Revista de Educación Religiosa, volumen III, nº 4, 2025
DOI 10.38123/rer.v3i4.832
Angela Alarcón-Alvear![]()
lalarcon@ucsc.cl
Universidad Católica de la Santísima Concepción, Chile
Francisco Novoa-Rojas![]()
fnovoa@ucsc.cl
Universidad Católica de la Santísima Concepción, Chile
Resumen
Este artículo propone comprender la educación religiosa como un umbral litúrgico desde la fenomenología, a partir de las propuestas de Jean-Yves Lacoste y Jean-Luc Marion. En lugar de reducir la enseñanza de la fe a un modelo doctrinal o meramente experiencial, se plantea una pedagogía del Misterio que articula símbolos, comunidad y temporalidad como mediaciones formativas. Se argumenta que la familia, la catequesis y la escuela pueden configurarse como espacios mistagógicos en los cuales la fe se hospeda como don que transforma la existencia. En este sentido, la educación religiosa se presenta como un itinerario integral capaz de cultivar la disponibilidad, la hospitalidad y el asombro. Asimismo, se presentan implicancias concretas para educadores, catequistas y familias, ofreciendo criterios para enfrentar los desafíos de la secularización y del pluralismo contemporáneo.
Palabras clave: educación religiosa, fenomenología, liturgia, pedagogía del misterio, donación
Abstract
This article proposes to understand religious education as a liturgical threshold from the perspective of phenomenology, based on the proposals of Jean-Yves Lacoste and Jean-Luc Marion. Instead of reducing faith education to a doctrinal or merely experiential model, it puts forward a pedagogy of mystery that integrates symbols, community, and temporality as formative mediations. It argues that family, catechesis, and school can be configured as mystagogical spaces, where faith is welcomed as a gift that transforms existence. In this sense, religious education is presented as an integral itinerary capable of cultivating availability, hospitality, and wonder. Furthermore, concrete implications are highlighted for educators, catechists, and families, offering criteria to address the challenges of secularization and contemporary pluralism.
Keywords: religious education, phenomenology, liturgy, pedagogy of mystery, donation
Hablar de educación religiosa (ER) en el horizonte contemporáneo exige reconocer, ante todo, la amplitud de sus mediaciones. La ER se despliega en tres ámbitos fundamentales: la familia, la catequesis y la escuela. Cada uno de ellos contribuye, con lenguajes y ritmos propios, a la transmisión de la fe y a la configuración de proyectos vitales capaces de integrar interioridad, trascendencia y compromiso comunitario. En la familia, como iglesia doméstica, el Misterio se hospeda en gestos mínimos de bendición, perdón y memoria agradecida; en la catequesis, la fe se inicia y madura en la experiencia ritual y celebrativa; en la escuela, la tradición cristiana dialoga con la cultura y ofrece claves de sentido para la vida personal y social (Congregación para la Educación Católica, 2013). Comprender esta triple amplitud permite evitar la reducción de la ER a mera instrucción doctrinal o a simple animación afectiva, pues su auténtico alcance consiste en introducir en el Misterio y acompañar existencias abiertas al don.
El riesgo está precisamente ahí: oscilar entre dos polos sin lograr integrarlos. Por un lado, un modelo doctrinal que garantiza continuidad con la tradición, pero que a menudo desvincula la fe de la vida concreta. Por otro, un modelo experiencial que exalta la autenticidad subjetiva y la inmediatez vivencial, rescatando la dimensión existencial, pero arriesgando derivar en un intimismo sin densidad teológica ni comunitaria. Ochoa et al. (2021) muestran que la pedagogía experiencial en la catequesis puede revitalizar la transmisión de la fe al vincularla con la vida cotidiana, aunque advierten que, si no se articula con la comunidad eclesial, corre el riesgo de diluirse en prácticas fragmentadas sin arraigo. Esta tensión doctrinal-experiencial también se refleja a nivel estructural en América Latina, donde coexisten modelos de educación religiosa escolar que van desde lo confesional exclusivo hasta perspectivas más interculturales y no confesionales. Como señala Martínez (2022), este abanico de modelos evidencia la dificultad de equilibrar fidelidad a la tradición y apertura al pluralismo, lo que en ocasiones reduce la educación religiosa a una disputa entre la ortodoxia doctrinal y la neutralidad laica. Así, el péndulo entre claridad conceptual y espontaneidad afectiva se reproduce en distintos ámbitos, dejando como saldo una fe percibida más como objeto de control —cognitivo o emocional— que como don que excede toda apropiación. La secularización fragmenta los regímenes de creencia, el pluralismo religioso obliga a dialogar sin diluirse, y las nuevas generaciones se encuentran, con frecuencia, ante un lenguaje religioso desconectado de sus búsquedas de sentido (Martínez, 2025; Muena y Fernández, 2024). En este contexto emergen dos tentaciones reductoras: justificar la educación religiosa solo por su utilidad cívica o refugiarse exclusivamente en la transmisión de contenidos. Ambos caminos clausuran la posibilidad de experimentar la fe como acontecimiento transformador.
