Revista de Educación Religiosa, volumen III, nº 3, 2025, DOI 10.38123/rer.v3i3.548

Hacia una pedagogía del sentido. El desarrollo de la inteligencia espiritual en la clase de Religión

Towards a pedagogy of meaning. The development of spiritual intelligence in the religion class

Angela Alarcón-Alvear1ORCID logo
lalarcon@ucsc.cl

Francisco Novoa-Rojas2ORCID logo
fnovoa@ucsc.cl

Universidad Católica de la Santísima Concepción, Chile

Resumen

El artículo explora la relevancia de la inteligencia espiritual en la Educación Religiosa Escolar (ERE) para promover el desarrollo integral del estudiantado. A partir de diversas investigaciones, se constata que la dimensión espiritual, entendida como búsqueda de sentido y apertura a la trascendencia, contribuye al bienestar y la formación integral. La ERE en Chile ofrece un espacio propicio para el desarrollo de la inteligencia espiritual, ya que más allá de prácticas rituales, la espiritualidad abarca la autonomía, el discernimiento y la construcción de proyectos vitales. La clase de Religión asume así un rol pedagógico para fomentar el encuentro consigo mismo, con los demás y con lo trascendente, favoreciendo la contención emocional y el diálogo existencial. Estudios indican que la inteligencia espiritual potencia la resiliencia, la autorregulación emocional y el compromiso solidario, fortaleciendo el clima escolar. Una pedagogía del sentido, articulada en la ERE, promueve el bienestar estudiantil, responde al pluralismo y refuerza una formación humanizadora que trasciende lo puramente cognitivo. Así, se construye una educación más plena. Asimismo, la inteligencia espiritual se vincula con el pensamiento crítico y la conciencia ecológica, constituyéndose en una herramienta para afrontar los retos éticos y medioambientales contemporáneos.

Palabras clave: inteligencia espiritual, Educación Religiosa Escolar, interioridad, formación integral
Abstract

The article explores the relevance of spiritual intelligence in School Religious Education (SRE) to promote the integral development of students. Based on various researches, it is found that the spiritual dimension, understood as the search for meaning and openness to transcendence, contributes to well-being and integral formation. ERE in Chile offers a favorable space for the development of spiritual intelligence, since beyond ritual practices, spirituality encompasses autonomy, discernment and the construction of life projects. Religion class thus assumes a pedagogical role in fostering the encounter with oneself, with others and with the transcendent, favoring emotional containment and existential dialogue. Studies indicate that spiritual intelligence enhances resilience, emotional self-regulation and solidarity commitment, strengthening the school climate. A pedagogy of meaning, articulated in ERE, promotes student well-being, responds to pluralism and reinforces a humanizing education that transcends the purely cognitive. Thus, a fuller education is built. Likewise, spiritual intelligence is linked to critical thinking and ecological awareness, becoming a tool to face contemporary ethical and environmental challenges.

Keywords: Spiritual intelligence, religious education, interiority, integral formation

1. Introducción

En las últimas décadas, el ámbito educativo ha ampliado significativamente su horizonte, dando cabida a paradigmas que trascienden lo puramente cognitivo. Esta evolución se ha visto impulsada por una creciente conciencia sobre la necesidad de formar no solo individuos técnicamente competentes, sino también personas capaces de vivir con sentido, cultivar su interioridad y relacionarse adecuadamente consigo mismas, con los demás y con el mundo. Se reconoce, en este marco, que el desarrollo integral del ser humano exige considerar también su dimensión espiritual, entendida como aquella que articula la búsqueda de sentido, la apertura a la trascendencia y el cultivo de una interioridad que permita integrar saberes, afectos y valores en una visión unitaria de la existencia (Viola y Velarde, 2023). En este sentido, Gómez señala que “la espiritualidad afecta a todos los planos del ser humano”, y que en “la educación de la misma [...] está en juego no solo el bienestar emocional del niño, sino su vida social y la calidad de los vínculos que va a establecer con los otros” ​ (Gómez, 2014, p. 27).

Esta revalorización de lo espiritual en la educación debe entenderse como la apertura a una pedagogía del sentido, capaz de abordar los desafíos contemporáneos desde una ética del cuidado, la comunidad y la esperanza. En este contexto emerge la noción de inteligencia espiritual, entendida como una capacidad humana orientada a formular y responder preguntas existenciales, a conectar con el propio centro interior, y a establecer relaciones significativas con los demás y con el misterio de la vida. Esta inteligencia, que no se reduce a una habilidad teórica, sino que implica modos de vivir y actuar, puede ser una herramienta clave para el florecimiento humano, la salud emocional y el compromiso social. Desde esta perspectiva, la inteligencia espiritual no es una forma de inteligencia más, “sino la experiencia que vertebra y fundamenta a las demás”​ (Gómez, 2014, p. 53).

Desde que Howard Gardner introdujo en 1983 la noción de inteligencias múltiples —es decir, que no existe un único tipo de inteligencia, sino un espectro amplio de inteligencias posibles de desarrollar— y, especialmente, tras la irrupción del concepto de inteligencia emocional propuesto por Daniel Goleman en 1995, parece plenamente plausible, lógico y legítimo hablar también de una inteligencia espiritual.

Ahora bien, ¿cómo definirla? Aquí el asunto se vuelve un poco más complejo que con otras inteligencias, como la espacial o la lingüística. El concepto de espiritual, en efecto, es más ambiguo y difícil de delimitar. ¿Qué es exactamente la espiritualidad? ¿Cómo se define a una persona espiritual?

La inteligencia espiritual (IES) —explican Zohar y Marshall (2001)— se diferencia del coeficiente intelectual y de la inteligencia emocional en que “es la inteligencia con que afrontamos y resolvemos problemas de significados y valores” (Zohar y Marshall, 2001, p. 19), la facultad que permite situar nuestras decisiones “en un contexto más amplio, más rico y significativo” (Zohar y Marshall, 2001, p. 19) y discernir qué curso de acción merece la pena seguir. Al ser una capacidad innata, anclada en estructuras neurales específicas, la IES actúa como eje integrador: articula la razón y la emoción, sostiene la motivación trascendente y dota a la persona de un horizonte ético que no depende de mandatos externos, sino de la comprensión profunda de por qué y para qué vivimos.

