Revista de Educación Religiosa, volumen III, nº 4, 2025
DOI 10.38123/rer.v3i4.652
María Marcela Mazzini  ![]()
mmazzini@uca.edu.ar
Pontificia Universidad Católica Argentina
"Una palabra tuya bastará para sanarme
Mt 8:8
Resumen
El objetivo de este artículo es profundizar en la comprensión de la “conversación en el Espíritu” como un espacio transformador y sanador. El texto busca expandir la reflexión sobre el poder sanador inherente a la conversación, en general, y a la conversación en el Espíritu, en particular. Para ello, se recurre a los aportes de diversos autores, principalmente del ámbito teológico, con el fin de identificar elementos que mejoren la calidad de los encuentros mediados por la palabra y el silencio.
La conversación en el Espíritu, entendida como una experiencia compartida de discernimiento, se presenta como un instrumento esencial para la misión sanadora de la Iglesia en el mundo actual. Profundizar en ella como camino de sanación espiritual significa reconocer y potenciar su incidencia pedagógica.
Palabras clave: conversación en el Espíritu, sanación, escucha, espiritualidad cristiana, formación
Abstract
The aim of this article is to deepen the understanding of "conversation in the Spirit" as a transformative and healing space. The text seeks to expand reflection on the healing power inherent in conversation in general and conversation in the Spirit in particular. To achieve this, the article draws on contributions from various authors, primarily in the theological field, to identify elements that enhance the quality of encounters mediated by word and silence. Conversation in the Spirit, understood as a shared experience of discernment, is presented as an essential instrument for the Church's healing mission in the contemporary world. Engaging in conversation as a path to spiritual healing enhances its pedagogical impact.
Keywords: conversation in the Spirit, healing, listening, synodality, Christian spirituality, formation
El proceso sinodal iniciado en la Iglesia desde 2021 nos propuso como método la conversación espiritual. En las páginas que siguen se reflexionará sobre este tema, profundizando en el poder transformador y sanador de la conversación en general y, de manera particular, de la conversación en el Espíritu, sobre la base del aporte de varios autores —principalmente del ámbito teológico, aunque no exclusivamente—, con el propósito de identificar elementos que fortalezcan la calidad de los encuentros mediados por la palabra y el silencio.
Presentamos aquí un texto de tipo ensayístico-reflexivo orientado a profundizar en el poder sanador de la palabra y de la conversación, inspirado en el pasaje evangélico de Mt 8; 8, que sirve de epígrafe a este trabajo. Consideramos que este tema es muy importante tanto para la educación de las jóvenes generaciones en los distintos niveles como también para la formación continua que queremos ofrecer en los ámbitos eclesiales. Resulta fundamental reflexionar sobre esta cuestión para promover una comunicación que vitalice nuestras comunidades de fe y genere ambientes saludables, especialmente en los espacios catequísticos y en la capacitación de educadores católicos.
El Papa Francisco, en Evangelii gaudium, enmarca la escucha y la conversación dentro del proceso de acompañamiento:
La Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos —sacerdotes, religiosos y laicos— en este “arte del acompañamiento”, para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5). Tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo sanador de projimidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana. […]
Más que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu, para cuidar entre todos a las ovejas que se nos confían de los lobos que intentan disgregar el rebaño. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores. Solo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida. (EG, §169.171)
Se trata, entonces, de un contexto sagrado en el que la escucha atenta y delicada constituye el comienzo de un proceso de sanación interior. En la conversación en el Espíritu, promovida por la Iglesia en el actual tiempo sinodal, la escucha tiene un rol central. Esta práctica es “una experiencia espiritual, en la que el hablar y el escuchar buscan que el Espíritu Santo sea el verdadero protagonista” (Guerrero y López, 2023, pp. 9-11). Más que un método, se trata de un camino de escucha profunda de Dios y de los hermanos: escucha mutua y escucha de la voz del Espíritu en el corazón; escucha abierta y vulnerable para que Dios pueda actuar en nosotros a partir de lo que dice una hermana o un hermano. Cuando permanecemos aferrados a nuestras propias ideas no hay verdadera conversación, ni auténtica apertura al Espíritu. En cambio, cuando los interlocutores se vacían de prejuicios y se abren al Espíritu, la comunión se enriquece y se vuelve más profunda y genuina.