Para superar este posible dilema, proponemos releer la ER a la luz de la fenomenología acontecial1. Jean-Luc Marion describe el fenómeno saturado como un aparecer que desborda la constitución subjetiva y que, por tanto, solo puede acogerse como don (Marion, 2010b). Jean-Yves Lacoste, por su parte, interpreta la liturgia como un régimen de aparición que suspende la lógica utilitaria y sitúa al sujeto ante Dios (coram Deo), en un no lugar donde la existencia se abre a lo eterno (Lacoste, 2010). Ambas intuiciones coinciden en llevar la ER hacia una pedagogía de la acogida que se abre a lo que llamaremos pedagogía del Misterio. No se trata de poseer el fenómeno religioso, sino de dejarse transformar por él. Así, la fe ya no se transmite como objeto ni se reduce a emoción, sino que se reconoce como don acontecial que interpela y constituye. En clave educativa, esta perspectiva abre la posibilidad de comprender la enseñanza religiosa —en la familia, las comunidades eclesiales y la escuela— como un auténtico umbral litúrgico, un espacio liminar en el que lo humano se expone al Misterio sin pretensión de clausura.
La hipótesis que orienta este trabajo es clara: una ER concebida como umbral litúrgico constituye una de las vías más adecuadas para responder a las condiciones actuales de la fe. No se trata de una mera actualización metodológica, sino de una transformación hermenéutica de la gramática pedagógica. Este cambio supone pasar del binomio doctrinalismo-experiencialismo a la hospitalidad y el cuidado; del énfasis en estándares de rendimiento a la acogida de lo gratuito; de la cronología utilitaria (chronos) a la temporalidad cualitativa del don (kairós). En este horizonte, la familia, la catequesis y la escuela se reconfiguran como espacios de hospitalidad simbólica en los que el Misterio se habita en gestos, ritos, silencios y comunidades que educan en la disposición al don.
El artículo se desarrollará, por tanto, en tres movimientos. Primero, se profundizará en la fenomenología del umbral a partir de las contribuciones de Lacoste y Marion, mostrando cómo categorías como no lugar, fenómeno saturado y donación ofrecen claves decisivas para comprender la experiencia de la fe. En segundo lugar, se propondrá una arquitectura del umbral que articule dimensiones simbólicas, comunitarias y temporales de la práctica pedagógica, integrando aportes sobre inteligencia espiritual (Torralba, 2010; Gómez Villalba, 2014). Metodológicamente, este trabajo se presenta como un ensayo teórico-hermenéutico que adopta una aproximación fenomenológica. Se apoya en la obra de Lacoste y Marion para interpretar la ER como un umbral litúrgico, y busca articular esta clave conceptual con implicancias prácticas para los contextos de familia, catequesis y escuela.
Jean-Yves Lacoste es una de las voces más originales dentro de la fenomenología francesa. Su reflexión no pretende hacer teología desde la filosofía ni filosofía desde la teología, sino abrir un horizonte común en el que la fenomenología pueda describir la aparición de lo divino sin renunciar a su método, y la teología pueda decir la fe sin reducirla a categorías conceptuales. Como él mismo afirma, la liturgia no es una experiencia entre otras, sino la condición que interrumpe la familiaridad del mundo y nos sitúa ante Dios (Lacoste, 2010, p. 136). Desde esta perspectiva, Lacoste entiende la liturgia como un espacio fundamental de revelación, no porque explique a Dios, sino porque lo hace aparecer en un régimen distinto al de la experiencia ordinaria. En la liturgia, lo humano se experimenta coram Deo, en un modo de estar ante Dios que transforma radicalmente la relación del sujeto consigo mismo, con los demás y con el mundo.
Uno de los conceptos más sugestivos que Lacoste introduce es el de no lugar (Lacoste, 2010, §22). A diferencia del espacio mundano en el que la existencia se despliega en continuidad con lo útil, lo funcional o lo apropiable, el espacio litúrgico suspende esas coordenadas para situar al creyente en una apertura despojada, donde la familiaridad con el mundo se interrumpe. El no lugar no remite a una evasión o a un vacío, sino a una topología distinta: la del acontecimiento del Misterio que irrumpe sin ser poseído. Allí, el sujeto no se erige como constituyente del sentido, sino como receptor desbordado de una presencia que lo excede. Es por eso por lo que Lacoste habla de la liturgia como una forma de no experiencia; no porque no suceda nada, sino porque lo que sucede no puede ser reducido al esquema intencional de la conciencia (Lacoste, 2010, p. 71).
El no lugar se entiende mejor al mirar la crítica de Lacoste a Heidegger. Mientras este describe la vida como un ser-en-el-mundo orientado hacia la muerte, Lacoste propone otra forma de habitar: un ser-ante-Dios sostenido no por la angustia, sino por la promesa de un sentido absoluto. Así, la muerte no es la última palabra, porque la liturgia anticipa el eschaton en el presente (Lacoste, 2010, §16). La liturgia no niega la finitud, pero la ilumina con la resurrección y la esperanza.