Esa función vertebradora confiere a la IES un poder transformador: brinda la energía interior con la que el ser humano trasciende hábitos, redefine sus límites y crea valores nuevos. Los autores subrayan que “la IES es la inteligencia que cura y nos hace completos” (Zohar y Marshall, 2001, p. 24), porque favorece la sanación de la fragmentación moderna y canaliza la búsqueda de plenitud hacia una vida con propósito, compasión y responsabilidad universal. Así entendida, la inteligencia espiritual no solo amplía el repertorio cognitivo-emocional, sino que impulsa a cada persona a reinventarse a la luz de ideales que trascienden el beneficio inmediato y abrazan el bien común.

Diversos estudios han mostrado que la inteligencia espiritual tiene efectos positivos en el ámbito educativo. Por ejemplo, Rojas-Barraza y Rojas-Ramírez (2024) sostienen que esta forma de inteligencia contribuye al desarrollo de competencias ciudadanas, fortaleciendo la participación democrática, el juicio ético y la empatía. Así también, la conexión entre espiritualidad, salud mental y aprendizaje no es solo correlacional, sino que invita a repensar el sentido mismo de la educación como formación para una vida plena. Tal como afirma Gómez, educar esta forma de inteligencia “es potenciar la felicidad presente y futura”​ (Gómez, 2014, p. 28).

Más allá del ámbito personal, la inteligencia espiritual se proyecta también en lo colectivo. Botero Martínez et al. (2025), al estudiar procesos de formación en comunidades afectadas por la violencia, muestran cómo el desarrollo de la inteligencia espiritual puede constituirse en un recurso para la construcción de paz, el perdón y la reconciliación. La escuela, en este marco, no solo transmite conocimientos, sino que se convierte en un espacio simbólico donde se modelan actitudes, se reconstruyen vínculos y se abre la posibilidad de sanar heridas desde una perspectiva integradora. Este potencial transformador de la inteligencia espiritual requiere, sin embargo, ser abordado con una clara intencionalidad pedagógica. Como subraya Gómez en su libro Educar la inteligencia espiritual , “la espiritualidad abarca todo lo humano y es el verdadero cauce para comprender tanto la vida interior [...] como su vida exterior”​ (Gómez, 2014, p. 31).

A pesar de los beneficios atribuidos a la educación de la inteligencia espiritual, su integración en el currículo enfrenta varios desafíos. Uno de los principales es la falta de consenso sobre su definición y alcance, lo que genera confusiones entre espiritualidad, religiosidad y moral (Fidelis et al., 2024). A ello se suma la diversidad de enfoques metodológicos, que dificulta su implementación en sistemas escolares ya sobrecargados. Cardona (2024) advierte, además, que muchos de los modelos pedagógicos actualmente vigentes no consideran adecuadamente las dimensiones simbólicas, narrativas y afectivas que son propias de la inteligencia espiritual, lo cual exige repensar tanto los contenidos como las formas de enseñanza.

El interés por la dimensión espiritual de la educación ha adquirido fuerza en el marco de proyectos pedagógicos orientados a la transformación social. M González (2022) destaca que, en este contexto, la espiritualidad se vincula con el pensamiento crítico, la conciencia ecológica y la participación ciudadana, superando visiones reduccionistas que la asocian únicamente con prácticas religiosas (Martelo, 2022). Esta perspectiva ha permitido abrir espacios para nuevas formas que reconocen la espiritualidad como fuente de sentido y de compromiso con la justicia y la dignidad humana (Arboleda, 2024).

Por su parte, autores como Pocasangre (2024) han argumentado que la inteligencia espiritual puede ser fomentada mediante prácticas educativas centradas en la interioridad, el discernimiento ético y la apertura al misterio. Estas prácticas, que incluyen el uso del silencio, la contemplación, el arte y el trabajo colaborativo, buscan crear condiciones para que los estudiantes puedan conectar con su mundo interior y desplegar un sentido profundo de vida. En este sentido, Torralba (2010) ha insistido en que la inteligencia espiritual no debe ser confundida con la religiosidad externa, sino que constituye una dimensión transversal que atraviesa todas las áreas del conocimiento y todos los aspectos de la vida humana​ (Gómez, 2014).

La hipótesis que orienta este estudio es que la incorporación explícita y estructurada de la inteligencia espiritual en el currículo educativo de la ERE puede contribuir significativamente al desarrollo integral de los estudiantes, fortaleciendo su bienestar, su sentido de propósito, su apertura al otro y su compromiso con la comunidad. Se sostiene que una educación verdaderamente integral no puede prescindir de lo espiritual, entendido como cultivo del sentido, la interioridad y la trascendencia.

2. Educación e inteligencia espiritual

En las últimas décadas, la educación ha transitado desde enfoques centrados en la adquisición de conocimientos técnicos hacia perspectivas más integrales que reconocen la multidimensionalidad del ser humano. En este contexto, la dimensión espiritual ha comenzado a adquirir un lugar relevante dentro del discurso pedagógico, desafiando las prácticas educativas reduccionistas que limitan la formación a lo cognitivo. Esta transformación responde a una comprensión más holística del aprendizaje, en la cual se reconoce que la persona no solo razona o actúa, sino que también se interroga por el sentido y la trascendencia.

Zohar y Marshall (2001) lo expresan al describir la inteligencia espiritual como la capacidad de “forjar nuevos rumbos, encontrar una sana expresión de significado y dejarnos guiar desde nuestro interior” (p. 24). De modo convergente, el Concilio Vaticano II afirmaba que “el hombre, compuesto de cuerpo y alma, es, en la unidad de ambos, una sola naturaleza” (Gaudium et spes, #14). Como advierte Gómez (2024, p. 41), ignorar esta dimensión en los procesos formativos equivale a desconocer un rasgo constitutivo de la condición humana.