Escuchar ayuda a sanar heridas: la persona que es escuchada con amor y respeto experimenta su valor y alivia la carga de sus heridas; la comunidad que dialoga de este modo supera tensiones y alcanza mayor unidad. Al acoger con nuestra escucha la diversidad, superamos la incomunicación, la polarización y la desconfianza, promoviendo así la reconciliación. Escucharnos unos a otros constituye, además, el primer gesto de coherencia que manifiesta nuestra disposición a escuchar al Espíritu del Señor, el sanador de nuestras heridas, tal como rezamos en la secuencia al Espíritu Santo.
Dice Mariano Sigman (2022) que nada transforma tanto el pensamiento como una conversación (p. 168), siempre que esa conversación sea buena, vale decir, que cumpla ciertos requisitos. ¿Cuáles serían esos requisitos? Para describir una buena conversación, Sigman recurre al arte de conversar de los filósofos griegos —en particular, Platón—, pero se detiene en los aportes de Michel de Montaigne (1533-1592), quien en su momento señaló que se había perdido la buena conversación como laboratorio principal de ideas. Sigman rescata los principios del arte de conversar según Montaigne:
No ofenderse con el que piensa distinto y abrazar a quien nos contradice. No hablar para convencer, sino para disfrutar. Apreciar el ejercicio del razonamiento. Hablar desde la voz propia y no de una repetición enciclopédica de citas. Dudar de uno mismo y recordar que siempre podemos estar equivocados. Usar la conversación como un espacio vital para juzgar nuestras propias ideas. Valorar las ideas solo por el impacto que causan cuando las ponemos en práctica, igual que respetamos a un cirujano por sus operaciones o a un músico por su concierto. Conservar un pensamiento crítico vivo. No confundir lo bello con lo cierto. Evitar prejuicios, distinguiendo atentamente los ejemplos concretos de las generalizaciones. Encontrar el buen orden de nuestras ideas y revisar cuidadosamente nuestros argumentos. Reflexionar sobre lo que aprendimos del otro en la conversación. (Sigman, 2022, p. 63)
Estos principios son tan claros y evidentes como difíciles de encontrar en las conversaciones contemporáneas. Diversos factores inciden en el hecho de que no se lleven a la práctica: la rapidez de la vida cotidiana, que se refleja en nuestros intercambios; la falta de formación para la escucha; un cierto imperativo por demostrar que tenemos razón; la rigidez en los posicionamientos; o la interpretación de la conversación como un enfrentamiento para imponerse. Entre estos factores, vale la pena detenerse en uno: la escasa valoración que se le da a la conversación como herramienta de comunicación, esclarecimiento y aprendizaje. Ver a un par de personas conversando suele asociarse a una pérdida de tiempo; conversar se percibe como lo opuesto a hacer; y el “no hacer” es muy mal visto en la “sociedad del cansancio”, para usar la conocida expresión de Byung-Chul Han (2016). Posiblemente, si se experimentara la capacidad transformadora de una buena conversación, cambiaríamos de idea.
Cabe precisar que, al hablar de conversación en el Espíritu en este texto nos referimos tanto al método sinodal de la conversación —con las conocidas tres rondas, tal como se llevó adelante en las recientes sesiones en Roma y en las diócesis que lo implementaron—, como también a la conversación espiritual en sentido amplio. Esta última se entiende como diálogo de discernimiento, un coloquio o intercambio entre “dos o más reunidos en su Nombre” (Cf. Mt 18:20), que buscan la voluntad de Dios para sus vidas personales y comunitarias.
