Revista Realidad Educativa, julio 2025, v. V, n° 2, ISSN: 2452-6134
doi 110.38123/rre.v5i2.464
En el presente ensayo se reflexiona sobre el fenómeno de la desvalorización del profesorado como sujeto emocional en el contexto de la escuela moderna, en la que históricamente ha primado una visión racionalista y tecnocrática de la educación. Desde un enfoque crítico y epistémicamente situado, se examina cómo la emocionalidad ha sido relegada a una posición subalterna en el discurso pedagógico dominante, especialmente en América Latina. Con este fin, se analizan las bases histórico-epistemológicas de dicha exclusión, los efectos de la colonialidad del saber, y el impacto del neoliberalismo en las formas de enseñar y sentir. Asimismo, se examina el trabajo emocional del profesorado como parte de las tareas inmateriales no reconocidas, y se plantea la necesidad de una educación emocional que integre saberes locales, ancestrales y populares. Finalmente, se sostiene que el reconocimiento del docente como sujeto emocional es clave para transformar la práctica pedagógica hacia formas más integrales, justas y emancipadoras de educación.
Palabras clave: modernidad, racionalidad, neoliberalismo, sujeto emocional, profesorado
This essay criticizes the devaluation of teachers as emotional subjects in the context of the modern school, where a rationalist and technocratic vision of education has historically prevailed. From a critical and epistemically situated approach, it examines how emotionality has been displaced to a subordinate place within the dominant pedagogical discourse, especially in Latin America. The historical-epistemological bases of such exclusion, the effects of the coloniality of knowledge, and the impact of neoliberalism on the ways of teaching and feeling are reviewed. Likewise, the emotional work of teachers is analyzed as part of the unrecognized immaterial tasks, and the need for an emotional education that integrates local, ancestral and popular knowledge is proposed. Finally, it is concluded that the recognition of the teacher as an emotional subject is key to transform pedagogical practice towards more integral, just and emancipatory forms.
Keywords: modernity, rationality, neoliberalism, emotional person, teachers
Históricamente, la dimensión emocional ha sido un tema de interés para los intelectuales de acuerdo a una perspectiva ética, moral y filosófica. En la Antigüedad, pensadores griegos y romanos avalaban la existencia de las emociones y las conceptualizaron en conjunto con la razón y la capacidad de cognición (Robles-Francia et al., 2022; Pinedo et al., 2017). A fines de la Edad Media y en siglos posteriores, en el marco de la modernidad occidental, las emociones fueron consideradas elementos ajenos al conocimiento científico. Recién en el siglo XX, investigadores de diversos campos de la psicología han incorporado nuevamente las emociones al estudio humano, y estas han adquirido incluso un papel preponderante en áreas particulares como la educación, surgiendo el concepto de “educación emocional” (Marina, 2005, como se cita en Mujica Johnson, 2022), así como el de “emoción epistémica” (Pekrun y Linnenbrick-García, 2012).
Este vaivén histórico incidió directamente en la concepción del mundo educativo. La escuela moderna, concebida como un espacio de transmisión de conocimientos racionales, promovió un modelo basado en la memorización y el cientificismo, marginando los afectos y los sentimientos de los distintos aprendizajes para la vida. Esta forma de educar conllevó una carga: la desvalorización de la dimensión emocional del profesorado, lo que derivó en una educación centrada en competencias genéricas, además de las competencias disciplinares y curriculares. Sin embargo, en tiempos más recientes ha resurgido un creciente interés por las denominadas competencias emocionales, entendidas como habilidades necesarias para afrontar diversas situaciones vitales y que pueden ser educadas, generando mejores formas de respuesta de las personas ante estímulos externos (Bisquerra y Pérez-Escoda, 2007; Mikolajczak, 2009).
En este ensayo se propone analizar el concepto de “sujeto emocional” en el contexto educativo, confrontando las formas que históricamente se han posicionado como ejes epistemológicos e incidido en la comprensión de la emocionalidad docente. A partir de ello, se busca revalorizar esta dimensión en los procesos formativos del docente que en ejercicio.