La inclusión de la dimensión espiritual en los proyectos educativos se ha visto reforzada por diversas voces del ámbito pedagógico y filosófico que han denunciado una cierta “anemia espiritual” (Torralba, 2010, p. 92) en la formación contemporánea. Francesc Torralba, uno de los teóricos más prolíficos en este campo, sostiene que existe una inteligencia espiritual en el ser humano que no puede ser ignorada. Esta forma de inteligencia permite al individuo “formularse preguntas últimas, establecer vínculos con realidades trascendentes y buscar sentido a la existencia” (Torralba, 2010, p. 43). Desde esta perspectiva, educar implica también acompañar la construcción del sentido vital y no solamente entregar herramientas para desempeñarse en el mercado laboral. Para Torralba (2021)

La vida espiritual, contrariamente a lo que se cree, no es patrimonio de las personas religiosas. Todo ser humano, por el mero hecho de serlo, es capaz de vida espiritual, de cultivarla. En virtud de su inteligencia espiritual, necesita dar un sentido a su existencia y al mundo en el que vive, experimenta su existencia como problemática y necesita pensar qué tiene que hacer con ella. (p. 68)

La teoría de las inteligencias múltiples, desarrollada por Howard Gardner en su libro Frames of mind: The theory of multiple intelligencesabrió la posibilidad de reconocer que existen diversas formas de inteligencia más allá de las aceptadas tradicionalmente. Aunque Gardner no incluyó en su propuesta inicial la inteligencia espiritual, posteriormente dejó abierta la puerta a su eventual inclusión, señalando que había evidencias suficientes para considerarla como una capacidad distinta (Torralba, 2010, p. 26). Diversos autores han propuesto su reconocimiento, argumentando que esta forma de inteligencia se manifiesta en la capacidad de formular y responder a cuestiones fundamentales sobre la vida, el sufrimiento, la muerte y el bien (Pocasangre, 2024, p. 94).

En el ámbito de la Educación Religiosa Escolar (ERE), la inteligencia espiritual ha sido incorporada como una categoría pedagógica de gran importancia. Marcia Pocasangre (2024), en su estudio sobre la ERE de Costa Rica, plantea que esta inteligencia debe ocupar un lugar transversal en el currículo, ya que potencia la formación integral del estudiantado, creyente o no, al permitirle descubrir nuevos horizontes de sentido y elaborar proyectos vitales. La autora destaca que la ERE ofrece un espacio privilegiado donde el conocimiento se articula con la vivencia interior, facilitando el tránsito hacia una educación por competencias que reconozca el rol de la espiritualidad en el crecimiento humano.

En el contexto chileno, esta preocupación ha sido acogida explícitamente por el Programa de Religión católica elaborado por la Conferencia Episcopal de Chile (2020). En dicho documento se afirma que el desarrollo espiritual de la persona implica una apertura a la trascendencia, una actitud de búsqueda de sentido y una comprensión del hecho religioso como parte constitutiva de la experiencia humana (Conferencia Episcopal de Chile, 2020, p. 18). Estas orientaciones se alinean con el paradigma de una educación centrada en la persona, y permiten entender la espiritualidad como una dimensión transversal a la formación ética, estética, afectiva y social.

Ahora bien, es preciso distinguir entre religiosidad y espiritualidad. Mientras que la primera suele asociarse a prácticas rituales, adhesiones doctrinales o pertenencia institucional, la espiritualidad remite a una vivencia más amplia de apertura a lo trascendente y búsqueda de sentido (Gómez Villalba, 2011, p. 1). Esta distinción es clave para comprender que la clase de Religión, sin renunciar a su carácter confesional, puede ser un espacio inclusivo, capaz de acoger a estudiantes con distintas experiencias y trayectorias vitales. La inteligencia espiritual, en este contexto, no se limita a lo religioso, sino que se presenta como una dimensión existencial propia de todo ser humano.

El desarrollo de la inteligencia espiritual permite también resignificar las finalidades de la educación. En lugar de orientarse exclusivamente al rendimiento académico o al éxito laboral, la escuela puede convertirse en un lugar de construcción de sentido y de acompañamiento en la construcción de una vida significativa. Según Pocasangre (2024), “la inteligencia espiritual está orientada a ayudar al estudiante a optar por un proyecto de vida” (p. 95), lo cual implica una educación que no solo transmite conocimientos, sino que también cultiva la interioridad, la reflexión ética y la apertura a la trascendencia.

Este enfoque adquiere especial relevancia en contextos de pluralismo cultural y religioso. En sociedades como la chilena, marcadas por una creciente diversidad de creencias, la formación espiritual ya no puede darse por supuesta. En este sentido, la clase de Religión enfrenta el desafío de cultivar la inteligencia espiritual sin imponer creencias particulares, ofreciendo un espacio de diálogo, escucha y profundización que contribuya a la formación integral. Como advierte Muena (2024), “la EREC se enmarca en un proceso de enriquecimiento participativo que busca responder a las nuevas demandas formativas de las comunidades educativas” (p. 90).

Una propuesta pedagógica que reconozca la importancia de la inteligencia espiritual ha de vincularse también con el desarrollo del pensamiento crítico. Lejos de la caricatura que identifica lo espiritual con lo irracional o acrítico, el cultivo de esta inteligencia exige formular preguntas profundas, discernir valores, examinar experiencias y confrontar el propio horizonte vital. En palabras de Torralba (2010), esta forma de inteligencia “abre la posibilidad de analizar valorativamente la propia existencia” (p. 47). En consecuencia, no hay espiritualidad sin reflexión, ni interioridad sin confrontación lúcida con el mundo y con uno mismo.

Asimismo, la inteligencia espiritual aporta una visión del ser humano como una unidad compleja, conformada por dimensiones interconectadas: corporal, emocional, intelectual, ética y trascendente. Esta comprensión integral se refleja en las Bases Curriculares del Programa de Religión Católica (EREC, 2020), que promueven la formación de un sujeto capaz de integrar fe, cultura y vida, asumiendo un protagonismo activo en su desarrollo personal y social (Conferencia Episcopal de Chile, 2020, pp. 20-21). Desde esta perspectiva, la clase de Religión no solo transmite contenidos doctrinales, sino que forma personas capaces de amar, pensar, discernir y transformar su entorno.