Reflexionar sobre este proceso lleva a pensar sobre las conversaciones en los diversos ámbitos eclesiales y seculares, así como en las causas de sus éxitos y fracasos. Tendemos a pensar que una conversación de este tipo debería ser sanadora; y en cuanto sirve al discernimiento espiritual, lo es. Sin embargo, podemos dar un paso más y plantearnos: ¿hasta qué punto ayudan a transformarnos? ¿Nos invitan a pensar y a aprender unos de otros? ¿Nos ayudan a sanar interiormente? Posiblemente podamos dar respuesta a estas preguntas abordando este tema en una doble dirección: reflexionando sobre la conversación como medio de esclarecimiento, aprendizaje y sanación tanto desde el punto de vista de las ciencias humanas y sociales, como de la tradición espiritual de la Iglesia. A continuación, desarrollaremos algunos de estos aspectos, conscientes de que no es posible abarcarlo todo.
Para ponernos en contexto, recordamos el libro de Sigman (2022) antes citado, que evidencia el poder de las palabras desde el enfoque neurocientífico. Mucho antes, Freud nos enseñó que hablar, sana. El padre del psicoanálisis desarrolló la idea de la sanación por la palabra en varios de sus textos, siendo Estudios sobre la histeria (1895), escrito junto con Josef Breuer, el más conocido. En esta obra, los autores presentan el método catártico, según el cual la expresión verbal de los recuerdos y emociones reprimidas puede aliviar los síntomas neuróticos. Freud profundizó esta idea a lo largo de sus escritos, especialmente en La interpretación de los sueños (1900) y Psicopatología de la vida cotidiana (1901), en las que analiza cómo la verbalización de pensamientos inconscientes contribuye a la salud mental. Sin dudas, esta idea es la base del psicoanálisis, donde la “cura por la palabra” permite al paciente hacer consciente lo inconsciente y resolver conflictos internos. Incluso la adicción puede interpretarse como expresión de lo no dicho que se transforma en problema y patología.1
Hay abundante evidencia teórica sobre el tema, pero también está la experiencia personal y empírica. Todos recordamos, en nuestras historias de vida, palabras demoledoras y palabras que nos devolvieron la vida o la esperanza. Estas conversaciones, además, suelen ser inolvidables y muchas veces ejercen tanto fuertes condicionamientos como efectos sanadores a lo largo de la existencia.
Ciertamente, las palabras de Jesús eran sanadoras, aunque a veces el lenguaje resultara duro o difícil para el interlocutor (Cf. Jn 6:60). Quienes se abrían con fe a su persona y mensaje —como el centurión de la cita que sirve como epígrafe a este texto y que usamos en la liturgia de la misa—, descubrían que su palabra era verdaderamente sanadora.
Elisa Estévez López (2018) se refiere a estos diálogos presentes en el Evangelio en los que Jesús cura por medio de la Palabra. Son diálogos que dan lugar al pedido y a la historia de las personas, en los que Jesús se acerca, escucha, establece comunión y recién entonces habla, dice las palabras que finalmente curan (pp. 216-219).
Quienes se dedican al estudio bíblico suelen enfatizar la importancia de no identificar de modo inmediato lo que está expresamente contenido en la Sagrada Escritura:
En el caso del NT, el mayor riesgo que se corre, si no se cuenta con este antecedente, es identificar erróneamente todos los diálogos de Jesús como conversaciones en el Espíritu orientadas a realizar una elección según la voluntad de Dios, cuando realmente no lo son. (Schultz-Eleuterio, 2024, p. 68).
Lo recuerdo aquí porque es muy importante no hacerle decir al texto sagrado algo que no dice. El Evangelio tampoco utiliza el término “sanadoras” en estas conversaciones, pero las describe, y cuando las leemos podemos reconocerlas como tales. La conversación paradigmática es la del camino de Emaús (Lc 24:13-35), a la que muchas veces se hace referencia cuando se habla de conversación en el Espíritu.
