Dossier
La historia del libro en la época de la reproducción digital. Sociología de los textos, ecdótica, historia de la cultura escrita.
The history of the book in the era of digital reproduction. Sociology of texts, ecdotics, history of written culture
La historia del libro en la época de la reproducción digital. Sociología de los textos, ecdótica, historia de la cultura escrita.
Amoxtli, núm. 8, 2023
Universidad Finis Terrae
Recepción: 22 Noviembre 2022
Aprobación: 03 Enero 2023
Las tres palabras del título de mi comunicación se refieren a tres perspectivas analíticas que transformaron profundamente la historia del libro, tal como fue definida en 1958 en el libro clásico de Lucien Febvre y Henri-Jean Martin, La aparición del libro.1 La sociología de los textos nació en la tradición de la bibliografía analítica. En este marco, la palabra puede entenderse en el sentido clásico que le dio la tradición bibliográfica instaurada por las obras de Walter Greg, R. B. McKerrow y Fredson Bowers. En esta perspectiva, el estudio riguroso de los diferentes estados de una misma obra (ediciones, emisiones, ejemplares) debe permitir establecer el texto tal como fue escrito, dictado o soñado por su autor, es decir, un texto ideal, purificado de las alteraciones infligidas por el proceso de publicación. De ahí, en la bibliografía material el análisis meticuloso de los indicios que permiten reconstruir la historia de la composición tipográfica, corrección e impresión de cada libro. Reconocer los hábitos gráficos de los diferentes componedores (o tipógrafos) que compusieron las diferentes pliegos o hojas de un mismo libro, analizar ciertas particularidades de su material tipográfico (letras deterioradas, iniciales, ornamentos), junto con detectar las correcciones introducidas en el transcurso de la tirada son las técnicas que permiten identificar y corregir las variantes textuales imputables, no al autor, sino a los tipógrafos o a los correctores.
Es esta definición tradicional de la bibliografía la que transformó D.F McKenzie, invitando a la disciplina, convertida en sociología de los textos a abordar nuevas tareas: establecer protocolos de descripción capaces de tener en consideración todos los impresos que no son libros y todos los “textos” que no son escritos – mapas, partituras, territorios –; considerar desde una misma perspectiva analítica el conjunto de los procesos de producción, transmisión y recepción de los textos – en todas sus formas –.2 Por lo tanto, lejos de ser solamente un saber técnico y auxiliar dedicado a la localización de datos formales puestos al servicio de la catalogación de libros y la edición de textos, la bibliografía así redefinida se convierte en una disciplina esencial para comprender cómo los lectores y oyentes dan sentido a los múltiples textos que reciben, producen e interpretan. Para McKenzie “nuevos lectores hacen nuevos textos, y sus nuevos significados son consecuencia de sus nuevas formas”.
Según él, “las formas crean el significado”. Un texto siempre tiene como soporte una materialidad específica: el objeto escrito donde ha sido copiado o impreso, la voz que lo lee, lo recita o lo profiere, la representación teatral que lo hace escuchar. Asimismo, cada una de estas formas de “publicación” se organiza según dispositivos propios que determinan de manera variable la producción del sentido. Así, en el escrito impreso el formato del libro, la mise en page, la división del texto, las convenciones tipográficas, la puntuación, están investidos de una “función expresiva”. Es decir, organizados por diferentes intenciones e intervenciones estos dispositivos intentan determinar la recepción, y controlar la comprensión.
Por otra parte, contra todas las definiciones únicamente semánticas de los textos, totalmente indiferentes a su materialidad juzgada insignificante, McKenzie recuerda con insistencia que el sentido de las obras también depende de sus formas gráficas y de las modalidades de su inscripción sobre la página o en el objeto escrito. De esta manera, al asignar a la bibliografía transformada en sociología de los textos la tarea fundamental de vincular formas discursivas y dispositivos materiales, McKenzie borra la división tradicional entre descripción e interpretación, entre morfología y hermenéutica.