En línea con lo anterior, Isabel Gómez Villalba ha propuesto una didáctica de la espiritualidad que incorpora el silencio, la contemplación, la expresión artística y la conexión con la naturaleza como medios pedagógicos para el desarrollo espiritual (Gómez, 2014, p. 67). Estas estrategias, lejos de ser accesorios emotivos, constituyen auténticas herramientas de aprendizaje que permiten al estudiante integrar su experiencia vital con los contenidos del currículum, ampliando así el alcance formativo de la clase de Religión.

En síntesis, el reconocimiento de la inteligencia espiritual como una dimensión educable del ser humano implica una transformación profunda en la manera en que concebimos la Educación Religiosa Escolar. No se trata de instrumentalizar la espiritualidad como una moda pedagógica más, sino de asumir que el ser humano es, en su esencia, un ser de sentido. Educar su inteligencia espiritual es, por lo tanto, una tarea urgente, especialmente en un mundo marcado por la incertidumbre, la fragmentación y la pérdida de referentes. Tal como lo señala Pocasangre (2024), “una educación espiritual es aquella que trasciende la enseñanza de contenidos para convertirse en un acompañamiento del proyecto vital del estudiante” (p. 96).

3. Marco normativo y curricular de la Educación Religiosa Escolar en Chile

La ERE en Chile se inserta en un marco legal y curricular que ha ido evolucionando en las últimas décadas, tensionado por las exigencias de un Estado laico y plural, por un lado, y por la demanda de una formación integral del estudiantado, por otro. Esta doble exigencia ha generado una configuración singular en el sistema chileno, en el que la clase de Religión es una asignatura ofertada obligatoriamente por los establecimientos educacionales, pero de adscripción voluntaria por parte de los estudiantes y sus familias, conforme a lo establecido en el Decreto 924 de 1983 del Ministerio de Educación, tal como indica Díaz Tejo (2022, pp. 51-55). Esta normativa ha permitido la presencia sostenida de la educación religiosa en el sistema escolar chileno, aunque también ha suscitado debates respecto de su pertinencia, orientación confesional y adecuación a la diversidad cultural contemporánea (Galioto y Bellolio, 2024).

La Ley General de Educación (LGE), promulgada en 2009, reconoce explícitamente la dimensión espiritual entre los fines de la educación chilena, estableciendo como objetivo “el pleno desarrollo de la persona en las distintas etapas de su vida” (LGE, art. 2), lo que incluye su apertura a la trascendencia. En este marco, la ERE se constituye como una herramienta formativa orientada a responder a la integralidad del sujeto, en articulación con el conjunto del currículum escolar. Esta perspectiva se ve fortalecida por el Decreto Exento 373 (2020), que reconoce oficialmente el Programa de Religión Católica elaborado por la Conferencia Episcopal de Chile, permitiendo su implementación desde una lógica alineada a los marcos curriculares nacionales.

El Programa de Religión Católica vigente (EREC, 2020) se estructura en ejes formativos, objetivos de aprendizaje y competencias que buscan desarrollar no solo conocimientos religiosos, sino también actitudes y habilidades transversales. Entre los propósitos formativos se explicita el deseo de “favorecer el desarrollo de la interioridad y de la apertura a la trascendencia, mediante un proceso pedagógico que articule la fe, la cultura y la vida” (Conferencia Episcopal de Chile, 2020, p. 18). Esta formulación no solo da cuenta de un enfoque integral, sino que reconoce el valor educativo de la dimensión espiritual como componente sustantivo del crecimiento personal.

Uno de los elementos más relevantes de la EREC 2020 es su opción por una antropología cristiana que reconoce en cada estudiante una vocación a la plenitud, expresada en su dignidad, libertad y apertura a la verdad. Esta concepción antropológica subyace a toda la propuesta curricular y se expresa en una pedagogía que busca formar sujetos capaces de pensar críticamente, de actuar éticamente y de establecer una relación vital con lo trascendente (EREC, 2020, pp. 16-17). Este enfoque ha sido ampliamente valorado por los especialistas en tanto permite superar el modelo catequístico tradicional, considerado insuficiente para responder a los desafíos actuales (Castañeda et al., 2023).

Además, el documento curricular reconoce explícitamente que la clase de Religión debe contribuir al desarrollo de las habilidades del siglo XXI, tales como la creatividad, el pensamiento crítico, la colaboración y la comunicación (Conferencia Episcopal de Chile, 2020, pp. 22-23). Esto implica que el docente asume el desafío de facilitar procesos de reflexión, diálogo y construcción de sentido en el aula, en coherencia con las exigencias de una formación integral.

El aporte de la clase de Religión a la dimensión espiritual se aborda directamente en el apartado sobre los Objetivos de Aprendizaje Transversales. Allí se afirma que esta asignatura debe favorecer el “descubrimiento del sentido de la vida, la apertura al misterio y la capacidad de encuentro consigo mismo, con los demás y con Dios” (Conferencia Episcopal de Chile, 2020, p. 28). En este sentido, la espiritualidad no se concibe como un añadido opcional, sino como un componente esencial de la experiencia educativa, en consonancia con los planteamientos de la pedagogía de la interioridad y la educación del sentido (Torralba, 2012; Gómez, 2014).

El actual programa curricular no surgió de manera unilateral, sino como fruto de un proceso participativo y sinodal que involucró a docentes y académicos a lo largo del país. Castañeda y otros (2023) señalan que la renovación del Programa de Religión Católica implicó una serie de jornadas de trabajo en las cuales se recogieron diagnósticos, propuestas y experiencias, lo que permitió que el resultado final respondiera no solo a criterios técnicos, sino también a la vivencia concreta de quienes enseñan en el aula. Esta dimensión participativa le confiere legitimidad pedagógica y eclesial a la propuesta de la EREC 2020.