Isidor Baumgartner, un referente en psicología pastoral, propone este pasaje como emblema de la pastoral salvífica y curativa. Jesús recorre el camino con sus discípulos hacia Emaús, en un relato con un simbolismo evidente que Lucas emplea para representar un itinerario interior (Mazzini, 2013, 2015). Baumgartner (1997) lo describe como un proceso o trabajo “kairológico”, interpretando en la perícopa de Emaús el método que Jesús utiliza, en el que reconoce cuatro pasos o etapas:
A la crisis que le plantean los discípulos de Emaús, el resucitado responde con su cercanía (koinonía), su servicio (diakonía), su testimonio (martyria) y su capacidad de celebrar (liturgia). El autor sostiene que la Iglesia necesita maestros capaces de guiar en este camino interior, simbolizado en Emaús, así como también diversos métodos que permitan el acompañamiento curativo a lo largo de dicho itinerario. A cada una de sus fases le corresponde, por tanto, un método de acompañamiento.
En otro nivel de lectura, los temas de la narración giran en torno a la cuestión fundamental de la pastoral: cómo acompañar a las personas que nos necesitan, conduciéndolas desde la ceguera y la tristeza hasta la experiencia curativa del encuentro con el Señor. La conclusión que establece Baumgartner es clara: para que se dé un auténtico consejo espiritual cristiano —o, en este contexto, una conversación sanadora—, según el itinerario de Emaús, este debe recorrer todas sus etapas: ha de ser comunional, diáconico-servicial, testimonial en su sentido amplio y profundo, y, finalmente, celebrativo, capaz de expresarse en la liturgia.
Luego del análisis del texto, Baumgartner coteja sus conceptos con la realidad y se pregunta si existen experiencias de consejo espiritual que puedan confirmar estos pasos “curativos” del camino de Emaús, es decir, si las personas verdaderamente se curan siguiendo la secuencia de koinonía, diakonía, martyria y liturgia. Y no solo confirma sus apreciaciones a la luz del estudio de casos (Baumgartner, 1997, pp. 127-145), sino que las enriquece, profundizando en la significación de cada una de estas instancias de acompañamiento. En definitiva, encontrarse a sí mismo, reconocer a Dios y reintegrarse en la comunidad constituyen las metas últimas de una pastoral curativa2.
El diálogo entre Jesús y la mujer siro-fenicia (Mc 7:24-30) es otro ejemplo paradigmático de sanación por la palabra. Después de una primera actitud reticente, Jesús, conmovido por la súplica, se implica y concede lo que ella le solicita. La mujer es la primera en atravesar las barreras culturales; Jesús, por su parte, modifica su postura inicial. En ese encuentro se produce un verdadero proceso comunicativo: ambos se reconocen, dialogan, se entienden y generan un aprendizaje que, gracias al relato del evangelista, trasciende y llega hasta nosotros. En términos de Montaigne, han tenido una excelente conversación.
Todo diálogo pastoral, toda comunicación que anuncie el Evangelio, debería ser una conversación sanadora, es decir, una conversación en el Espíritu, al menos en el sentido de que debe ofrecer claridad interior, iluminar las circunstancias vitales e indicar el horizonte en el que podemos encontrarnos con el Señor.
Anteriormente hemos mencionado a pensadores que se refieren al poder sanador de la conversación. Entendemos por sanación un proceso en el que recuperamos la integridad personal. Podemos decir que no son las enfermedades las que se curan, sino las personas quienes se sanan. Porque sanar-se implica atravesar un proceso de transformación interior que permite al sujeto empoderase, afirmar su identidad y fortalecer su trama vincular, alcanzando como consecuencia un estado de bienestar subjetivo.
A grandes rasgos, una conversación sanadora es un intercambio orientado a afirmar a las personas, enriquecerlas, otorgarles autonomía y abrirles nuevos horizontes: una conversación transformadora en el sentido más positivo y genuino de la palabra.