Aquí, la categoría del tiempo es decisiva. Lacoste distingue entre el chronos, tiempo sucesivo que organiza la vida productiva, y el kairós, tiempo cualitativo en el que la eternidad se anticipa. El presente oculto de la liturgia no pertenece a la cronología, sino al tiempo escatológico (Lacoste, 2019, p. 251). Como explica Turcan (2024), la fenomenología lacostiana del tiempo litúrgico contrapone mundo/creación, muerte/resurrección y cuidado/agitación escatológica, mostrando que lo escatológico no es un futuro lejano, sino una realidad celebrada en el presente. En este horizonte, la liturgia se vive como un tiempo donado que educa en la espera, la esperanza y la gratuidad.
Esta visión se relaciona con la reducción teológica de Lacoste, comparable a la reducción fenomenológica de Husserl. Mientras esta suspende la creencia natural para describir los fenómenos, Lacoste propone transparentar el mundo bajo la luz de la creación y la resurrección (2010, §3). No se niega la realidad, sino que se mira desde Dios; la muerte, a la luz de la resurrección; el tiempo, desde el eschaton, y la existencia como promesa.
Estas intuiciones no se limitan a la liturgia, sino que iluminan directamente la ER. El no lugar puede aplicarse a la familia, donde los gestos sencillos de fe (oraciones, bendiciones) interrumpen lo cotidiano; a la comunidad eclesial, donde la comunidad reunida vive coram Deo; y a la escuela, donde la ER abre a los estudiantes a la lógica del don y del asombro. En todos los casos, educar significa cultivar disponibilidad, hospitalidad y receptividad, más que dominio o certeza.
La liturgia tampoco se reduce a un acto individual de piedad. Forma un nosotros coram Deo. Como señala Manchon (2023), lo litúrgico crea comunidad no por la utilidad ni por consensos, sino por la hospitalidad compartida ante el Misterio. Así, la fenomenología de Lacoste apunta a un cuerpo colectivo, una fraternidad reunida por lo sagrado. Esta dimensión comunitaria fundamenta la ER en todos sus ámbitos.
También es clave la afectividad. Para Lacoste, lo que abre al Misterio no es solo el concepto ni la emoción pasajera, sino actitudes como el silencio que escucha, la paciencia que espera, la admiración que acoge. La liturgia educa la afectividad como disposición de acogida. Por eso, la escuela, la catequesis y la familia están llamadas a cultivar el asombro, la gratitud y la disponibilidad, de modo que la fe no sea un sistema cerrado, sino un acontecimiento de donación.
Esta propuesta ha recibido críticas. Černý (2019) advierte que el énfasis escatológico de Lacoste podría desligar la liturgia de la historia concreta y de sus demandas sociales. Pero esta observación complementa su visión, recordando que la liturgia debe transformar la historia. Así, la ER no puede ser solo mistagógica o contemplativa, también debe comprometerse con la justicia, la ecología y la vida social.
Concebir la liturgia como no lugar y presente oculto significa que la ER no es transmisión de contenidos, sino formación en la disponibilidad. Familia, catequesis y escuela deben abrir espacios de silencio, espera y hospitalidad, en los que se aprenda a recibir lo inesperado. El aula, la parroquia y el hogar se convierten en umbrales litúrgicos que ejercitan la paciencia y despiertan el asombro.
De este modo, la fenomenología de Lacoste redefine la relación entre fe, educación y comunidad: la liturgia como no lugar abre al Misterio; el presente oculto enseña a vivir el tiempo como don; la reducción teológica revela la creación a la luz del eschaton; la afectividad prepara para la hospitalidad; y la comunidad anticipa el Reino. Aplicadas a la ER, estas categorías configuran una pedagogía del don y de la disponibilidad, que permite reconocer en la familia, la escuela y la
Jean-Luc Marion critica la “intoxicación con constituciones” (Marion, 2010b, p. 142) que encuentra en Husserl, es decir, la tendencia a reducir los fenómenos solo a lo que puede definirse conceptualmente. Frente a ello, propone reconocer los fenómenos saturados: realidades que deslumbran por su exceso y que desbordan los límites de nuestra comprensión (Schrijvers, 2023). Estos fenómenos no se constituyen por la conciencia, sino que se imponen como don. Así, la experiencia de Dios aparece no como objeto, sino como acontecimiento que excede cualquier intento de explicación.
Este enfoque tiene resonancias educativas. Gary (2019) explica que Marion describe el asombro como la capacidad de reconocer fenómenos saturados, que nos sobrepasan y nos constituyen. En contraste, la educación tiende a organizar el aprendizaje en listas de estándares, lo que puede ocultar la riqueza de lo que realmente fascina a estudiantes y docentes. Por eso, la enseñanza religiosa debe cultivar el asombro y la apertura al don, evitando reducir la fe a simples contenidos.
La noción de umbral litúrgico ayuda a aplicar estas ideas a la educación religiosa. La liturgia, expresión ritual del misterio pascual, se convierte en el lugar donde enseñar deja de ser solo transmisión y se transforma en mistagogía, es decir, en iniciación gradual al Misterio (Barbosa-Neto, 2022). Como explica Codina (2009), esta iniciación implica ruptura, pruebas y nuevo nacimiento. Su finalidad no es dominar conceptos, sino disponerse al don que se recibe en la experiencia sacramental. De ahí que Barbosa-Neto (2022) afirme que la mistagogía “tiene por objeto ayudar a las personas a insertarse progresivamente en la vida de la Iglesia y en la vida cristiana cotidiana” (p. 530).