A nivel normativo, el Decreto 924/1983 sigue siendo la principal herramienta legal que regula la enseñanza de la religión en la escuela. No obstante, su interpretación ha sido objeto de debate. Galioto y Bellolio (2024) identifican tres tensiones en su aplicación: el exclusivismo confesional, la escasa alfabetización religiosa en contextos de creciente diversidad, y la falta de criterios pedagógicos comunes. Ante estos desafíos, los autores proponen pensar la clase de Religión no como un privilegio de algunas confesiones, sino como un bien educativo universal, orientado a la formación espiritual y el diálogo interreligioso. Esta propuesta puede ser leída como una invitación a seguir profundizando el enfoque inclusivo y pedagógico del actual programa de educación católica.

En esta línea, autores como González (2022) han argumentado que la ERE debe atender a los grandes desafíos socioculturales contemporáneos, como la crisis ecológica, promoviendo una ciudadanía ecológica desde una clave espiritual. Esta perspectiva encuentra eco en el eje de “Naturaleza y cultura” de la EREC 2020, que incorpora temas como el cuidado de la creación y la responsabilidad con el entorno como expresiones concretas de una espiritualidad encarnada en la vida cotidiana.

El reconocimiento de la inteligencia espiritual como competencia transversal refuerza la pertinencia del marco curricular actual. Isabel Gómez (2024) sostiene que la espiritualidad puede y debe ser abordada en el aula mediante experiencias pedagógicas que estimulen la interioridad, el discernimiento ético y la capacidad de apertura al misterio. Estas propuestas no se limitan al contenido religioso, sino que configuran una metodología formativa que favorece el desarrollo personal de los estudiantes.

En definitiva, el marco normativo y curricular vigente en Chile no solo permite, sino que promueve el desarrollo de la dimensión espiritual en el contexto escolar. La clase de Religión, entendida desde esta perspectiva, se convierte en un espacio privilegiado para el cultivo de la inteligencia espiritual, la construcción de sentido y la formación ética de las nuevas generaciones. Esta visión es coherente con los fines de la educación establecidos en la LGE y con el horizonte de una pedagogía enraizada en la antropología cristiana comprometida con el crecimiento integral del ser humano.

4. La clase de Religión como espacio pedagógico para el desarrollo de la inteligencia espiritual y la interioridad

La escuela contemporánea, tensionada por la necesidad de rendimientos cuantificables y estándares evaluativos, corre el riesgo de desatender aspectos esenciales del desarrollo humano. Entre ellos, la interioridad se presenta como una de las dimensiones más olvidadas, pese a su centralidad para la formación integral. La clase de Religión, especialmente en el marco del programa EREC 2020, emerge como un espacio privilegiado para cultivar esta interioridad, entendida como el núcleo desde el cual la persona accede a sí misma, a los otros y a lo trascendente (Gómez, 2014, p. 44). La clase de Religión puede convertirse en un laboratorio pedagógico de sentido.

La interioridad no se opone a la racionalidad ni al pensamiento crítico; por el contrario, los presupone. Solo quien se interroga a fondo puede llegar a comprenderse y a discernir sus decisiones en el mundo. En este sentido, cultivar la interioridad no implica replegarse en un mundo subjetivo, sino abrirse al misterio del propio ser y al rostro del otro. Según Torralba (2010), esta apertura está en el corazón de la inteligencia espiritual, que posibilita formular preguntas radicales sobre la vida, la muerte, el sufrimiento y el bien (p. 47). La clase de Religión, por tanto, debe asumir una metodología que favorezca estos procesos de búsqueda y diálogo.

No hay que temer a las preguntas existenciales. La tradición cristiana, lejos de suprimirlas, las reconoce como parte constitutiva de la experiencia humana. Blaise Pascal, por ejemplo, no rehuyó la inquietud de la fe, sino que la asumió como motor del pensamiento y del encuentro con Dios; en la misma línea, Emmanuel Falque (2023) relee esa inquietud no como un defecto a corregir, sino como una apertura que desplaza al sujeto y lo coloca ante una verdad que lo sobrepasa y, al mismo tiempo, lo constituye, de modo que la fe no disuelve la pregunta, sino que la radicaliza.

Tampoco Søren Kierkegaard —filósofo danés del siglo XIX que reaccionó contra el cristianismo acomodado de su tiempo— evitó tales cuestiones: en El concepto de la angustia muestra que la angustia no es mero sentimiento psicológico, sino manifestación de la libertad humana frente a la posibilidad, “el vértigo de la libertad” (Kierkegaard, 2007, p. 136), un estado en el que la persona se sabe arrojada a decidir y a construir su vida sin certezas absolutas; esa apertura al abismo, lejos de obstaculizar la fe, funda la responsabilidad y el sentido. Por ello, educar en la interioridad implica acompañar al estudiante en la travesía de sus preguntas últimas: una pedagogía de la interioridad, fiel a la EREC 2020, debe situar al estudiante como protagonista, acoger su inquietud, darle espacios que le permitan reflexionar, de modo que la clase de Religión sea un espacio de búsqueda auténtica.

Uno de los riesgos que enfrenta esta asignatura es quedar atrapada en modelos transmisivos, en los que el docente ejerce un rol de transmisor de contenidos y el estudiante se limita a memorizar fórmulas religiosas o contenidos de la fe. Frente a ello, la EREC 2020 propone una renovación metodológica que sitúa al estudiante como protagonista de su aprendizaje, mediante estrategias activas, reflexivas y experienciales (Conferencia Episcopal de Chile, 2020, pp. 20–21). Esta reconfiguración metodológica es coherente con la finalidad de formar sujetos libres, capaces de desarrollar su interioridad y de responder, desde la fe, a los desafíos de la existencia.

Desde esta perspectiva, la interioridad se convierte en una categoría pedagógica que orienta tanto los fines como los medios de la clase de Religión. Isabel Gómez (2014) sostiene que la didáctica de la espiritualidad, junto con la implementación de estrategias centradas en el estudiante, ha de ser un camino concreto para el cultivo del mundo interior. Estas estrategias permiten que la asignatura de Religión se diferencie de otras materias sin perder su rigor académico, ofreciendo un espacio de pausa, de profundidad y de escucha en medio del ritmo acelerado del currículo escolar.