La selección de las fuentes consideradas en este ensayo responde a un enfoque exploratorio y reflexivo sobre textos clásicos y contemporáneos que abordan la emocionalidad desde perspectivas filosóficas, educativas y culturales. Se priorizó literatura que ha influido en el pensamiento pedagógico occidental, así como contribuciones desde enfoques críticos que tensionan las bases racionalistas de la modernidad.
Según la definición de Denzin (1984), una emoción es una “experiencia corporal viva, veraz, situada y transitoria (…) y que, durante el transcurso de su vivencia, sume a la persona (…) en una realidad nueva y transformada”. Nuestra sociedad atraviesa una sucesión de cambios importantes que han configurado nuevos patrones de comportamiento y de convivencia, de modo que las emociones contribuyen fuertemente a la sostenibilidad de distintas relaciones humanas en unos tiempos caracterizados por la convulsión y la incertidumbre (Amaya, 2009).
En el ámbito educativo, la emocionalidad adquiere un rol preponderante por diversas razones: en primer lugar, por su papel fundamental en las relaciones humanas —familiares, sociales y escolares—; en segundo lugar, por su capacidad para guiar acciones y conductas que enriquecen la vida y las vivencias de las personas (Cassasus, 2007); y, en tercer lugar, por su función en la satisfacción de las necesidades humanas (Malaisi, 2016). La escuela, comprendida como un espacio de conocimiento, formación y socialización, se configura a partir de la vinculación entre distintos actores: el profesorado, los estudiantes, los padres y/o tutores y todas las personas que contribuyen a la formación y el aprendizaje de los niños, niñas y adolescentes.
Dentro de esta red, la relación entre el profesorado y sus estudiantes tiene un lugar de relevancia. El docente no solamente transmite conocimientos, sino que también ejerce funciones clave relacionadas con la toma de decisiones y la capacidad de juicio (Lazarus, 1968), diseña estrategias que potencian la plasticidad mental ante el nuevo conocimiento (Urosa, 2021) y promueve un clima de aula propicio para la facilitación del desarrollo cognitivo, emocional y académico (Little y Cohen, 2016). Estas acciones convergen en un eje constituido por las llamadas competencias emocionales, cuyo desarrollo se remonta a 1920 y que han comenzado a configurarse específicamente para el profesorado (Lozano-Peña et al., 2021); sin embargo, su implementación sigue siendo bastante reducida debido a que no reciben una atención profunda y a la perpetuación de una visión cognitivista en la que se subestima el rol de la dimensión emocional en la educación (Boler, 2004; Zembylas, 2016).
A ello se agrega el desafío de que la educación emocional requiere un abordaje que contemple las particularidades sociales y culturales de cada contexto. La diversidad no solo étnica, sino también lingüística, territorial e identitaria, genera tensiones ante propuestas pedagógicas uniformes y demanda una apertura hacia enfoques localizados y situados (Cole y Tan, 2006, Fragoso-Luzuriaga, 2022; Pineda y Orozco, 2022). Sin embargo, esto no está exento de dificultades en territorios donde se ha producido una colonización que ha minimizado lo culturalmente propio (Quintriqueo, 2010). A ello se añaden los efectos directos de concepciones dominantes que prevalecieron e incluso fueron importadas en determinadas épocas, como la cultura patriarcal (Quintero y Sánchez, 2016), la influencia hegemónica de la Iglesia católica (Blanco-Figueredo y Arias-Ortega, 2022) y la supremacía cientificista (Contreras, 2016). Estas formas de conocimiento contribuyeron a la formación de personas excesivamente competitivas entre sí, descuidando la formación en valores, el aprecio por la naturaleza, el buen vivir y la preocupación por el otro (Bonilla, 2018).
Repensar la formación docente desde una perspectiva integral se vuelve imprescindible, no solo para reconocer las emociones como componentes fundamentales del proceso educativo, sino también para posicionarlas en relación con los contextos históricos, sociales y culturales en los que se desarrollan. Esto implica asumir una formación integral del individuo en todos los niveles educativos, que considere el reconocimiento y la gestión de las emociones propias y ajenas. Asimismo, significa cuestionar estructuras modeladas a partir de métodos provenientes de culturas dominantes (Riquelme et al., 2016; Riquelme y Munita, 2017). En este escenario, Fernández et al. (2022) efectúan un estudio sobre las bases curriculares del sistema escolar chileno y concluyen que es necesario que los profesores sean formados en la dimensión emocional, tanto en el plano teórico como en el práctico, para favorecer su incorporación en las prácticas pedagógicas y contribuir así a una educación más humana, contextualizada y transformadora.