En este horizonte, la disponibilidad es clave, pues no es pasividad, sino apertura activa que reconoce los límites del conocimiento y espera el don (Santasilia, 2024). La educación religiosa puede formar en esta receptividad a través del silencio interior, la contemplación y la apertura a lo cotidiano. Loyola (2019) lo expresa así: el verdadero aprendizaje nace “de dentro, no solo de estímulos externos” (p. 30).
La lógica del don, central en Marion, cambia los fundamentos pedagógicos. Frente al esquema mérito-recompensa, la educación religiosa debe aprender a moverse en la gratuidad, según la cual lo recibido supera siempre lo esperado (Murga, 2022). Esto no anula la responsabilidad, sino que la sitúa como respuesta agradecida a un regalo previo. El educador, por tanto, testimonia que la fe no es conquista humana, sino don divino (Barbosa-Neto, 2022).
El Misterio, en esta visión, no es un límite de conocimiento, sino el horizonte que da sentido al aprendizaje. Como afirma Adetou (2024), se manifiesta precisamente como lo que excede toda comprensión. Educar en esta clave implica la docta ignorantia, una humildad que reconoce que incluso Jesús “tuvo que discernir cómo adherirse a la voluntad de Dios y ejercer su misión en las encrucijadas de la vida” (Crespo de los Bueis, 2015, p. 35).
La liturgia es el paradigma de esta pedagogía integral, ya que compromete cuerpo, mente, afectos y espíritu. No se limita a palabras, sino que integra gestos, cantos, silencios y comunidad como mediaciones del encuentro con lo sagrado (Villarreal de Alba, 2013). Esto refleja la estructura misma del fenómeno saturado, que desborda todas las categorías (Murga, 2022). Como argumenta Leikam (2015), la liturgia es al mismo tiempo epifanía del sacerdocio de Cristo ante el Padre y participación real de la Iglesia en esa acción (p. 431).
Por ello, el rito no es una rutina vacía, sino apertura a Alguien que se da en cada celebración. El educador religioso debe evitar tanto el automatismo como el racionalismo que empobrecen la experiencia. De este modo, la pedagogía litúrgica y la pedagogía de la saturación convergen: ambas parten de que el acontecimiento de la fe no puede ser reducido, solo acogido como don.
La concepción de la ER como umbral litúrgico permite reconocer la fecundidad de articular la fenomenología con las instancias concretas en las que se despliega la formación de la fe: la familia, la escuela y la catequesis. Todas ellas, con sus particularidades, pueden comprenderse como espacios formativos en los que se cultiva la interioridad, la trascendencia y la construcción de sentido a partir de lo que Francesc Torralba denomina inteligencia espiritual (2010), entendida como la capacidad de situarse ante las preguntas últimas de la existencia más allá de cualquier reducción tecnocrática o pragmática. Lejos de ser un mero recurso motivacional, esta inteligencia constituye una competencia transversal que favorece la resiliencia, potencia la autorregulación emocional y promueve una conciencia ecológica que impacta directamente tanto en el bienestar personal como en la formación integral de quienes participan en estos procesos (Alarcón y Novoa, 2025).
Ahora bien, el umbral litúrgico no se limita a reforzar esta perspectiva, sino que la profundiza desde la fenomenología. La liturgia puede describirse, con Marion (2016), como el lugar saturado de don, donde lo dado se ofrece con una gratuidad y un desborde que exceden cualquier intento de tematización conceptual. Para Marion, la lógica de la donación sustituye a la lógica de la constitución, pues el fenómeno no depende de la actividad de la conciencia, sino que se impone como exceso y gratuidad que descoloca, sorprende y transforma. Desde la lectura de Lacoste (2010), la liturgia se experimenta, como un no lugar, es decir, como un espacio en el que se suspenden las coordenadas utilitarias y funcionales de la existencia ordinaria para situar al sujeto coram Deo, expuesto al Absoluto en un régimen de aparición que desactiva toda pretensión de dominio y de control. Con Marion, el énfasis recae en la irrupción de lo dado como exceso que rebasa los marcos de la conciencia; con Lacoste, en la condición precaria del existir humano que, sostenido por la gracia, aprende a reconocer su propia vulnerabilidad y a vivirla como apertura al Misterio. De ahí que la llamada pedagogía del sentido (Alarcón y Novoa, 2025) encuentre en la pedagogía del Misterio su horizonte más profundo, pues se entiende el proceso de enseñanza de la fe como un modo de aparición en el que lo finito se abre al Infinito y donde aprender significa, ante todo, recibir.