El cultivo de la interioridad no es un fin en sí mismo, sino una vía para el crecimiento personal y comunitario (Gómez, 2014). La clase de Religión no debe fomentar una espiritualidad intimista o evasiva, sino abrir caminos para una vida ética, comprometida y dialogante. La interioridad auténtica es siempre apertura: a la verdad, al otro, a la comunidad, al Dios que llama. No se trata de un repliegue egocéntrico, sino de una disposición a acoger aquello que se da sin ser producido por el yo (Marion, 2013; Novoa y Alarcón, 2024). Como señala la EREC 2020, uno de los propósitos fundamentales de la asignatura es “favorecer un encuentro personal y significativo con Jesucristo, en el que se descubra el sentido último de la existencia” (Conferencia Episcopal de Chile, 2020, p. 19).

Dado el carácter plural de la sociedad chilena actual, esta propuesta no debe interpretarse en clave excluyente. La clase de Religión puede y debe respetar las diversas creencias presentes en el aula, sin renunciar a su identidad confesional. De hecho, la propuesta de la clase de Religión católica se ofrece como un camino, no como una imposición. En palabras de Muena (2024), “la ERE actual se enmarca en un paradigma participativo que busca responder a la diversidad cultural y religiosa de las comunidades escolares” (p. 91). Esto exige un delicado equilibrio entre fidelidad al mensaje cristiano y apertura al diálogo intercultural e interreligioso.

Este enfoque implica también una redefinición del rol docente. El profesor de Religión deja de ser simplemente un transmisor de contenidos, para convertirse en un acompañante en la vida, un facilitador del sentido, un testigo de fe que educa desde la escucha y la presencia. Ya Gómez (2014), hablando del profesorado español, en 2014 señalaba que:

Lo que realmente nos impulsará y capacitará para crear las condiciones de posibilidad para ese encuentro personal del niño con Dios será nuestra propia vivencia de fe y testimonio personal. El mejor lenguaje para hablar de Dios no solo consta de palabras, sino también de silencios y, sobre todo, de testimonio de vida. (p. 150)

En este sentido, el docente debe ser capaz de sostener preguntas más que imponer respuestas, propiciando un ambiente de confianza en el que los estudiantes se sientan libres para explorar sus inquietudes más profundas. Esta actitud exige una sólida formación pedagógica, espiritual y teológica por parte del educador.

En la práctica, esto se traduce en un tipo de clase en la cual se valoran la experiencia subjetiva del estudiante, su mundo emocional y su búsqueda de sentido. Las metodologías activas —como el trabajo cooperativo, los foros de discusión, las caminatas contemplativas, los diarios reflexivos o los talleres creativos— permiten integrar la dimensión espiritual con los contenidos curriculares. Tal como muestra la experiencia presentada por Gómez Villalba (2011), estas estrategias han demostrado ser eficaces para despertar el interés y la participación de los alumnos en distintos niveles educativos.

Uno de los frutos más evidentes del cultivo de la inteligencia espiritual en el aula es el fortalecimiento de la identidad personal. El estudiante que ha aprendido a escucharse, a nombrar lo que vive y a discernir lo que desea, adquiere una mayor autonomía y sentido de propósito. Este proceso es particularmente relevante en la adolescencia, etapa en la que se construyen las bases del proyecto de vida. Pocasangre (2024) subraya que la inteligencia espiritual es clave para ayudar al joven a orientar sus decisiones y a proyectarse como sujeto responsable y libre (p. 95).

Además, la clase de Religión puede ser un espacio de contención emocional y de acompañamiento existencial. En un contexto en el que se incrementan los índices de ansiedad, depresión y desconexión afectiva entre los jóvenes, ofrecer un lugar donde puedan expresar sus emociones, compartir sus vivencias y encontrar palabras para el dolor es una tarea profundamente educativa. Este acompañamiento, lejos de sustituir a la psicología, se inscribe en una pedagogía del cuidado de los unos a los otros (Merino, 2023), en la que el profesor actúa como mediador entre la experiencia vital del estudiante y la tradición espiritual de la Iglesia.

El desarrollo de la espiritualidad en la clase de Religión también ofrece una alternativa a los modelos individualistas y utilitaristas de la educación (Naranjo y Moncada, 2019). Al situar en el centro la pregunta por el sentido y el cultivo de una vida interior rica y profunda, la asignatura supone una antropología relacional, en la cual el ser humano se realiza en comunión con otros, en apertura a Dios y en servicio al mundo. Torralba (2021) defiende que la inteligencia espiritual “nos hace más abiertos y permeables, capaces de conectar con el fondo de los otros, de sentirnos parte de un Todo que nos trasciende” (p. 67), lo que hace de su desarrollo un componente esencial de cualquier propuesta formativa que aspire a educar integralmente.

Este horizonte de sentido también se vincula con el compromiso ético y social. Una espiritualidad auténtica no se limita a la intimidad, sino que impulsa a la transformación del entorno. En este sentido, la clase de Religión puede convertirse en una instancia clave para despertar la conciencia ecológica, la solidaridad con los excluidos y la responsabilidad histórica. González (2022) ha destacado cómo la ERE puede contribuir a formar “ciudadanos ecológicos” desde una espiritualidad del cuidado, en consonancia con las enseñanzas del Papa Francisco (p. 60).

En síntesis, cuando la clase de Religión se orienta hacia el cultivo de la inteligencia espiritual, se convierte en un espacio pedagógico irremplazable. En ella, los estudiantes no solo aprenden sobre Dios, la Biblia o la tradición cristiana, sino que se encuentran consigo mismos y con las grandes interrogantes de la existencia. Si es bien conducida, esta experiencia formativa puede marcar una diferencia significativa en su trayectoria personal y espiritual, como lo han demostrado múltiples investigaciones y experiencias escolares en Chile y América Latina (Pocasangre, 2024; Gómez y Santana, 2024).