La ecdótica, definida por el Diccionario de la Real Academia como “la disciplina que estudia los fines y los medios de la edición de textos”, es una palabra clave en el trabajo crítico y editorial de Francisco Rico.3 Para él, la responsabilidad de todo editor de una obra (Guzman de Alfarache, Lazarillo de Tormes, Don Quijote de la Mancha) es doble: por un lado, debe movilizar todos los saberes (filológico, bibliográfico, histórico) que permiten situar la obra en sus condiciones históricas de posibilidad y, así, evitar los anacronismos y las interpretaciones arbitrarias; por otro lado, el editor debe proponer un texto legible para un lector contemporáneo, que no es ni filólogo ni bibliógrafo. Por ello, la fuerte distinción entre las “ediciones críticas” que, cada vez más, podrán o deberán explotar los recursos de la hipertextualidad digital para confrontar y publicar los múltiples estados textuales de una misma obra, y las “ediciones de lectura” que proponen un solo texto, y un solo, en un objeto semejante a aquel que lo propuso a sus lectores del pasado: un libro impreso.
Así, entendida y practicada, la ecdótica se remite a la tensión fundamental que atraviesa la crítica literaria y la historia de los textos. Para Francisco Rico y otros, siguiendo el ejemplo de los filólogos clásicos que coligen las variantes de un mismo texto para establecer su estado más probable, con objeto de recuperar el texto tal y como su autor lo escribió, imaginó o deseó, corrigiendo las corrupciones dejadas por la transmisión manuscrita o la composición tipográfica. El propósito es reconstruir un texto ideal, inicial, que existe más acá o más allá de sus materialidades sucesivas, y en algunas circunstancias, se trata también de restaurar un texto traicionado por todas sus ediciones impresas. Es en este sentido que, después de Pierre Ménard, el editor es también otro “autor” del Quijote.
Ahora bien, en otra perspectiva crítica y editorial, las múltiples formas textuales en las que fue publicada una obra constituyen sus diferentes estados históricos que deben ser respetados, comprendidos y eventualmente editados. Esto es resultado no solamente de los gestos de la escritura, sino también de las prácticas de los copistas o de los talleres tipográficos, ya que estos múltiples textos produjeron la obra tal y como fue transmitida a los lectores que la recibieron al correr de los tiempos. No se trata, pues, de establecer un texto ideal único que trasciende todas sus posibles encarnaciones materiales, sino de explicitar tanto la preferencia otorgada a uno u otro de sus estados textuales como las elecciones hechas por su edición hoy en día.
A propósito de ello, David Scott Kastan calificó de “platónica” la primera perspectiva y de “pragmática” la segunda.4 La reflexión ecdótica nos permite comprender que esta tensión es irreductible. Por un lado, siempre una obra se da para leer o para oír en uno de sus estados textuales. Por otro lado, múltiples son los dispositivos filosóficos, estéticos o jurídicos que postulan la existencia de obras siempre idénticas a sí mismas, independientemente de sus formas materiales. En Occidente, el neoplatonismo del Renacimiento, la estética kantiana o la definición de la propiedad literaria construyeron esa obra ideal que los lectores reconocen en cada uno de sus estados. En este sentido, como crítico, como historiador y, también, como lector no podemos desprendernos de esta tensión, ni resolverla. Por tanto, platonismo y pragmatismo son inseparables.
Semejante tensión caracteriza igualmente la historia global de la cultura escrita. Debemos a Armando Petrucci esta noción que extendió el territorio demasiado estrecho de la historia del libro o de la crítica textual.5 El trabajo de Armando Petrucci transformó profundamente nuestra comprensión de las culturas escritas al considerar todas las prácticas que producen o movilizan en una sociedad dada el escrito, al superar las fronteras clásicas que separaban cultura manuscrita y cultura impresa, escritos ordinarios y obras literarias, poder sobre la escritura y poder de la escritura. En efecto, las disciplinas eruditas y descriptivas que son la paleografía y la codicología se convirtieron en una ambiciosa historia de las producciones y prácticas de la cultura escrita. En esta línea, Petrucci propuso el concepto de “cultura gráfica” que asocia tres historias: la historia de los objetos escritos, sean manuscritos o impresos; la historia de las normas, competencias y usos de la escritura; y la historia de las maneras de leer. De ahí proviene, el privilegio otorgado al estudio morfológico y tipológico de los testimonios escritos, cualesquiera que sean, para reconstruir tanto las razones y las condiciones que gobernaron su producción como las prácticas que organizaron su comprensión y uso. En la obra de Petrucci, morfología e historia están estrechamente vinculadas. En este sentido, es a partir del análisis riguroso de las formas de inscripción de los discursos que pueden reconocerse las posibilidades o límites propuestos o impuestos a la construcción del sentido, y que también pueden identificarse las diferencias sociales que rigen desigualmente las relaciones con lo escrito.