Sobre esta base puede configurarse la arquitectura del umbral como una trama inseparable de las dimensiones simbólica, comunitaria y temporal que reubican la práctica de la ER en un nuevo horizonte. La dimensión simbólica se expresa en gestos, cantos, silencios y ritos que no son simples añadidos ornamentales, sino auténticos lenguajes pedagógicos del Misterio que median lo inefable. Su función no consiste en ilustrar conceptos, sino en hacer aparecer lo que siempre excede la comprensión conceptual, de modo que, en clave marioniana, estos lenguajes funcionan como íconos de lo saturado y suscitan una respuesta de asombro que suspende la economía utilitaria del aula y de la vida cotidiana. La dimensión comunitaria, por su parte, evita que la espiritualidad se reduzca a intimismo o refugio subjetivo y la reubica como experiencia de hospitalidad, diálogo y comunión. En el contexto escolar, por ejemplo, comprender la ER como umbral significa transformar el aula en un espacio de apertura recíproca en el que la diversidad cultural y religiosa se reconoce mutuamente y participa de un mismo clima de confianza, algo que ya comienza a esbozarse en las regulaciones y orientaciones curriculares de la educación religiosa escolar chilena (Muena, 2024). De este modo, la comunidad no se define por la utilidad ni por el consenso, sino por la hospitalidad compartida ante un Misterio que convoca y desborda a todos por igual. Finalmente, la dimensión temporal introduce en el espacio formativo la lógica del kairós, la experiencia de un presente cualitativo que irrumpe en la cronología y anticipa el futuro como don, rehaciendo el tiempo en clave de espera, contemplación y gratitud (Lacoste, 2010; Turcan, 2024). No se trata de un tiempo puramente simbólico o retórico, sino de una temporalidad que forma al sujeto en la disposición de su deseo y en la apertura a aquello que no controla ni anticipa.
La inteligencia espiritual y el umbral litúrgico se esclarecen mutuamente cuando se distinguen sus estatutos. La primera designa la capacidad subjetiva de apertura al sentido y de interpelación por las cuestiones radicales de la vida, mientras que el segundo nombra el espacio objetivo donde esa apertura se ejercita, se prueba y se educa. En la liturgia, entendida a la vez como acontecimiento saturado y como no lugar de exposición coram Deo, las preguntas últimas encuentran su lugar pedagógico más fecundo. Desde esta perspectiva, la ER se profundiza como pedagogía mistagógica: el estudiante o el catequizando no es simplemente informado sobre contenidos religiosos, sino introducido gradual y responsablemente a habitar el Misterio celebrado y a discernir sus resonancias en la propia biografía.
Este horizonte tiene consecuencias directas en la figura del educador, que deja de concebirse como transmisor de contenidos o como animador de experiencias afectivas para asumir la forma del mistagogo: aquel que introduce en el Misterio a través de símbolos, relatos y gestos que no clausuran la verdad, sino que se abren a ella. Tal función exige una doble competencia: de un lado, la familiaridad personal con la experiencia orante, que confiere una autoridad existencial no reducible a títulos o metodologías; de otro, la capacidad de generar mediaciones que respeten la gratuidad del don sin manipularlo ni instrumentalizarlo. De ahí que la inteligencia espiritual pueda articularse con el proyecto vital de los estudiantes y con su apertura al otro y al Misterio, como ha señalado Pocasangre (2024), evitando que la ER se reduzca a mera instrucción doctrinal o a simple animación emocional.
Las mediaciones pedagógicas que hacen posible el paso por el umbral no son recursos decorativos, sino verdaderos lugares de formación. El silencio, tanto interior como exterior, deja de ser técnica de higiene emocional para convertirse en escuela de disponibilidad radical, en la que la persona aprende a dejarse afectar por aquello que excede sus categorías (Santasilia, 2024). La oración y la contemplación, lejos de entenderse como ejercicios secundarios, reconfiguran la percepción y reinstalan un régimen de atención que la hiperactividad contemporánea erosiona de manera constante. El arte y la música, en este mismo sentido, no funcionan como motivadores efímeros, sino como lenguajes icónicos de lo saturado, capaces de hospedar lo indecible y de activar la imaginación espiritual (Marion, 2010a). Incluso los proyectos de servicio pueden adquirir una densidad sacramental, en cuanto la donación recibida en la liturgia se prolonga en un ethos comunitario de cuidado y responsabilidad compartidos. Todo esto configura una liturgia cotidiana en los espacios formativos, que convierte el aprendizaje en acontecimiento y en don.
En el corazón de esta propuesta se encuentra el asombro, reconocido desde Aristóteles como el origen del filosofar y aquí asumido como umbral pedagógico de la ER. El asombro despierta las preguntas últimas y abre a la trascendencia (Gómez Villalba, 2014), constituye la respuesta adecuada al fenómeno que se da en exceso (Marion, 2010a) y se intensifica como conciencia de exposición coram Deo en la que el sujeto aprende a sostener la irrupción de lo que no puede poseer (Lacoste, 2010). Educar en el asombro significa, entonces, formar en la lógica del don que desborda y en la ética de la exposición que descentra: aprender a ver sin dominar, a recibir sin absorber, a esperar sin desesperar. Unido al asombro, el reconocimiento de la fragilidad adquiere un espesor mistagógico que induce a habitar la finitud no como condena, sino como apertura a la esperanza escatológica. Con Marion, esta fragilidad se entiende como disponibilidad al don, mientras que con Lacoste se vive como existencia expuesta a una gracia que revela en la vulnerabilidad un lugar privilegiado de manifestación del Misterio.