En la antigüedad, no solo filósofos —como Platón y Aristóteles— recurrieron a la conversación como método de conocimiento y aprendizaje. Los maestros espirituales cristianos de los primeros siglos también concibieron la conversación como forma de esclarecimiento espiritual. Un caso paradigmático es el de Juan Casiano, monje nacido a mediados del siglo IV junto al mar Negro, discípulo de san Juan Crisóstomo, quien a los veinte años ingresó en un monasterio en Belén, fue ordenado presbítero en Roma en el 404 y, posteriormente, fundó dos monasterios en Marsella. Entre 420 y 428 escribió sus dos obras más conocidas: las Instituciones cenobíticas y las Conferencias o Colaciones. Casiano es considerado uno de los autores más influyentes de la antigüedad cristiana. Sus Colaciones son un conjunto de veinticuatro diálogos sobre temas espirituales, en los que intercambia ideas con quince maestros o figuras espirituales que posiblemente conoció en el desierto. Estas conversaciones son, en gran parte, retóricas o simbólicas. El interlocutor frecuente es Germán, su amigo y compañero en el desierto, aunque, en ocasiones, es el mismo Casiano. El número de conversaciones, veinticuatro —dos veces doce—, es simbólico y se distribuye en tres series (Casiano, 2023).
Las Colaciones describen el proceso interior del monje, considerando que el fin inmediato de la vida monástica es la pureza de corazón y el fin mediato, el Reino de los cielos. Los temas de estas conversaciones giran en torno a la consecución de ambos objetivos. Las Colaciones resultan novedosas como género literario, ya que en tiempos de Casiano había numerosas descripciones de la vida monástica, o instrucciones espirituales, pero ninguna con un formato conversacional, pese a que este era el modo más común de aprendizaje de los monjes: el contacto y el diálogo con un maestro espiritual.
A lo largo de la historia de la espiritualidad cristiana muchos otros maestros también recurrieron a la conversación como método mistagógico, pero aquí sería demasiado largo enumerarlos y describir las variantes de sus diálogos. Vamos a citar dos autores que abordan este tema contemporáneamente, provenientes de dos ámbitos distintos de la fe cristiana.
Hace cincuenta años, Francisco Jalics (1927-2021), sacerdote jesuita germano-húngaro y reconocido autor de textos espirituales, propuso la conversación como instrumento para la conducción de encuentros pastorales. Estudió filosofía en Bélgica y enseñó teología dogmática en Chile y Argentina hasta 1977. Centrándose en el desarrollo de la persona y adaptando el método de terapia por la conversación (counseling) de Carl Rogers (2011) a la conversación pastoral, Jalics destaca la escucha activa como medio para promover la autonomía y el crecimiento de los interlocutores. Afirma que a las personas solo les resultan útiles las respuestas que encuentran por sí mismas; por ello, es necesario fomentar la autonomía mediante una seguridad auténtica y la confianza personal, facilitando una escucha empática3.
Las actitudes que favorecen que el otro se exprese y alcance autonomía incluyen aspectos tales como mantener una simetría moral (no sentirse superior); participar de la experiencia de la persona (ver el mundo desde su perspectiva); comunicarse con autenticidad y contar con madurez emocional suficiente para involucrarse en la experiencia del otro sin intentar manipularla. Por lo tanto, en este tipo de conversaciones es conveniente prescindir de los prejuicios o juicios, no interpretar lo que se nos confía, no indagar sobre lo que la persona no expresa, y no ofrecer consejos directos, sino más bien ayudar a que nuestro interlocutor pueda responder a las interrogantes o dudas que plantea. Una conversación así es un espacio que facilita al participante en el diálogo pastoral el descubrimiento de las propias respuestas y soluciones, las únicas que en definitiva le ofrecen sentido a su vida.
Andrew Miller, sacerdote ordenado de la Celtic-Rite Old Catholic Church, excapellán del Hospital de Kansas y comprometido con la pastoral de la salud, ha reflexionado también sobre la conversación pastoral. En su enfoque, los pastores —entendidos como agentes pastorales en sentido amplio, no solo ministros ordenados— no son quienes “curan” en el sentido médico, sino quienes “sanan”, en tanto ayudan a encontrar sentido y plenitud en las circunstancias por las que atraviesa la existencia del ser humano. Los agentes pastorales acompañan a las personas en ese descubrimiento del sentido, proceso que requiere respeto, cuidado y delicadeza, para no entorpecer la acción del Espíritu Santo (Miller, 2016).