5. Espiritualidad, bienestar y formación integral

El vínculo entre espiritualidad y bienestar ha sido abordado con creciente interés en los últimos años, tanto desde las ciencias humanas como desde las neurociencias, la psicología positiva y la pedagogía. Esta articulación responde a una necesidad cada vez más evidente en los contextos escolares: comprender al estudiante como un ser integral, cuya salud emocional, sentido de vida y capacidad de resiliencia están estrechamente vinculados con su desarrollo espiritual. En este marco, la clase de Religión aparece como un lugar privilegiado para promover experiencias educativas que contribuyan al bienestar subjetivo de niños, niñas y adolescentes.

El concepto de bienestar en educación ya no puede reducirse a parámetros objetivos, como la asistencia, el rendimiento académico o la ausencia de conflictos disciplinarios. La literatura actual enfatiza dimensiones más amplias, como el sentimiento de pertenencia, la autopercepción positiva, la motivación interna, la capacidad de agencia y, especialmente, la vivencia de sentido (Pocasangre, 2024). Estas dimensiones se articulan con los aportes de la inteligencia espiritual, entendida como la capacidad para vincularse con lo esencial, enfrentar adecuadamente las crisis, integrar la experiencia y vivir con propósito (Torralba, 2021).

En contextos marcados por la incertidumbre, la hiperconectividad, la fragmentación familiar y las nuevas formas de exclusión, muchos estudiantes llegan al aula con carencias afectivas. La educación no puede desentenderse de estas realidades. Desde este diagnóstico, la clase de Religión puede aportar un espacio de contención, diálogo, cuidado y profundidad que no siempre es posible en otras asignaturas. Gómez (2014) sostiene el valor diferenciador de esta dimensión para el estudiante, ya que “la espiritualidad [no solo] ayuda a descubrir sus recursos interiores, sino también, a desarrollar la sensibilidad hacia el misterio” (p. 143).

Las prácticas pedagógicas que estimulan la espiritualidad —como la contemplación, el silencio, la escritura personal o el diálogo profundo— inciden no solo en el ámbito emocional, sino también en el desarrollo de habilidades cognitivas superiores. Estudios recientes han demostrado que estas prácticas favorecen la capacidad de atención, la empatía, el pensamiento complejo y la autorregulación emocional (Gómez, 2014). Por tanto, trabajar la espiritualidad en el aula no es un añadido accesorio, sino una necesidad pedagógica que potencia el aprendizaje integral.

La clase de Religión ofrece un marco privilegiado para implementar estas estrategias. A diferencia de otras asignaturas más estructuradas, cuenta con un margen metodológico más flexible y con una orientación explícita al desarrollo personal. En este contexto, actividades como la lectura reflexiva de textos bíblicos, la elaboración de diarios espirituales, los proyectos de servicio comunitario y los espacios de oración o meditación adquieren un valor pedagógico fundamental. Estas prácticas, bien acompañadas, favorecen una experiencia escolar más significativa y humanizadora.

Diversas experiencias escolares dan cuenta del impacto positivo que puede tener la clase de Religión en el bienestar del estudiantado. En su estudio sobre la EREC en América Latina, Muena (2024) destaca que “la formación espiritual, cuando es comprendida desde una lógica participativa, puede generar ambientes escolares más armónicos, dialogantes y resilientes” (p. 95).

Un ejemplo significativo es el trabajo desarrollado en algunas comunidades educativas a partir de talleres de espiritualidad para adolescentes, en los cuales se combinan dinámicas de grupo, experiencias de contemplación y ejercicios de autoconocimiento. Estas iniciativas, inspiradas en propuestas como las de Isabel Gómez Villalba (2011), ofrecen a los jóvenes un espacio seguro para explorar sus inquietudes existenciales, expresar emociones y construir sentido, más allá de la mera transmisión de contenidos religiosos.

Asimismo, se ha observado que la clase de Religión puede ser un apoyo fundamental para estudiantes que atraviesan situaciones de duelo, enfermedad, conflictos familiares o crisis personales. En estos casos, el acompañamiento espiritual que brinda el docente, junto con la posibilidad de integrar este tipo de experiencias en un marco de sentido trascendente, puede constituir un factor protector frente a la desesperanza o la desafección escolar (Pargament, 2007).

Otro ámbito en el que se expresa el vínculo entre espiritualidad y bienestar es la dimensión relacional. La educación espiritual no se limita a una búsqueda introspectiva, sino que se despliega en la relación con los demás. La empatía, la compasión, la escucha activa y la valoración del otro como un “tú” significativo son elementos centrales de una espiritualidad cristiana encarnada. La clase de Religión, cuando se vive como comunidad de sentido, puede fomentar vínculos interpersonales más sólidos y respetuosos.

Estos aportes se relacionan directamente con las finalidades de la educación religiosa establecidas por la EREC 2020. En su fundamentación pedagógica, el documento sostiene que esta asignatura debe propiciar experiencias significativas de encuentro, reflexión y celebración, en las que se integren fe, cultura y vida (Conferencia Episcopal de Chile, 2020, p. 18). Esta integración responde a una lógica humanizadora, en la que la espiritualidad se convierte en un factor decisivo para el florecimiento personal.

Desde la neurociencia, también se ha comenzado a explorar el impacto de la espiritualidad en el desarrollo del cerebro. Prácticas como la meditación, la gratitud o la conexión con la trascendencia activan regiones cerebrales asociadas al bienestar, la regulación emocional y la percepción de sentido (Newberg y Waldman, 2009). Estas evidencias respaldan el valor de una educación que, desde la clase de Religión, promueve hábitos espirituales saludables.

El desafío de integrar espiritualidad y bienestar también interpela a las políticas públicas. Si bien la dimensión espiritual es reconocida en los fines generales de la educación chilena, aún falta una política explícita que promueva su desarrollo transversal. La ERE puede ser pionera en este camino, demostrando cómo una asignatura confesional puede contribuir a una formación abierta, integral y comprometida con la dignidad humana.