Los frutos formativos de esta arquitectura no se limitan a la resiliencia o a la interioridad personal, sino que se extienden hacia una conciencia ética y una sensibilidad ecológica ancladas en la experiencia de la creación como don, así como a un compromiso comunitario que brota de la hospitalidad y del cuidado compartido. Lo que la pedagogía del sentido describe como proyectos de vida significativos y práctica solidaria (Alarcón y Novoa, 2025) adquiere aquí densidad teológica: el cuidado del otro y de la “casa común” no se reducen a valores, sino que se viven como anticipaciones sacramentales de un Reino celebrado y esperado. En este sentido, la evaluación de la ER no puede quedar reducida a estándares cognitivos o métricas de rendimiento cuantitativo. Lo que se requiere son criterios cualitativos que permitan reconocer itinerarios de sentido, experiencias de asombro, maduración de la interioridad y apertura comunitaria. Evaluar, en este contexto, no significa objetivar lo inefable, sino dar testimonio de los frutos de una pedagogía que acompaña la disponibilidad y la hospitalidad. Aquí, la evaluación se convierte en discernimiento, lectura hermenéutica de gestos, palabras y procesos mediante los cuales el Misterio ha sido acogido y ha comenzado a transformar la vida de las personas.
Concebir la ER como umbral litúrgico no implica añadir un lenguaje piadoso a un discurso ya dado, sino reconfigurar desde sus cimientos la gramática misma de la pedagogía: el símbolo como mediación real del Misterio (Berzosa Martínez, 2019), la comunidad como hospitalidad participativa (Muena y Fernández, 2024), el tiempo como kairós formativo (Lacoste, 2010), el educador como mistagogo y las prácticas de silencio, contemplación, arte y servicio como instancias en que la inteligencia espiritual alcanza su plenitud (Gómez Villalba, 2014; Santasilia, 2024). En este horizonte, la pedagogía puede describirse, sin exageración, como pedagogía del Misterio: no se trata únicamente de cultivar la inteligencia espiritual, sino de dejarla habitar por el don que la excede, de modo que los espacios de la familia, la comunidad eclesial y la escuela se conviertan efectivamente en umbrales en que lo humano se abre a Dios.
Comprender la ER como pedagogía del Misterio exige trasladar, con rigor conceptual y prudencia práctica, el doble movimiento que la fenomenología acontecial ha tematizado: por una parte, la suspensión de la lógica del dominio para permitir que el fenómeno se ofrezca como don (Murga, 2022), exceso que no cabe en categorías previas; y, por otra, la experiencia de un tiempo cualitativo en el que la vida se abre a la gratuidad. En clave marioniana, hablar de fenómeno saturado significa reconocer que el aparecer rebasa toda tematización y reclama acogida antes que control (Santasilia, 2024); en clave lacostiana, la liturgia como no lugar y presente oculto introduce un régimen de experiencia que interrumpe la familiaridad del mundo y dispone a vivir coram Deo (Gschwandtner, 2024). Traducido pedagógicamente, ese binomio don-kairós reordena la gramática formativa en la familia, la catequesis y la escuela; la pedagogía del Misterio trata de formar disposiciones estables de atención, hospitalidad y discernimiento que hagan posible la recepción de lo que se da.
En la familia, primer umbral de la ER, el Misterio se hospeda en gestos ordinarios —la bendición, la memoria, el perdón, la gratitud— que interrumpen la economía utilitaria del día y educan una forma distinta de atención a lo real. Sin embargo, este horizonte se enfrenta hoy a la desestructuración de los vínculos familiares y a la dificultad creciente que experimentan muchas familias para encontrarse, dialogar y compartir las preguntas esenciales de la existencia y la fe. La fenomenología del kairós ayuda a comprender que estos gestos no son simples costumbres, sino que constituyen un tiempo prestado que ensancha la percepción y entrena en la disponibilidad, haciendo que los vínculos familiares funcionen como una auténtica escuela de hospitalidad. El magisterio de la Iglesia ha insistido en que la vida litúrgica no se limita al templo, sino que configura un estilo doméstico de oración, escucha y cuidado, con un alcance comunitario y ético verificable (Martínez, 2024). En esta perspectiva, san Juan Pablo II subrayó que la familia es iglesia doméstica, donde la fe se transmite de modo vital a través de la oración en común, la educación moral y el testimonio cotidiano de la caridad, convirtiéndose así en el primer lugar de evangelización y de iniciación cristiana (Familiaris consortio, 1981, #21).
De este modo, la educación del hogar no persigue resultados inmediatos, sino que acompaña procesos, registra pequeñas epifanías y transforma hábitos —la piedad, el servicio cotidiano, la reconciliación— que, justamente por su reiteración, establecen un piso mistagógico capaz de sostener toda la vida. En la experiencia familiar se aprende a integrar fe y vida, de manera que la oración y la celebración se convierten en fuente de unidad y de misión, y los gestos más sencillos adquieren un valor sacramental que abre al misterio de Dios y a la comunión eclesial (FC, 1981, #60-61).
