contemporáneos afirmando: “operemos con formas y no con cosas, y dentro de lo universal de la geometría”.29 ¿Cómo, entonces, si la geometría es universal, podría alguien distinguir el arte de cualquier otro género de actividades que dependan del cálculo para funcionar? El dibujo debe aprovechar un lenguaje universal, siempre iterable, intercambiable, pero al mismo tiempo debe conservar una marca de estilo personal.
Para disolver la fricción entre geometría y arte, apeló a la grafología como modelo de la producción artística que invocaba. Argumentaba que la escritura manuscrita “traduce algo individual”,30 pero este rasgo personal en la propia obra del artista no puede actuarse como expresión individual o se convertiría en mera afectación. Sería al copiar algo tan intensamente formalizado como la letra donde precisamente aparecería la personalidad. Así pues, se necesita cierto desinterés para crear algo único. Este es, de hecho, el papel de la construcción. Torres García propone ocupar la atención consciente en la construcción de un objeto particular ―un edificio, un monumento, una ciudad― para que, entonces, la marca inconsciente de la individualidad pueda inscribirse en la obra de arte.31
A la escritura manuscrita se le asigna esta función: como ha afirmado Sergio Chejfec, “Torres-García pretende preservar el aura de la escritura manuscrita al tiempo que apela a la típica presencia objetivada del objeto seriado”.32 Por esta razón, recurre a la idea de facsímil, porque solicita un tipo de actitud liminal hacia el objeto, que media entre la existencia fantasmal, normalmente fotográfica, de un original y la presencia vicaria de la copia reproducida.
Uno de los usos más persistentes de los dibujos en La ciudad sin nombre es, por supuesto, constructivo en este sentido específico. Torres García construye su ciudad con piezas de distintos lugares que visitó en Europa y Estados Unidos. Los lugares son y no son imitaciones. Aunque una lectura arquitectónica más detallada de las imágenes podría dilucidar los lugares exactos a los que remite, muchas de ellas evocan panoramas urbanos representativos. Es el caso de la figura 4, cuya alternancia de chimeneas y tejados de zinc sugiere un escenario parisino, no sólo por la disposición de la calle, sino también por el pequeño letrero que parece deletrear la palabra Épicerie.
Así como otras escenas podrían referir a ciudades del norte de Europa con canales, como Brujas, Ámsterdam o Estocolmo, también aparecen otras imágenes que podrían remitir a una escena neoyorquina de principios de siglo, con edificios altos y tranvías. Esta acumulación de diversos estratos geográficos confiere a la ciudad imaginaria un sentido simultáneo de ubicación y volatilidad. La ciudad sin nombre existe en cada uno de estos paisajes, aunque en ninguno en particular.
Los dibujos estallan dentro de la caja de texto, transformando el cuadrado previamente organizado del párrafo, mostrando la interrupción anárquica que imponen los signos modernos como relojes, edificios altos, cigarrillos y dinero. He aquí el centro de su intervención estética y urbanística. En una de sus conferencias documentadas en Universalismo Constructivo, Torres García habla de sus impresiones al llegar a Montevideo tras 43 años de ausencia. Vio una ciudad moderna, aunque a menor escala, y no podía aceptar que fuera completamente ignorada por el mundo desarrollado. Dice “¿Cómo no llega nada de esto a Europa? ¿Por qué allí se ignora todo lo que poseemos? ¡Es imperdonable!”.33 Así pues, una ciudad puede carecer de nombre de dos maneras. Por un lado, una ciudad puede no tener nombre respecto a la posición geopolítica que ocupa en el escenario global; es una ciudad ignorada. Por otro lado, existe una postura positiva en la que no tener nombre, convertirse en anónima, certifica el propio movimiento de la ciudad hacia la universalidad. Se parece a todas las metrópolis universales. La ciudad a la que regresó Torres García había pasado por una fiebre modernista. El punto culminante de esta recepción moderna fue, probablemente, la visita de Le Corbusier a Montevideo en 1929.34 Ese mismo año, Torres García realizaba sus primeras pinturas constructivistas en Europa.