Inspirado por el famoso artículo de Walter Benjamin, “La obra del arte en la época de su reproductibilidad técnica” publicado en francés en 1936,6 podemos o debemos hoy en día intentar de entender los efectos producidos por la conversión digital de los libros, periódicos y archivos. El reto es fundamental para la perspectiva según la cual las formas crean sentido, ya que para todos los textos que tuvieron una existencia manuscrita o impresa antes de su digitalización, la pantalla impone formas de inscripción que están muy alejadas de las formas materiales de los objetos manuscritos o impresos. Así, la conversión digital lanza un desafío esencial a la historia del libro si pensamos con McKenzie que “las formas materiales de los libros, los elementos no verbales de los signos tipográficos, la disposición del espacio mismo, tienen una función expresiva al transmitir el significado”. Es claro que la observación se puede extender a todos los impresos que no son libros (periódicos, revistas, pliegos sueltos) y a todos los escritos que no son impresos (diarios íntimos, cartas, borradores, fichas, etc.).
En diálogo con lo anterior, quisiera hacer hincapié en tres de estos “elementos no verbales” que crean, transmiten o encarnan el sentido. En primer lugar, el formato (folio, in-quarto, in-octavo, in-duodécimo, etc.) tanto para los libros como para los periódicos. La cultura impresa se fundamentó sobre una jerarquía de los formatos heredada de la cultura manuscrita. Dicha jerarquía estableció un orden de los libros que distingue - para retomar el léxico del libro manuscrito -, entre los libros “da banco”, los monumentales folios, los pequeños formatos de los libros de mano y de bolso, y los formatos intermedios de los libros humanistas, por ejemplo, el formato in-quarto. De este modo, los discursos se distribuyen entre estos varios formatos según sus géneros, sus destinatarios o sus usos.
En 1757, Lord Chesterfield en una carta dirigida a un amigo hablando de sus lecturas, indicaba las claras razones de esta jerarquía: “los sólidos folios son gente de negocio con quienes converso durante la mañana. Los quartos son una compañía más mezclada con la cual me siento después del almuerzo, y paso mis noches con las leves y a menudo frívolas conversaciones de los pequeños octavos y duodécimos”. Así, el formato de los libros indica por sí mismo el género del texto, su uso (negocio u ocio, estudio o entretenimiento), el momento y la modalidad de la lectura.7
La reproducción digital borra radicalmente la percepción de las diferencias entre los formatos. El único formato es el de la pantalla del aparato electrónico sobre la cual el lector establece su propia jerarquía entre los objetos impresos gracias al teclado que permite zoom o reducción. Hoy en día, la miniaturización de los aparatos aumenta la distancia entre el formato de los textos tal como fueron publicados y leídos. En efecto, su percepción se despliega en una modalidad de reproducción digital, es decir, en un espacio virtual caracterizado por “lo pequeño y lo abierto” .
Un segundo elemento de la materialidad de los textos consta en su distribución en el espacio de la página, su layout o mise en page. En este sentido, la página es la unidad básica propuesta para la lectura. No corresponde necesariamente a una división textual, intelectual o estética, pero sí a los momentos sucesivos del recorrido del lector. Como lo mostró Antonio Rodríguez de las Heras, a pesar de la inercia del léxico, la pantalla no es una página. En su artículo "La pantalla es un muro", publicado en 2016, mostraba que el uso de las metáforas de la cultura libresca para describir la realidad digital evitaba el trauma de la novedad e intentaba de domarla, pero al mismo tiempo, mutilaba o ignoraba su capacidad creativa.8 Así, no debe concebirse la pantalla como una página, sino como una lámina de agua o un muro o, mejor dicho, la mirada de un muro. Con los nuevos aparatos digitales y la tecnología casi invisible de los móviles y de las tabletas, “el tamaño de la superficie lectora es demasiado reducido para ahormar convincentemente un texto como en una página. Y, sin embargo, es adecuado para interpretar la pantalla como un muro. O más exactamente: la pantalla es nuestra mirada de un muro. Un muro ilimitado que se extiende arriba, abajo, a un lado y otro de la pantalla. Con el arrastre suave de un dedo, nuestra mirada, igual que ante un muro al mover la cabeza, llega a otras partes que estaban fuera del campo de visión.”9 Entonces, es claro que en el mundo digital desaparece la página.