En la catequesis, concebida como segundo umbral, la traducción del Misterio adopta una forma explícitamente inicial. Iniciar no equivale a instruir ni a emocionar, sino a conducir hacia el signo que remite más allá de sí mismo, ensayando pasajes, pruebas, ritmos y mediaciones comunitarias (Codina, 2009). De ahí la centralidad del catequista como mistagogo: alguien que introduce en el símbolo y en la narración común sin clausurar su sentido, vinculando Palabra, rito y vida, y evitando tanto el automatismo ritual como la explicación reductora que vacía la experiencia. Esta visión es coherente con las Orientaciones para renovar la catequesis de iniciación cristiana en Chile, que destacan la necesidad de un proceso gradual y comunitario, en el cual la experiencia litúrgica y celebrativa es la fuente que introduce progresivamente en el misterio de Cristo y en la vida eclesial (CECh, 2025).
En clave fenomenológica, esta iniciación se apoya en la primacía del don: no se produce la fe, sino que se dispone el corazón a recibirla; no se agota el signo, sino que se lo habita; no se reduce el Misterio, sino que se lo acompaña. El Directorio general para la catequesis confirma este horizonte al afirmar que la finalidad última de la catequesis es poner a la persona en comunión con Jesucristo, y que para ello debe articular una pedagogía mistagógica que integre Palabra, celebración y vida (DC, 2020, #80). Desde esta perspectiva, la catequesis se entiende como un proceso de fe que se evalúa en la calidad de los testimonios, en las decisiones libres y en los hábitos de vida cristiana, más que en la simple memorización, sin perder por ello el rigor ni la objetividad de los criterios (Codina, 2009).
La escuela, tercer umbral de la ER, se configura como un espacio pedagógico singular en el que confluyen la interioridad, la trascendencia y el diálogo entre fe, cultura y vida (CECh, 2020, pp. 18-21). Esta propuesta supera la lógica meramente instructiva y transmite la convicción de que la dimensión espiritual constituye un eje vertebrador de la formación integral del estudiante. En este sentido, la clase de Religión se afirma no solo como un ámbito de transmisión de contenidos, sino como un lugar de acompañamiento existencial, donde los estudiantes pueden explorar sus preguntas de sentido, elaborar un proyecto vital y abrirse a la experiencia trascendente. El desafío pedagógico radica, entonces, en diseñar estrategias que acojan esta búsqueda y que promuevan una auténtica experiencia formativa, capaz de integrar la razón, la emoción y la fe en una visión unitaria de la existencia.
La incorporación explícita de la inteligencia espiritual refuerza esta perspectiva, al entenderla como la capacidad de articular sentido, discernimiento y apertura al Misterio, ofreciendo recursos para afrontar los retos personales y colectivos de la existencia (Alarcón y Novoa, 2025). De este modo, la clase de Religión puede convertirse en un laboratorio mistagógico, en el que el estudiante no solo adquiere conocimientos sobre la tradición cristiana, sino que también encuentra recursos para habitar con esperanza y responsabilidad un mundo plural y complejo. Esta visión responde, al mismo tiempo, a la necesidad de una pedagogía humanizadora, que trascienda lo cognitivo y abra a horizontes de vida plena.
Ahora bien, una propuesta de este tipo debe tomar en serio las objeciones. La acusación de escapismo escatológico ha sido formulada con fuerza en la discusión fenomenológica: si todo se juega en la anticipación del eschaton, ¿qué lugar queda para la transformación histórica? La respuesta más fecunda no es defensiva, sino integradora: la fenomenología del don no niega la historia, sino que la ilumina desde una responsabilidad intensificada —el kairós abre tiempo para el cuidado—. Diversos trabajos han articulado fenomenología y compromiso liberador para evitar el repliegue espiritualista (Restrepo, 2010). A la crítica de teologización de la fenomenología (Janicaud, 2000), la discusión contemporánea ha mostrado que tanto la categoría de don como el estatuto del fenómeno saturado pueden argumentarse filosóficamente sin apelar a premisas confesionales (Murga, 2022; Moreno-Márquez, 2024), y que incluso las lecturas más exigentes del fenómeno eucarístico han sido matizadas para resituarlo en su espesor comunitario (Gschwandtner, 2024). De igual modo, el temor al ritualismo se disipa cuando se distingue entre celebración sacramental y alfabetización simbólica: lo primero corresponde a la comunidad creyente; lo segundo, a una escuela del signo, del silencio y del relato que toda persona puede habitar.
En este contexto, una pedagogía del Misterio sólidamente anclada en la fenomenología posibilita una comprensión integral de la ER: la familia hospeda el don en la vida ordinaria —forjando hábitos de atención, memoria y cuidado—; la catequesis inicia y madura —conduciendo los símbolos y los relatos hacia la vida y consolidando una disponibilidad que integra rito y ética—; la escuela, por su parte, ejercita competencias transferibles —tiempos cualitativos, alfabetización simbólica, diálogo informado y evaluación narrativa—. Esta sinergia no diluye identidades, sino que las ordena alrededor del aparecer mismo, cuidando que el exceso no sea neutralizado por el tecnicismo ni disuelto en intimismo. La fenomenología de la donación de Marion y de la liturgia de Lacoste aporta la gramática para ese cuidado. El resultado de la pedagogía del Misterio puede ser un itinerario formativo en el que el don puede aparecer, el kairós encontrar su ritmo y la vida común convertirse —en casa, en la comunidad y en la escuela— en un umbral donde lo humano aprende a abrirse al Otro.