Contar la historia de Montevideo partiendo de La ciudad sin nombre autorizó a Torres García a instalar su propia ciudad en la constelación más amplia de la modernidad. Por ejemplo, cuando integra una imagen del Palacio Salvo (figura 6), de Montevideo, comparable con un rascacielos de Nueva York o en la afinidad de los habitantes europeos con los de la ciudad latinoamericana. Se aprecia así cómo la integración de la escritura y el dibujo apoya la posibilidad de una unicidad plástica, aunque fabricada, de la obra de arte, sin abandonar su objetivo de ser universal. Es decir, hacer el mundo legible para todos. Es lo que él llama, en su texto de 1942 “Calidoscopio” ―presente también en Universalismo Constructivo― como “grafismo”.35
En palabras del propio Torres García el grafismo puede definirse como “una escritura [que] es para describir esa arquitectura del Universo de manera directa y simbólica, las cosas, el Mundo, los soles y seres, el alma. Arte mágico, de signo. Y este arte debe quedar independiente. Blanco y negro; o la piedra grabada; o la madera tallada”.36 Así, la utopía artística de Torres García no era una mera morada arcádica. Muy por el contrario, él como artista y utopista, trató de modelar, moldear y construir este espacio en términos enfáticamente modernos. Imaginó una morada universal donde la ciudad ―particularmente Montevideo― pudiera ser habitada del mismo modo que las letras y los dibujos pueblan las páginas de un libro realizado manualmente y reproducido mecánicamente, el que al final, circula por el mundo.
Resonancias, tres cuadernos manuscritos de Alberto Cruz Covarrubias
Si bien lo que se proponía Torres García tuvo efectos evidentes en distintos ámbitos del arte latinoamericano, ya sea por su propio impulso como el de otros artistas e intelectuales que vieron sus obras y comprendieron su propuesta constructivista, no está completamente descrita la senda que conduce la migración de las influencias en el contexto del Cono Sur, ni menos de Chile, en este respecto. Sí sabemos que su nombre se inscribe en Uruguay con la fundación de la revista Círculo y cuadrado de la Asociación de Arte Constructivo, en Montevideo, en 1935.37 La manera en cómo se va diseminando su pensamiento y las variantes de informalismo y abstraccionismo en el resto de América repercute en una serie de colectivos y grupos donde, por ejemplo, la publicación de Arturo, Revista de Artes Abstractas en 1944 se vuelve un hito en esa línea de tiempo aún en construcción.38
Es así como, siguiendo las investigaciones dedicadas a estos colectivos de intelectuales, encontramos una trayectoria aún poco explorada del contacto de Torres García y este tipo de grupos en Chile, que culmina justamente en su procedimiento manuscrito como hilo de escritura, pero también de filiación.
Esta trayectoria nutrida por diversas fuentes tiene una de esas vertientes en la influencia en Chile de la figura del poeta argentino Godofredo Iommi (1917-2001) entre otras personas que tuvieron un intenso contacto con la escena cultural local a inicios de los años 40, cuando este joven poeta visita a Vicente Huidobro en Cartagena en 1942. Godofredo Iommi posteriormente, luego de dejar importantes lazos de amistad en Chile, viajará en 1952 a París (donde residirá hasta 1964), desde donde regresará a Chile para integrarse al grupo que ya había conocido antes y que en el mismo año 52 había sido convocado por la rectoría de la Universidad Católica de Valparaíso para la refundación de la Escuela de Arquitectura. Este proceso era liderado por Alberto Cruz Covarrubias junto a los arquitectos José Vial, Francisco Méndez, Arturo Baeza, Miguel Eyquem, Fabio Cruz y Jaime Bellalta, a los que se suma desde su inicio el escultor Claudio Girola y el propio Iommi.39 A este grupo es preciso añadir toda una red de relaciones internacionales que incluye además a importantes poetas e intelectuales franceses que aportaron desde el inicio del proyecto, el que en los años 60 cobrará especial renombre con el impulso de Amereida y posteriormente la fundación de la Ciudad Abierta, en Ritoque, en la costa norte de Valparaíso.40