6. Conclusiones

La reflexión realizada confirma la pertinencia de incorporar de forma explícita la dimensión espiritual en los procesos educativos, no solo como un componente accesorio, sino como un eje vertebrador de la formación integral del estudiantado. La idea de que la inteligencia espiritual no se limita a aspectos confesionales, sino que remite a la búsqueda de sentido, la apertura a la trascendencia y el cultivo de la interioridad ha emergido con fuerza en la literatura. En este sentido, queda de manifiesto que el desarrollo de esta forma de inteligencia se revela como un factor fundamental para potenciar el bienestar y generar una experiencia de aprendizaje significativa, profunda y transformadora. Desde esta perspectiva, la clase de Religión se configura como un espacio privilegiado para ofrecer un acompañamiento pedagógico que integre las necesidades profundas del ser humano: sus interrogantes existenciales, sus anhelos de plenitud y su vocación de trascendencia.

A lo largo del artículo, se ha recalcado que la escuela, en su esfuerzo por responder a la diversidad de contextos y demandas sociales, debe ampliar su horizonte formativo. Esto supone superar las lógicas educativas centradas exclusivamente en la medición y el rendimiento, para abrir paso a prácticas que estimulen la pregunta, el silencio, la contemplación y el autoconocimiento. En tal sentido, la ERE, entendida desde un paradigma renovado, ofrece metodologías activas que promueven la interioridad, el encuentro y la conexión con el entorno, contribuyendo así al desarrollo de la inteligencia espiritual.

Del mismo modo, se observan implicaciones positivas en la construcción de proyectos de vida, en la motivación académica y en la profundización de la dimensión ética. De ahí que la clase de Religión, al impulsar una educación en clave espiritual, no solo alcance a la esfera personal, sino que también incida en el tejido social, al formar personas más solidarias y comprometidas con la comunidad.

Asimismo, el análisis curricular evidencia que el marco normativo chileno, particularmente la LGE y la legitimidad otorgada al Programa de Religión Católica, brinda oportunidades concretas para integrar la inteligencia espiritual dentro de la planificación escolar. La consolidación de objetivos de aprendizaje transversales y la adopción de metodologías experienciales y activas facilitan un abordaje holístico, en el cual se unen la formación valórica, la reflexión crítica y la apertura a la trascendencia.

No obstante, este proceso no está exento de retos. El primero de ellos es la necesaria diferenciación conceptual entre religiosidad y espiritualidad, a fin de evitar caer en el proselitismo. El segundo desafío radica en la formación de los docentes, quienes requieren herramientas pedagógicas y recursos de acompañamiento que les permitan promover ambientes de interioridad y diálogo, reconociendo y valorando la diversidad de creencias presentes en el aula. Finalmente, urge repensar el lugar de la clase de Religión en un contexto cada vez más secularizado, de modo que se afiance como un espacio de encuentro y no como una asignatura aislada.

El panorama descrito ofrece un horizonte fértil para la innovación educativa. Al concebir la espiritualidad como una dimensión que atraviesa la vida escolar, se posibilita un replanteamiento profundo de las prácticas pedagógicas. Desde el uso de la contemplación, el arte, la escritura personal, hasta experiencias de servicio y proyectos comunitarios, la clase de Religión puede convertirse en catalizador de un enfoque centrado en la persona, orientado a la integración de saberes y a la construcción de sentido.

La propuesta de una pedagogía del sentido, basada en la inteligencia espiritual, se presenta como un camino que no busca imposiciones dogmáticas, sino que desde la identidad católica de la EREC propicia la formación de seres humanos plenos. La clase de Religión constituye un laboratorio privilegiado para impulsar transformaciones enfocadas en una pedagogía inclusiva y humanizadora.

En definitiva, apostar por la dimensión espiritual en la educación —expresada fundamentalmente en la clase de Religión y proyectada al conjunto del currículo— significa reconocer la esencia de lo humano como un ser de sentido. Se trata de educar no solo para un presente inmediato, sino para una vida con profundidad, esperanza y apertura. Este desafío implica tanto un avance teórico como una práctica pedagógica consciente y contextualizada, capaz de suscitar en los estudiantes la motivación de vivir con propósito y la vocación de transformar su entorno. Así, la inteligencia espiritual deja de ser un concepto abstracto para convertirse en un componente clave de la formación integral que demandan las sociedades contemporáneas.

En términos concretos, proponemos que el desarrollo de la inteligencia espiritual se haga visible en la clase de Religión a través de un itinerario sencillo y evaluable: no significa agregar contenidos o nuevos objetivos, sino que en la propuesta pedagógica de la clase se incorporen actividades y estrategias que orienten al estudiantado a formular preguntas de sentido, que practiquen el discernimiento y experiencias de búsqueda de trascendencia; las clases pueden combinar un breve momento de interioridad (silencio, contemplación de una obra o lectura orante), un espacio dialógico en el que se discutan dilemas ético-existenciales y proyectos de servicio que vinculen fe y vida. Para sostener este proceso, es fundamental que el profesorado reciba formación sobre la inteligencia espiritual y su desarrollo. Así, la dimensión espiritual dejará de ser un enunciado abstracto y se convertirá en una experiencia cotidiana que enriquece el currículo y el desarrollo integral del estudiante.

Notas
  1. Académica Auxiliar del Departamento de Teología de la Facultad de Estudios Teológicos y Filosofía de la Universidad Católica de la Santísima Concepción (UCSC). Máster en Estudios Bíblicos por la Universidad de la Rioja (España). Magíster en Didáctica de la Educación Religiosa por la Universidad Finis Terrae (Chile). Licenciada en Ciencias Religiosas y Estudios Teológicos y Licenciada en Educación, Profesora de Religión por la Universidad Católica de la Santísima Concepción (Chile).
  2. Académico Auxiliar del Departamento de Filosofía de la Facultad de Estudios Teológicos y Filosofía de la Universidad Católica de la Santísima Concepción (UCSC).Doctorando en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Magíster en Filosofía por la Universidad Alberto Hurtado (Chile). Licenciado en Filosofía por la Universidad Católica de la Santísima Concepción (Chile).

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