En la Antigüedad, los filósofos de la Grecia clásica —como Aristóteles, Platón, Sócrates o Séneca—, no solo se destacaron como pensadores, sino también como educadores de las emociones. En aquel contexto histórico, emociones y sentimientos eran denominados “pasiones”, y una parte relevante de la educación consistía en aprender a dominarlas y utilizarlas adecuadamente.
Uno de los referentes centrales en este sentido fue Sócrates (470 a. C.-399 a. C.), quien ofreció una orientación sobre cómo abordar e identificar las emociones al instruir a sus discípulos con la consigna “conócete a ti mismo”, encaminándolos hacia el ideal de virtud. Esta se comprendía como el nivel más alto de perfección humana, basado en el pensamiento y la razón, lo que conducía a la excelencia y permitía articular la propia conducta. Para Sócrates, el ser humano era concebido como un alma eterna y reencarnada, encerrada en un cuerpo físico a modo de jaula o cárcel, cuya liberación requería trascender las apariencias y ataduras de lo sensible mediante la razón, orientándose hacia una dimensión superior. En otras palabras, se trataba de una evolución emocional alcanzada a través del aprendizaje y el perfeccionamiento del alma.
Otro representante de esta corriente fue Séneca (4 a. C.-65 d. C.) quien, en Consolación a Marcia,elaboró un tratado acerca de cómo sobrellevar un evento tan determinante como el duelo, discutiendo lineamientos relacionados con la vida contemplativa y la activa, así como la reflexión sobre la propia muerte y la manera de afrontarla (Colish, 1985). En su pensamiento, el spiritus, o alma racional, es valorado como el elemento divino del ser humano, otorgándole a la virtud un lugar superior al placer. Señalaba: “(…) si fueran enteramente separables veríamos algunas cosas como agradables, pero no honorables, y otras muy honorables, pero alcanzables mediante el sufrimiento” (Séneca, 1900). En el ámbito de las emociones, su forma de educarlas se basaba en el principio de “obrar y no hablar”, sosteniendo que pasiones destructivas como la ira y el dolor deben dejar de ser hábitos en el ser humano o, al menos, es necesario saber moderarlos mediante el uso de la razón. (Asmis et al., 2012). A partir de esto, queda claro que la emocionalidad no es una invención de la modernidad, como lo demuestra la influencia de Séneca, la cual perduró hasta la Edad Media y la Modernidad, especialmente en el Humanismo y el Renacimiento.
Uno de los intelectuales que retomaron este pensamiento fue René Descartes (1596-1650), quien en su Tratado de las pasiones (1649) abordó las emociones desde una perspectiva filosófica y científica. Descartes distinguió entre el cuerpo que no piensa (físico, res extensa) y el alma pensante (incorpórea, res cogitans), para luego definir las pasiones como “percepciones o conmociones del alma que relacionamos con el alma y que son causadas, mantenidas y fortalecidas por algún movimiento de los espíritus” (art. 27).
Por su parte, Jean-Jacques Rousseau (1712-1788), reconocido como uno de los grandes exponentes de la Ilustración, propuso una visión de la naturaleza humana centrada en los afectos como eje articulador entre la persona y su entorno. Según su visión, los individuos experimentan un flujo en el que sentimientos, emociones y pensamientos son percibidos, se transforman en hábitos y modifican así la forma de ser. En otras palabras, el desarrollo del amor propio era una de las consignas cartesianas. Según Apcarián (2022), el amor propio —una noción central en Rousseau— está condicionado a la aparición de experiencias que modelan el interés y la conducta del sujeto, y cuyo cuidado constituye una forma de resguardo ante la corrupción y la depravación social (Domingo, 2002). En el ámbito educativo, la gran contribución de Rousseau fue la novela El Emilio, que consolidó su papel como uno de los grandes pedagogos emocionales al plantear una educación sensible al desarrollo afectivo, ético y cognitivo del niño, e inspirar a pensadores como Kant o Goethe.