El proceso de instalación de un modelo formativo revolucionario de la Escuela de Arquitectura UCV en 1952 perdura hasta nuestros días, cuestión que, por una parte, muestra el valor y la potencia de la perspectiva de pensamiento de estas figuras, pero al mismo tiempo presenta esa contradicción que, a partir de su consolidación, setenta años después, debemos comprender que igualmente se ha convertido en un modelo académico canónico.41 Entre el enorme caudal de creaciones, proyectos, travesías, la Escuela de Valparaíso, como lo llama Rodrigo Pérez de Arce y Fernando Pérez Oyarzún en el libro monográfico dedicado a este grupo y a la Ciudad Abierta en 2003, se despliega además Amereida I (1965) poema colectivo que abre un ciclo de escala mayor a nivel continental:
Amereida Idespliega cartas geográficas o estelares que subvierten las convenciones cartográficas. De particular relieve son la inversión del mapa de América (según la “tesis del propio norte”) y la superposición de la Cruz del Sur (constelación guía de los navegantes) sobre la figura del continente. Ambas operaciones buscan desestabilizar las convenciones iconográficas y sus trasfondos políticos y conceptuales, generando nuevas lecturas. El norte propio enlaza con antecedentes como el de Joaquín Torres García: su “porque nuestro norte es el sur… por eso giramos el mapa” (1935) afirma un sistema de referentes autónomo de las dominantes culturas norteñas.42
Pudiéramos pensar que el cruce más lógico sería relacionar la “Ciudad sin nombre” de Torres García y la “Ciudad Abierta” del colectivo que lideró Alberto Cruz Covarrubias.43 Sin embargo, queremos proponer otra vía a través de la caligrafía, lo manuscrito y la visualidad de la página, para avanzar una propuesta de paralelismo y resonancia estética más que de coincidencia nominal o conceptual del proyecto colectivo. Queremos proponer una perspectiva que va desde la inscripción manuscrita donde Torres García alcanza, desde la reconfiguración geopolítica, a una estrategia más general de reforma estética para tiempos de crisis.
Pensemos más bien en un aspecto que recuperamos de la obra de Joaquín Torres García en su cuaderno manuscrito regalado a Vicente Huidobro en 1945 (realizado originalmente en 1925). Tal como un escolar aprendiendo caligrafía, el artista uruguayo copió una serie de poemas de Huidobro. Es este gesto el que de manera similar encontramos en tres cuadernos de Alberto Cruz Covarrubias.
Los dos primeros manuscritos a los que vamos a referirnos miden 33,7cm. x 27cm., en papel bond con cubierta de cartulina forrada en los que, a través de aproximadamente cuarenta páginas cada uno, Cruz Covarrubias va elaborando una reflexión acerca de la historia de la caligrafía, una historia no lineal ciertamente.44 Ambos cuadernos, parte del archivo de Alberto Cruz, no están fechados, pero el mismo arquitecto los dató e identificó posteriormente como realizados a inicios de la década del 70. Forman parte de ese cúmulo fantástico de su archivo que, como bien señaló Pablo Lafuente: “Después de Cruz fallecer, su desaparición resulta en la aparición, ya más allá de la intimidad, de esos cuadernos, además de sus pinturas: una larga serie de objetos, y no necesariamente acciones, algunas de las cuales nunca fueron visibles, o lo fueron únicamente en esa intimidad”.45 Presentamos la portada de uno porque ya ella nos habla de cómo el constructivismo de alguna manera es una referencia concreta en su obra en esos años (figura 8).
En estos cuadernos Alberto Cruz copia y elabora elementos caligráficos y ornamentos tipográficos que obtiene de libros de arte donde aparecen, entre otros motivos, cerámicas antiguas árabes, inscripciones en letras capitales latinas, fragmentos de códices iluminados y detalles de incunables. Por otra parte, el autor ejercita la copia de alfabetos arcaicos y modernos en secuencias tomadas de libros sobre el tema de los que copia los nombres de las imágenes y museos donde se encuentran, pero no se identifican especialmente los libros de donde los toma.