Miller propone desarrollar esta conversación en cinco pasos, que están destinados a repetirse de forma indefinida: centrarse en la persona, escuchar su narrativa, aprender su lenguaje, ayudarla a hacer conexiones y ofrecerle insights. Una conversación sanadora solo puede desarrollarse, según el autor, en el marco de una vivencia espiritual sanante, es decir, en el contexto de una espiritualidad holística que integre las distintas dimensiones de la existencia humana4.
Al describir las conversaciones sanadoras, podría parecer que solo pueden llevarse a cabo por especialistas pastorales con extensa formación y una madurez psicológica y espiritual fuera del alcance común. Sin embargo, esto no es así; aunque, naturalmente, cuanta mayor formación y vida de oración tenga el agente pastoral, mayores serán los beneficios para su interlocutor.
La expresión “sanador herido” se ha popularizado en medios cristianos gracias al libro de Henri Nouwen (1971), que lleva ese título. La idea proviene de la mitología griega: Kirón, un centauro sabio, bondadoso y sanador, hijo de Cronos (Saturno) y Filira (una ninfa), era inmortal. Fue un gran maestro de la sanación que enseñó artes y ciencias a héroes como Aquiles, Jasón, Áyax el Grande, Asclepio, Aristeo y Acteón. Más allá de su labor como pedagogo, aliviaba el sufrimiento y daba fuerza espiritual a quienes enfrentaban la muerte. Su capacidad de curar surgió tras un incidente que le provocó una herida incurable: un día, accidentalmente, Hércules le atravesó una de sus patas traseras con la punta de una lanza envenenada; por ser inmortal, el centauro quedó condenado a un sufrimiento perpetuo, porque no podía recibir alivio ni curación, pero tampoco morir. Buscando remedio a su mal, descubrió el arte de curar a otros, aunque no pudiera curarse a sí mismo. Así, el sentido de su existencia se centró en sanar a los demás y hacerse cargo de su dolor. De este personaje (Quirón, Kirón o Chirón), deriva la palabra “cirujano”, que significa “el que cura con las manos las heridas de otro”.
Kirón constituye un símbolo, un arquetipo del sanador herido: es sanador, pero él mismo permanece herido, lo que representa una paradoja existencial que se refleja en toda persona comprometida con la sanación, tanto en quien busca aliviar su propio dolor como en quien ofrece curación. Esta figura se manifiesta en la relación terapéutica, donde el ayudante aplica el arte de curar más allá del método que emplee, involucrando todo su ser y empatizando con la herida del paciente, que a su vez activa su propia herida. De este modo, el vínculo personal adquiere una dimensión sanadora.
Un agente pastoral o un teólogo también puede considerarse un sanador herido: mientras anuncia el Evangelio y se despliegan en el servicio a los hermanos, toma conciencia, vive y enfrenta sus propias heridas. Nouwen señala que el agente de pastoral que se reconoce a sí mismo como sanador herido puede crecer mientras ofrece su servicio a los demás, pero únicamente en la medida en que vive desde su interioridad y ofrece su hospitalidad cordial a los otros (Nouwen, 1971, pp. 108-116).
Atendamos a estas dos características. No se trata de acompañar los procesos de sanación de los hermanos desde la ignorancia de uno mismo, sino desde la conciencia despierta de las propias heridas, dándonos cuenta de que la herida del hermano al que acompañamos toca nuestra propia herida. Evidentemente, no es condición haber resuelto todas las dificultades, pero sí ser conscientes de ellas, de modo que no interfieran en el bien que deseamos ofrecer. Esto requiere un trabajo profundo de introspección y autoconocimiento, así como una vida de oración y de amistad con el Señor, que, además de facilitar la empatía y las condiciones de una buena conversación, genere sintonía con el Espíritu Santo. Cuanto mayor sea la capacidad de interioridad del sanador-herido, más eficaces y agudas serán sus intervenciones.