Este rápido recorrido histórico permite afirmar que la emocionalidad no constituye una construcción propia de la modernidad, sino una categoría que está presente desde la Antigüedad, aunque abordada desde distintas perspectivas. Mientras los pensadores clásicos integraban las emociones dentro de marcos ético-filosóficos y sociológicos, en tiempos más recientes se han sumado enfoques provenientes de la psicología y la educación. Al respecto, Morín (2002) señala que toda actividad que implica el uso de la racionalidad conlleva inevitablemente un componente afectivo, y que la sabiduría no puede ser reducida al dominio de la razón. Desde su perspectiva, considerar que un individuo puede vivir de una manera puramente racional equivale, en gran medida, a concebir una vida carente de vitalidad, ya que la vida se caracteriza precisamente por emocionarse, apasionarse y gozar, entre otras experiencias sensibles.
En el marco de las ciencias sociales tradicionales, investigadores como Weber, Pareto, Compte o Durkheim abordaron los fenómenos de la afectividad de forma marginal o apenas insinuada. En este tránsito hacia la modernidad, las emociones ocuparon un lugar periférico, cencebidas incluso como residuos que debían ser superados por la investigación. Sin embargo, estos intentos de excluirlas resultaron infructuosos, lo que evidencia el carácter constitutivo de las emociones en la experiencia humana.
Esta relegación de las emociones a un plano mínimo o prácticamente inexistente estuvo detrás de patrones culturales que promovieron concepciones educativas homogeneizantes, monoculturales y hegemónicas en Occidente y, por extensión, en América Latina (Quintriqueo, 2010, como se cita en Riquelme et al., 2016). Estos patrones responden a una lógica epistémica universalista impuesta desde los territorios colonizadores (Walsh, 2007; Quijano, 2000 como se cita en Quilaqueo et al., 2016), lo que dio lugar a un silenciamiento sistemático de las emociones en el ámbito escolar. Internamente, la escuela moderna se ha configurado sobre la base de censura, silencio, condena, represión y proscripción de las emociones en el contexto educativo (Toro, 2017; 2011). Esto ha contribuido, entre otras consecuencias, a implantar una escuela que prioriza el silencio de los estudiantes y que penaliza la conversación, lo que ha afectado tanto la identidad tradicional como la indígena y afrodescendiente (Soto-Arango, 2010).
Desde una lectura epistemológica, la exclusión de lo emocional es efecto de una matriz de conocimiento propia de la modernidad occidental, la cual se centró en el racionalismo cartesiano y en la premisa cientificista de que solo lo universal y demostrable constituye un saber válido. Bajo esta lógica, la emocionalidad ha sido paulatinamente relegada al campo de lo no-científico, lo inexacto y lo subjetivo, configurándose así como un saber subalterno (De Sousa Santos, 2009), ajeno al canon del conocimiento legítimo. Frente a ello, las epistemologías críticas y del sur han desafiado este paradigma dicotómico —razón versus emoción—, reivindicando las emociones como formas legítimas de mediación cognitiva, política y ética (Walsh, 2007; Mendoza, 2016), así como parte de un conocimiento corporal y situado, profundamente vinculado al territorio y a la experiencia.
De ahí que no resulta sorprendente encontrar similitudes entre las culturas europeas y estadounidenses, especialmente en su afinidad con formas individualistas de comportamiento dentro del ámbito formativo. Sin embargo, es problemático que en el contexto latinoamericano no exista una mayor matización en los sistemas escolares. Persiste un acuerdo tácito según el cual la manera “adecuada” de sentir una emoción responde a los parámetros socioculturales definidos por la hegemonía eurocéntrica, tanto en el ámbito escolar como en el social. Un ejemplo de ello es la influencia de la Iglesia Católica en Hispanoamérica, cuyas políticas ejercieron un control absoluto sobre los ejes curriculares (Pineda y Orozco, 2023), y posteriormente, en la educación superior, cuna de las clases dirigentes que definieron los destinos de los distintos Estados (Orozco y Pineda, 2017).