La reflexión desarrollada permite afirmar que la categoría de umbral litúrgico constituye una clave hermenéutica fecunda para repensar la ER. Frente a los riesgos de su reducción a función escolar o a un mero cúmulo de contenidos, la educación de la fe aparece aquí como un proceso integral que involucra la totalidad de la existencia y se despliega en distintos ámbitos fundamentales: la familia, la catequesis y la escuela. Estos espacios, lejos de ser secundarios, conforman mediaciones insustituibles para el encuentro con el misterio cristiano y ofrecen horizontes formativos donde la fenomenología aporta una densidad interpretativa imprescindible.
En la familia se da el primer y más decisivo umbral. Reconocida por el magisterio de la Iglesia como iglesia doméstica, es el lugar en que la fe se transmite en gestos sencillos pero significativos: la oración compartida, la bendición antes de dormir, la memoria de los difuntos, la caridad cotidiana. Como recuerda Familiaris consortio, la familia es el lugar donde el Evangelio se transmite y desde donde se irradia (FC, #52). En clave fenomenológica, estos gestos pueden comprenderse como instantes de presente oculto (Lacoste, 2010), en los cuales lo eterno irrumpe en lo cotidiano y transforma la rutina doméstica en un auténtico umbral litúrgico.
La catequesis constituye un segundo umbral, en el que la fe madura mediante un proceso de iniciación mistagógica. El Directorio para la catequesis (2020) subraya que este proceso debe conducir desde los signos hacia el Misterio, introduciendo progresivamente en la vida cristiana. Barbosa-Neto (2022) explica que su finalidad es ayudar a las personas a integrarse tanto en la vida de la Iglesia como en la vida cotidiana. De este modo, la comunidad eclesial se convierte en espacio privilegiado de fraternidad y hospitalidad, donde la catequesis prolonga la liturgia en la existencia concreta, enseñando a vivir coram Deo y anticipando la comunión escatológica.
La escuela, finalmente, representa el umbral más desafiante, pues se desarrolla en contextos de secularización y pluralismo. En este ámbito, la fe no puede quedar en un saber abstracto ni en un conjunto de valores difusos, sino que debe abrirse al diálogo entre fe y razón, tradición y cultura, revelación e innovación. Entendida como umbral litúrgico, la clase de Religión puede convertirse en un espacio de asombro y contemplación, donde los estudiantes ejerciten la escucha, el silencio y la pregunta por el sentido último de la vida. Como señala Torralba (2010), se trata de cultivar la inteligencia espiritual, competencia transversal que permite reconocer lo esencial, abrirse al otro y afrontar con esperanza los desafíos de la existencia.
Estas tres mediaciones muestran que la ER alcanza su plenitud cuando se entiende como un itinerario integral que acompaña el crecimiento personal y abre al misterio de Dios. No se trata de procesos aislados, sino de umbrales complementarios que permiten que la fe sea transmitida, celebrada y reflexionada en toda su riqueza. La fenomenología ilumina esta tarea con categorías decisivas; con Marion (2010a), se recuerda que el don excede toda pretensión de control, lo que corrige pedagogías centradas solo en estándares; y con Lacoste (Turcan, 2024), se reconoce que el tiempo educativo debe abrirse al kairós, donde la eternidad se anticipa en el presente.
En términos prácticos, esta propuesta ofrece orientaciones concretas. Para las familias, redescubrir los gestos sencillos como liturgia cotidiana que hospeda el don en la vida ordinaria. Para los catequistas, priorizar procesos mistagógicos que integren Palabra, ritualidad y vida, evitando reduccionismos. Para los educadores, transformar el aula en un laboratorio mistagógico donde se cultiven el silencio, el asombro y el diálogo.
La ER, concebida como umbral litúrgico, se define, entonces, como una pedagogía del Misterio, del don y del asombro. No se limita a transmitir contenidos ni a suscitar emociones, sino que forma actitudes fundamentales: la disponibilidad que acoge lo que excede, la hospitalidad que se abre al otro y la interioridad que se deja interpelar por el silencio.
Ahora bien, esta propuesta también tiene límites. Hasta ahora nos hemos centrado en un análisis teórico-hermenéutico, pero esta limitación nos ofrece la posibilidad de pensar futuras investigaciones que podrían estudiar cómo estas categorías se aplican en experiencias concretas de enseñanza religiosa escolar. Sería relevante, por ejemplo, explorar la recepción de la pedagogía mistagógica en comunidades eclesiales y familias o vincular este enfoque con la investigación interdisciplinar en pedagogía, psicología y otras áreas afines.
En síntesis, el umbral litúrgico se presenta como una categoría indispensable. Nos recuerda que la ER no se mide solo por lo que enseña, sino por lo que hospeda, la gratuidad, la comunión y la trascendencia. Así, la educación de la fe conserva su vocación más profunda: ser lugar de donación y de encuentro, espacio en el que lo humano se abre al misterio de Dios y responde con asombro, apertura y esperanza.
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