Un tercer elemento de la materialidad del libro o más generalmente de los objetos escritos es la encuadernación. El libro como objeto material no corresponde necesariamente al libro como obra. Desde la Edad Media, muchos libros fueron concebidos como una biblioteca portátil en la cual el lector reunía varios textos u obras. Las misceláneas eran la norma para el libro medieval cuando no se trataba de las autoridades canónicas, antiguas o cristianas. La práctica persistió en la primera época moderna como lo mostró Jeffrey Todd Knight en su libro Bound to Read.10 Por ejemplo, la encuadernación de uno o varios in-quartos shakespearianos junto con las obras de otros autores es una práctica que perduró a lo largo del siglo XVII. Además, se puede suponer que estas asociaciones de textos de Shakespeare con otros autores fueron más frecuentes de lo que las colecciones de las bibliotecas nos permiten pensar. Dado que, en los siglos XIX y XX, muchas de estas misceláneas fueron “descuadernados” para convertir los modestos “pamphlets” in-quarto —los cuales habían sobrevivido gracias a su coexistencia con textos no shakesperianos— en “libros” lujosamente encuadernados, que solo contenían una obra de Shakespeare. Esas proximidades, que son una forma de intertextualidad material habían otorgado a las obras de Shakespeare significados originales, los cuales se borraron cuando los bibliotecarios o los bibliófilos separaron los textos shakesperianos de sus vecinos de encuadernación.
Por ende, la “decuadernación” es una de las características fundamentales que Antonio Rodríguez de las Heras atribuye al mundo digital, y particularmente, al “libro” digital. En 2001, declaró: “Es curioso: considero que desde la pantalla se ha descuadernado el libro (que es decir que se le ha hecho perder su principal función, la del confinamiento [de la información], pero es en la pantalla en donde confío que con nuevas concepciones hay que intentar recuperarlo”.11 Sin embargo, esta recuperación no se vuelve fácil con las reproducciones digitales de los objetos manuscritos o impresos despojados de su formato, de su estructura material y del grosor del libro que abarca en una misma unidad codicológica varios libros.
Más allá de borrar de los elementos esenciales la materialidad de los textos, la reproducción digital plantea otros desafíos. Para los libros publicados durante el “antiguo régimen tipográfico”, entre los siglos XV y XIX, refuerza la ilusión que un ejemplar particular, en este caso el ejemplar digitalizado, vale para todos los ejemplares de la misma edición. Esto no era verdadero en el tiempo de una técnica que permitía las correcciones durante la impresión (las stop-press corrections) cuya consecuencia era la introducción de diferencias textuales entre los ejemplares de la misma edición. Para identificar estas diferencias, es menester cotejar varios ejemplares, sea digitales o impresos, de la edición.
Para los textos del siglo XIX, particularmente las novelas, pero no solamente ellas, la reproducción digital de las obras puede hacer olvidar que su primera publicación y circulación no fue el libro sino las publicaciones por entregas y los feuilletons de los periódicos y de las revistas. Esta forma de publicación imponía una temporalidad de la lectura impuesta por el ritmo de la publicación y no por las elecciones del lector. También, imponía constreñimientos al proceso de la escritura y a la fragmentación de las obras. Cuando estaba publicado como libro, el texto de la novela podía estar corregido, reorganizado, aumentado o recortado.
Es lo que muestran, por ejemplo, las formas sucesivas de publicación de las novelas de Machado de Assis. Presentó así la tercera edición de su novela, Memorias póstumas de Brás Cubas: “la primera edición de estas Memorias póstumas de Brás Cubas se realizó por partes en la Revista Brasileira, en los años 1880. Más adelante, cuando se convirtieron en libro [en 1881], corregí el texto en varios lugares. Ahora, que debí revisarlo para la tercera edición [1896], enmendé aún más cosas y eliminé dos o tres docenas de líneas. Compuesta de este modo, vuelve a salir a la luz esta obra que parece haber encontrado la benevolencia del público”.12
¿Cuáles son las consecuencias para la investigación científica de tan poderosas mutaciones? La más fundamental es una necesaria advertencia contra la idea de la equivalencia. Me parece que la manera de pensar la relación entre lo digital y lo impreso queda fundamentalmente vinculada con la idea de la equivalencia, y de la posible sustitución de uno por el otro. Lo vemos con las bibliotecas que solo quieren comunicar las reproducciones digitales de sus colecciones, y con los lectores que no sienten la necesidad de encontrar los textos que leen en sus formas materiales del pasado o del presente. Lo hemos visto cuando revistas o periódicos decidieron suprimir su edición impresa considerando que la publicación en formato digital era equivalente. Lo vemos con los lectores para quienes leer un texto en su forma electrónica y su forma impresa es la misma cosa. Lo vemos también cuando no se diferencia las lecturas requeridas o suscitadas por las redes sociales, y las lecturas lentas y críticas plasmadas en el mundo de las obras impresas.