La explicación de esta indagación caligráfica de Cruz Covarrubias la encontramos en un texto posterior que circula como manuscrito a partir de un comentario a una tesis de magíster de la Escuela de Arquitectura UCV, del año 1985, a partir de la cual se publica un documento manuscrito titulado “Pro-logo / Pro-posición”. Al inicio de ese texto nos enfrentamos a un párrafo elocuente si consideramos el rol de la grafía en su obra y del que nos hemos propuesto plantear una lectura:
A mí propiamente no debería ocurrírseme ni preocuparme de cómo se podrá entender y leer cuánto escribo [palabra ilegible] en medio de textos y de dibujos en que el ojo va leyendo de izquierda a derecha y mira los dibujos, no precisamente ni de arriba a abajo ―o viceversa― ni de izquierda a derecha ―o viceversa; tampoco de este donde sale el sol ―a oeste ―donde se pone. Y la ocurrencia es la siguiente: el que hace la edición ―el gráfico― bien se comprende y no el lector cualquiera realiza un trabajo. Será, por cierto, simple, vale decir unitario, unicista [sic].
Consiste, así, en hacer palotes. Sí, palotes los mismos que tuvo que trazar cuando aprendió a leer allá en su niñez. Primero con la mano guiada por el profesor o la madre y luego él solo. Como cuando unos pocos años antes los niños se desprenden de los brazos de los padres y arriesgan los primeros pasos ―diríase o digamos― autónomos.46
La hipótesis de nuestro artículo es que esa mano que dibuja “palotes” a la manera de quien “aprendió a leer allá en su niñez” es la respuesta a la pregunta de Torres García “¿podemos desaprender lo aprendido?”, es decir, podemos remontar la crisis.
Dentro de ese mismo archivo, en su intensa elaboración visual encontramos un tercer volumen. Se trata de un cuaderno pequeño, de 22cm. x 15cm., circa 1990, con 23 páginas en papel couché con tapas de cartulina y papel bond como forro. No tiene ningún texto explicativo o reflexivo del autor, sólo imágenes. Son dibujos de la serie “Notas de Pintores (NPi)” del archivo de Alberto Cruz Covarrubias, una colección que en total cuenta con dos mil piezas aproximadamente. El cuaderno muestra dibujos coloreados dedicados a la observación de la obra de Joaquín Torres García.
Es esta elaboración entre el dibujo y la letra manuscrita donde Cruz muestra las verdaderas potencias del procedimiento de Torres García. Y nos permite pensar que así como el colectivo de la Escuela de Valparaíso reelaboraba el juego de la inversión del mapa a partir de las Travesías y en Amereida, en una especie de radicalización de la subversión geopolítica ―diríamos incluso postcolonial en los años 60―, en su ejercicio manuscrito y de dibujo Alberto Cruz Covarrubias radicaliza el gesto, no ya hacia una intervención localizada del vanguardismo histórico de Torres García, sino anclado en una posibilidad pedagógica de los principios constructivos del artista uruguayo, o incluso de una política de la pedagogía arquitectónica y urbanística, que vuelve a las latencias de la letra manuscrita.
Epílogo: De la crisis de la cultura urbana a la crisis ecológica
Hasta aquí, el artículo ha repasado cómo las estrategias manuscritas en dos artistas modernistas en América Latina sirvieron como una manera de enfrentar la crisis de la modernización urbana. La introducción de la letra manuscrita permitía, en el argumento que hemos venido avanzando, recuperar un nivel de agencia operado a través del arte. El peso epistemológico de esta estrategia artística muestra toda su relevancia al ver cómo sobrevive en un contexto contemporáneo para avanzar ya no solo un discurso estético sino también científico y político. En otras palabras, proponemos que si la estrategia manuscrita operó como potencial respuesta a las crisis encadenadas de la modernización urbana, es posible especular que, en su reactualización contemporánea, hay un aprendizaje histórico para nuestros tiempos no modernos, cuya crisis es más amplia y abarcadora que la habitación exclusivamente urbana. Diríamos que nuestra crisis, la medioambiental, es la crisis de la habitación humana a nivel planetario, y que las metrópolis participan en ella como la gran huella del Antropoceno, invisible porque estamos totalmente inmersos en su lógica, sumidos en las cadenas de producción, consumo y deshecho. Es, en este sentido, que quisiéramos establecer un breve paralelo con el presente para mostrar la manera en que una atención al retorno de la inscripción manuscrita al interior de soportes reproductivos ilumina una capacidad de agencia a través del arte en su ligazón con las estrategias de los modernistas. Este epílogo es, por tanto, una aproximación para conectar las estrategias de sobrevivencia a la crisis de la cultura urbana ideadas por Torres García y Cruz Covarrubias a estrategias actuales que hacen frente a la crisis ecológica en la obra estética y especulativa de un científico contemporáneo.