La interioridad es una de sus características y la capacidad de ofrecer hospitalidad, otro rasgo del sanador herido. Ser hospitalario implica recibir a las personas: físicamente, se refiere a la posibilidad de acoger a las personas en un lugar; espiritualmente, alude a la capacidad de escuchar y aceptar la comunicación que la persona desea o necesita compartir; significa hacerle un lugar en nuestra vida y en nuestra historia, ofreciéndole tiempo y atención.
En las conversaciones de acompañamiento y en los encuentros pastorales, a menudo surgen narraciones difíciles de escuchar: relatos disruptivos que cuestionan nuestra ética, nuestra visión de mundo, o que manifiestan un profundo sufrimiento. Escuchar en primera persona estas experiencias dolorosas, inevitablemente genera una carga emocional, y aunque sepamos establecer límites, hay un cierto contagio afectivo. “Quedarnos quietos en lo que entristece”, como dice Baumgartner, requiere disponibilidad. Cuando somos capaces de recibir al otro, a la otra, tal como es, estamos ejerciendo hospitalidad espiritual.
Las conversaciones de Jesús eran conversaciones sanadoras porque eran conversaciones compasivas; no se entiende aquí la compasión como lástima, ni únicamente como una suerte de empatía universal, sino como un amor que sale al encuentro del dolor (Benito, 2024, p. 183). El dolor puede presentarse de manera aguda y crítica, pero también puede comprenderse como la vulnerabilidad inherente a la condición humana. Quien conduce una buena conversación, tal como la hemos descrito, descubre de algún modo su propia vulnerabilidad, así como sus límites y debilidades, que quedan expuestos al darse a conocer al otro. Desde la psicología, existe abundante evidencia sobre las bondades de la compasión como forma de relacionarse con las personas que permite una mejor comunicación, incluso una comunicación transformadora (Sigman, 2022; Neff, 2024).
En este marco, resulta oportuno recordar nuevamente las conversaciones que tenían esos grandes maestros y maestras que fueron los Padres y Madres del desierto. Estos hombres y mujeres de oración no tenían un método de acompañamiento estructurado, sino que recorrían su propio itinerario de encuentro con el Señor o, en sus propios términos, vivían su propio combate espiritual. El testimonio de este camino se expresaba en la transformación personal y en la paz que irradiaban, lo cual atraía muchos a buscarlos y acudir al desierto a consultarlos. Ellos solían responder con instrucciones concretas a las preguntas que se les formulaban. Muchas personas iban a ellos en busca de un consejo inspirador para su camino, y solían pedirles: “Dime una palabra”. Algunas de sus intuiciones pueden ser muy esclarecedoras para nosotros en el presente.
En primer lugar, cabe señalar que los Padres y Madres del desierto son un ejemplo modélico de sanador herido, porque hablaban desde una experiencia profunda de reconciliación con sus propias sombras. Si tomamos la figura de Evagrio, su forma de trabajar con sus heridas y con los elementos desordenados de su vida se volvió un método que podía ser enseñado y aprendido, y que llegó hasta nuestros días: el método antirrético (Evagrio Póntico, 1976). Este consiste en oponer una palabra del Evangelio a la lucha o a la tentación que domina a la persona interiormente. Se trata de un camino espiritual muy profundo y desafiante, que supone un diálogo con las propias pasiones, experimentar la tentación, el dolor y la oscuridad y, desde allí, trabajar con la manifestación de la propia verdad. Lo notable en Evagrio y otros Padres y Madres del desierto es su actitud delicadamente misericordiosa frente a los límites y las miserias de quienes acudían a ellos. Podemos inferir que ese gran autoconocimiento interior los capacitaba para la comprensión delicada de las sombras de sus interlocutores.