Es un error creer que un texto se reduce a su contenido semántico y que es lo mismo leer un texto frente a la pantalla y leer este “mismo” texto (de hecho, no es el mismo…) en una edición impresa, antigua o moderna. No son experiencias equivalentes. La lógica digital es una lógica temática, jerárquica, algorítmica. Permite encontrar rápidamente lo que se busca. La lógica de lo impreso es una lógica de los lugares y del viaje. Permite encontrar lo inesperado, lo desconocido. Es esta lógica la que rige los espacios de la librería, las estanterías de la biblioteca, las partes que componen la arquitectura del libro. La percepción de esta diferencia puede o debe inspirar tanto nuestras prácticas de investigación, que no pueden reducirse a la lectura frente a las pantallas, como nuestros comportamientos, que deben preservar el viaje en contra del algoritmo, la librería en contra de Amazon, la biblioteca en contra de la red, el objeto escrito en contra de su reproducción digital.
En una entrevista dada en 2019, Antonio de las Heras expresaba su preocupación por “la crisis de los lugares” suscitada por el nuevo mundo digital.13 El “encapsulamiento” de los individuos en el espacio digital hace correr el riesgo del borrar de los cuerpos. Un año antes de la pandemia, hacía hincapié, de manera premonitoria, en la necesidad de recuperar los lugares o los objetos que encarnan la corporalidad, que hacen que los cuerpos puedan compartir un lugar físico. El reto era transformar la alfabetización digital, que se ha vuelto casi universal, en una verdadera cultura digital capaz de establecer una relación crítica con el ruido y la confusión producidos por una “sobreinformación” indomable, excesiva, incontrolable. Paradójicamente, la respuesta formulada por este sabio cuya imaginación en cuánto a las extraordinarias posibilidades del mundo digital fue sin límite, era enfatizar la necesidad de la presencia, de la corporalidad, en nuestro mundo cada día más virtual. Tal como lo quería el léxico del Siglo de Oro, el libro impreso es uno de estos “cuerpos” que desaparecen en la reproductibilidad digital.
Referencias
Benjamin, Walter. “La obra del arte en la época de su reproductibilidad técnica”, (1936), en Benjamin, Discursos interrumpidos, I, Buenos Aires: Taurus, 1989.
Chartier, Roger. “Buscando os in quarto : materialidade do livro e significado do texto”, ArtCultura. Revista de História, Cultura e Arte 24, n° 44, (2022): 9-22.
Entrevista a Antonio Rodríguez de las Heras. Por Gastón González Napoli, ArtCultura. Revista de História, Cultura e Arte, Montevideo. Acceso el 5 de septiembre de 2019. En https://www.youtube.com/watch?v=hv6Hf2PxU9k
Febvre, Lucien y Henri-Jean Martin. La aparición del libro, (1958). México: Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana (UTEHA), 1962.
Kastan, David Scott. Shakespeare and the book. Cambridge Mass, Cambridge University Press, 2001.
Knight, Jeffrey Todd. Bound to Read. Compilations, Collections, and the Making of Renaissance Literature. Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 2013.
Machado de Assis. Memórias póstumas de Brás Cubas, (1896). São Paulo: Martin Claret, 1999.
Mc Kenzie, Donald. Bibliografía y sociología de los textos, (1986). Madrid: Akal, 2005.
Petrucci, Armando. Alfabetismo, escritura, sociedad. Barcelona: Gedisa, 1999.
Petrucci, Armando. Libros, escrituras y bibliotecas. Salamanca: Universidad de Salamanca, 2011.
Rico, Francisco. El texto del «Quijote». Preliminares a una ecdótica del Siglo de Oro. Valladolid: Centro para la Edición de los Clásicos Españoles y Barcelona: Ediciones Destino, 2005.
Rodríguez de las Heras, Antonio y Roger Chartier. “El futuro del libro y el libro del futuro”, Litterae. Cuadernos de la cultura escrita, n° 1, (2001): 11-42.
Rodríguez de las Heras, Antonio. “La pantalla es un muro”, Trama & Texturas, n° 30, (2016): 99-105.
Notas
Notas de autor
Enlace alternativo
https://revistas.uft.cl/index.php/amox/article/view/276 (html)