En este sentido, las formas colonialistas exportadas desde las ideas de la modernidad perpetuaron una profunda desconexión con la emocionalidad, legitimando prácticas de crianza y escolarización marcadas por la violencia simbólica y física, sin consideración de las vivencias afectivas. Dussel (1993; 2000) ha señalado que la razón moderna, lejos de ser neutral, se manifiesta como una racionalidad “insensible, fría y avasalladora”, que invisibiliza otras formas de conocimiento como la intuición o la imaginación (Arce, 2020). Esta exclusión epistémica se extiende también a saberes populares, urbanos, campesinos e indígenas (Binimelis-Espinoza y Roldán-Tonioni, 2017).
Si bien los procesos educativos en Chile han comenzado a incorporar competencias emocionales como parte del desarrollo integral de los estudiantes, aún prevalece una visión normativa occidental que define las normas sociales y culturales aceptadas, sin atender suficientemente a los contextos locales, familiares y comunitarios. La cultura escolar continúa desvalorizando las competencias afectivas y emocionales, al considerarlas poco rigurosas y alejadas de lo racional (García, 2019; Fuentes-Vilugron et al., 2023). En este escenario, se vuelve urgente reconfigurar la formación docente, de modo que el profesorado no tenga que disociar su racionalidad de su afectividad, sino que pueda integrarla como un aspecto relevante de una cognición situada y encarnada.
Ante este diagnóstico, este ensayo tiene como objetivo recuperar la emocionalidad como una dimensión epistemológica válida, crítica y situada. Se propone, además, como un componente esencial para una pedagogía que no renuncie a lo afectivo, que no niegue el cuerpo, y que, en palabras de Boaventura de Sousa Santos (2009), se atreva a ser también “sufriente, doliente y sangrante”.
Ante la información planteada, surge la interrogante: ¿por qué el profesor como sujeto emocional es desvalorizado dentro del modelo de la escuela moderna? Para abordar esta interrogante se discutirán tres elementos fundamentales que permiten articular una respuesta desde una perspectiva crítica y epistemológica.
Como primer elemento se debe tener claro que la “razón moderna” tiene como característica innata la insensibilidad estructural, entendida como la incapacidad de considerar las emociones, los sentimientos y los cuerpos dentro del ámbito de la racionalidad. Esta condición se vincula directamente al origen colonial del pensamiento moderno, que se construye sobre la exclusión sistemática de otros modos de conocer.
Cuando la racionalidad dominante comenzó a influir en todos los órdenes de la vida, el movimiento positivista acabó por suprimir cualquier indicio de la emocionalidad en el pensamiento científico y sociológico. Este fenómeno se refleja, por ejemplo, en la obra Economía y sociedad (2019), de Max Weber, quien considera las emociones de manera residual y les otorga una atención marginal, vinculándolas a la “acción afectiva” como conducta pasional, lo que termina por separar aun más razón y emoción (Bericat, 2000). Así, razón y emoción son escindidas epistemológicamente. En esta línea, la promoción de una “única y absoluta visión del mundo” (Berger y Luckmann, 1967, p. 121) se instaló como “la forma” de concebir la realidad independientemente del sujeto cognoscente, excluyendo otras perspectivas cognitivas basadas en la experiencia, como las ideas de los pensadores empiristas (Verneaux, 1981).
Como segundo elemento, y en consonancia con lo anterior, cabe preguntarse: ¿para qué se deberían educar las emociones? La respuesta se encuentra en una situación educativa de presunta “crisis” (Sorondo, 2023), producto de la expansión de una racionalidad neoliberal que ha penetrado de forma significativa en el ámbito educativo. Esta se caracteriza por una educación emocional orientada a formar a los estudiantes en situación de “vulnerabilidad”, convirtiéndose en una catapulta para su avance social. Sin embargo, transita por terrenos en en los que se sobrevalora la medición cuantitativa y el resultadismo (Fernández-González y Monarca, 2018). Desde una perspectiva crítica, se observa que el sujeto emocional se instrumentaliza en función del rendimiento, despojándolo de su complejidad subjetiva. Al mismo tiempo, y en coherencia con el pensamiento neoliberal, el individualismo en la educación ha llevado a la formación de sujetos cada vez más singularizados (Martuccelli, 2010), caracterizados por cierta incompetencia social (Nobile, 2017), lo que dificulta al profesorado la posibilidad real de educar emocionalmente, tanto por la influencia de las dinámicas institucionales como por la precariedad del vínculo familia-escuela. En este sentido, la formación emocional requiere ser revalorizada como un proceso colectivo y situado, inserto en marcos epistemológicos que reconozcan saberes locales, ancestrales y no occidentales (Bazán, 2002; Carrasco-Aguilar, 2010; Habermas, 1990).