De hecho, ellos mismos subrayan que quien es acompañado debe salir siempre reconfortado de la entrevista, lo cual no significa aprobar actitudes erradas, sino transmitir que, aun en las caídas y en el pecado, el interlocutor puede experimentar la misericordia de Dios a través de las palabras del maestro. La bondad los caracteriza, y en esa actitud de aceptación radical, unida a la plena atención en la escucha, sus acompañados logran descubrir la verdad de su corazón, discernir caminos vitales adecuados y encontrar respuestas acertadas a sus interrogantes más profundas. Estas conversaciones son sanadoras, son compasivas y comprometen en un proceso de autoconocimiento que invita a crecer mientras se ayuda a otros, constituyendo verdaderas instancias de un aprendizaje profundo.
En síntesis, tenemos sólidos fundamentos teóricos y antecedentes en la espiritualidad cristiana para reconocer que una buena conversación es una herramienta pedagógica privilegiada para el desarrollo del espíritu humano. Desafortunadamente, ha sido escasamente explorada. Cultivar el arte de la conversación como herramienta de aprendizaje entraña una considerable inteligencia espiritual y una delicadeza interior que solo puede tener quien se ha comprometido seriamente con su propio proceso de conversión.
Una conversación sanadora es, ante todo, compasiva. Cuando convergen estos dos elementos —compasión y sanación— podemos hablar de un diálogo transformador. “Una palabra tuya bastará para sanarme”: este acto de fe del centurión condensa la verdad central que hemos explorado, a saber, que la escucha, la palabra y la conversación poseen una fuerza sanadora. En la Sagrada Escritura encontramos que Dios, desde el Antiguo Testamento, sana por la Palabra (Sal 107:20); en los Padres y Madres del desierto, leemos conversaciones que sanan. Y en la reflexión contemporánea comprobamos que los diálogos apropiados son capaces de transformar a los interlocutores y que el diálogo espiritual restaura corazones y comunidades. Todas estas perspectivas confluyen en afirmar que la conversación “en el Espíritu” —es decir, hablar y escuchar movidos por el Espíritu del Señor— es un instrumento privilegiado de la gracia sanadora de Dios.
Para la teología, este planteamiento abre horizontes tanto de investigación como de praxis: ¿cómo formar mejor en la escucha espiritual? ¿Cómo integrar la dimensión sanante en la predicación y la catequesis? ¿Cómo evaluar las experiencias de diálogo en el Espíritu —por ejemplo, en procesos sinodales— con el fin de potenciar sus frutos y corregir posibles desviaciones?
Pastoralmente, el desafío consiste en fomentar culturas eclesiales de auténtica sinodalidad, en las que cada parroquia y cada escuela sea ámbito de conversación espiritual permanente: en consejos, en grupos de oración, en el acompañamiento espiritual, en encuentros de catequesis, entre otras instancias. En estos espacios el Espíritu Sanador puede seguir obrando milagros cotidianos: reconciliaciones, sentidos de vida redescubiertos, consuelo en la aflicción, conversiones de vida. En numerosas comunidades, especialmente en el contexto sinodal, la fe se ha enriquecido y profundizado gracias a la conversación en el Espíritu, lo cual indica que puede ser muy importante continuar por ese camino, tanto en la praxis pastoral como en la investigación teológica.
En un mundo fragmentado y sediento de empatía, la Iglesia está llamada a ser testigo de un diálogo diferente: un diálogo habitado por el Amor de Dios. La conversación en el Espíritu es, en definitiva, anticipación del diálogo eterno de comunión que es la vida trinitaria. Cuando los cristianos conversamos de este modo, hacemos presente la caridad de la Trinidad en medio de nosotros. Y ese amor trinitario es siempre sanador, porque “Dios enjugará toda lágrima” (Ap 21:4) y “cura los corazones destrozados y venda sus heridas” (Sal 146:3). Cada vez que, dóciles al Espíritu, damos una palabra de vida al hermano, se cumple la misión de la Iglesia de prolongar la obra salvífica de Cristo. Que, como comunidad creyente, sepamos repetir con fe humilde “Señor, no soy digno... pero tu palabra puede sanarme”, y sepamos también prestarnos nosotros mismos para que esa Palabra siga sanando al mundo.
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