El libro del biólogo Stefano Mancuso La planta del mundo (2021) acompaña una serie de ensayos de comunicación científica con ilustraciones del propio autor.47 Las imágenes son abiertamente artísticas, plásticas como se decía antes, no científicas. ¿Qué hace esta intervención del boceto y los movimientos de la mano en el espacio de la letra impresa y la circulación de conocimiento científico?
El libro ―indica la portadilla― incluye “dibujos del autor”.48 La combinación entre su voz científica de agrónomo y ecólogo, y su voz artística se cruzan en narraciones que relacionan hechos concretos con la situación ambiental actual e historias de la ciencia donde, por medio de tramas fascinantes e impensadas, plantas, seres vivos y humanos se enlazan. Entre la palabra escrita y el dibujo, Mancuso pareciera hacer emerger el medio ambiente desde la página. Titula sus ensayos con un mismo inicio, quedando un índice en anáforas en el que cada sección comienza con la cláusula: “la planta de…”. A la que luego anexa el descriptor correspondiente: la planta de la música, de la sabiduría, de la libertad, entre otros.
Leemos en esa lista el título del segundo capítulo: “La planta de la ciudad”, en el que Mancuso contrasta la ciudad amurallada, aislada del mundo natural, nuestro cobijo por milenios, con una ciudad imaginada repleta de naturaleza para el futuro: una ciudad verde cubierta de hojas. El epígrafe dice: “A diferencia de las ciudades ideales que aparecen en los cuadros renacentistas, totalmente edificadas, y sin el más mínimo rastro de tan siquiera una brizna de hierba, las ciudades del futuro tendrán que estar cubiertas por entero de vegetación”.49 Surge en el papel del ecólogo contemporáneo, a semejanza de los modernistas, la inscripción ilustrada de una salida, una solución ―tal vez a destiempo― para la crisis ambiental global. Y aunque pareciera que el libro se refiriera exclusivamente a este cruce con el universo natural,50 al mismo tiempo nos interpela ―a quienes trabajamos entre libros― a la homonimia de las palabras con las que designamos el follaje, la arborescencia o el verde de las plantas, y que del mismo modo nos sirve para designar esa parte central de los libros, de los cuadernos en que tomamos notas o dibujamos, las páginas, que también llamamos hojas. Esta atención modernista al soporte es puesta en función de un argumento sobre la crisis ecológica contemporánea. Es la inscripción de la mano al interior del libro impreso, un medio reproductivo, la que devuelve un modo de agencia a la escritura, ante un problema que ya supera a toda palabra, y de manera cómplice lo agudiza. El papel ilustrado por la mano devuelve la mirada al árbol desaparecido en la página.
La inscripción manuscrita de un individuo vuelve a mostrar las capacidades constructivas de la supuesta rígida claridad de la letra de la caligrafía masificada. Son estos momentos manuscritos al interior de la escritura reproductiva los que ―sugerimos― muestran la manera en que el arte diseñó una estrategia para enfrentar la crisis y, más particularmente, una temporalidad para imaginar una respuesta en su tiempo. Recordemos que en la escritura manuscrita tanto Torres García como Cruz Covarrubias parecen referir a la infancia. Este movimiento regresivo es el punto fundamental de unión entre ese pasado que es el futuro que imaginó la modernidad y nuestro presente que es un mañana asediado por la crisis ecológica. Porque ante la crisis de la reproducción artística el uruguayo retornó a la letra manuscrita, infancia de la tipografía; ante la crisis de la formación de la arquitectura y el urbanismo, el chileno volvió una vez más a los cuadernos de caligrafía, a la infancia de la escritura adulta; y es así que se aclara que ante la crisis del planeta, Mancuso (siguiendo tal vez involuntariamente esta trayectoria latinoamericana) retornó a las hojas del árbol, que no son sino la infancia del papel, de los libros y de las ciudades construidas alrededor, claro, de sus hojas.
Agradecimientos
Este artículo es producto de la investigación Fondecyt Regular nº1230426 “Otro fin de mundo es posible” 2023-2026.
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