Como tercer elemento se encuentra el trabajo emocional del docente, que se enmarca dentro del trabajo inmaterial. Este incluye tareas como la gestión emocional, el manejo de la información, la contención emocional y la creatividad, que suelen quedar invisibilizadas, no remuneradas ni valoradas institucionalmente. La estandarización curricular, el accountability y la Nueva Gestión Pública han desencadenado de forma sostenida la degradación del rol docente, limitando su capacidad reflexiva y tecnificando de manera extrema el proceso de trabajo (Cox, 2011). Esto no solo empobrece el ejercicio profesional, sino que impone un modelo emocional normativo que penaliza expresiones como la ira, el cansancio o la frustración, lo que erosiona la identidad profesional (Tsang, 2015).
Estas implicancias del pensamiento occidental respecto del ámbito educativo activan oportunidades para repensar la práctica docente, considerando al profesor como sujeto emocional y epistémico. En esta dirección, es de urgencia impulsar estructuras educativas que integren lo emocional como una dimensión formativa fundamental de la escuela, y no solo complementaria. De este modo, el ejercicio educativo, al considerar el contexto local y los aportes socioculturales provenientes de campos situados más allá de los patrones de la hegemonía occidental, contribuye a la dimensión socioemocional, proponiéndola como un mecanismo emancipador (Mariátegui, 2007). Además, es esencial la elaboración de propuestas educativas que consideren de manera proporcionalmente adecuada y, en algunos casos, igualitaria, las visiones y conocimientos propios de las culturas en las que se implementen (Riquelme et al., 2018).
En este trabajo se ha mostrado que el fenómeno de las emociones es, sin lugar a dudas, una realidad perceptible dentro de la actividad docente, constituyéndose en una dimensión esencial de la subjetividad del profesorado y de la práctica pedagógica. No obstante, esta realidad ha sido desvalorizada históricamente bajo la influencia de una postura racional moderna, que privilegió el conocimiento científico y relegó la emocionalidad a un plano subalterno e irrelevante en el ámbito escolar.
Uno de los aspectos señalados es que esta desvalorización responde a estructuras epistemológicas y sociales hegemónicas, que tienen persistencia hasta nuestros días en el diseño curricular, en la cultura escolar y en la formación docente. En este contexto, se plantea la necesidad imperiosa de avanzar hacia una revalorización del componente socioafectivo, tanto en la práctica pedagógica como en las políticas educativas, con el fin de que estas sean más integrales y contextualizadas.
El trabajo del docente, al interactuar con sus estudiantes, requiere del desarrollo consciente de competencias emocionales, tales como la conciencia emocional, la regulación emocional, la autonomía emocional, las competencias sociales y las habilidades para la vida. Estas dimensiones, lejos de constituir habilidades “blandas” o accesorias, forman el núcleo profesional del quehacer docente, y su desarrollo debe ser promovido de manera intencionada desde la formación inicial y continua.
Asimismo, se propone posicionar la educación emocional en un plano epistémico equivalente al de otras áreas del conocimiento, reconociendo la necesidad de una pluralidad de saberes que incluyan no solo la tradición occidental moderna, sino también saberes locales, ancestrales y comunitarios que han mantenido una comprensión distinta y más integrada de la emoción, la corporalidad y la subjetividad.
Finalmente, un profesor plenamente habilitado como sujeto emocional puede aplicar las competencias emocionales de manera efectiva. Ello resulta imprescindible en contextos escolares y sociales marcados por el malestar, la frustración, la incertidumbre y la resistencia al cambio. La emocionalidad docente, lejos de ser un obstáculo, constituye una posibilidad de transformación pedagógica, social y epistémica.
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