Revista de Educación Religiosa, volumen III, nº 2, 2024, DOI 10.38123/rer.v3i2.447

Trinidad, relación y persona en Joseph Ratzinger. Claves para una catequesis sobre el matrimonio

Trinity, relationship and person in Joseph Ratzinger. Keys for a catechesis on marriage

Soledad Aravena-A.1ORCID logo
saravena@ucsc.cl
Universidad Católica de la Santísima Concepción, Chile

Resumen
La presente investigación se enfoca en la antropología teológica de Ratzinger, centrándose en el concepto persona y su implicancia para la comprensión del matrimonio. Ratzinger define a la persona como un diálogo intrínseco que refleja la relación dinámica de Dios como un ser que involucra el yo, el y el nosotros, concepción que ilumina la dimensión humana. Este estudio examina, de modo general, cómo la visión trinitaria de Ratzinger sobre la persona puede proporcionar una base teológica para comprender la relación conyugal. Se aborda el concepto persona desde su historicidad y relevancia actual, las intuiciones trinitarias sobre la persona humana en su pensamiento, y cómo estos elementos revelan la belleza y el propósito para una catequesis del matrimonio.
Palabras clave: matrimonio, Trinidad, relación, persona, Joseph Ratzinger
Abstract
The present research examines Ratzinger's theological anthropology, focusing on the concept of personhood and its implications for understanding marriage. Ratzinger defines the concept of person as an intrinsic dialogue, reflecting God's dynamic relationship involving the self, the other, and the communal "we," which in turn illuminates human essence. This study investigates how Ratzinger’s Trinitarian view of the person can provide a theological foundation for marital relationships. It explores the concept of personhood through its historical context and current relevance, Ratzinger’s Trinitarian insights into human personhood, and how these elements reveal the beauty and purpose for a catechesis on marriage.
Keywords: marriage, Trinity, relationship, personhood, Joseph Ratzinger

1. Introducción

Joseph Ratzinger, nacido en Alemania en 1927, fue una figura de profunda influencia en la Iglesia católica. Nombrado obispo de München y Freising y creado cardenal por el papa san Pablo VI en 1977, asumió un rol crucial como Prefecto para la Doctrina de la Fe bajo el pontificado de san Juan Pablo II a partir de 1981. Su pontificado como Benedicto XVI, desde 2005 hasta su renuncia en 2013, marcó una etapa significativa en la Iglesia, y continuó como Papa emérito hasta su fallecimiento, en 2022. Su formación teológica y filosófica abarcó desde 1946 hasta 1951 en la Academia Filosófica y Teológica de Freising y en el Ducal Georgianum de la Universidad de München. Ratzinger tuvo una destacada influencia internacional e intelectual, especialmente a través de su asesoría teológica durante el Concilio Vaticano II con el cardenal Joseph Frings (Seewald, 2020).

Este trabajo se centra en la antropología teológica de Ratzinger, destacando su afirmación fundamental de que el concepto de persona implica un diálogo intrínseco relacional. Según Ratzinger, la persona expresa una relación profunda, en la cual Dios se manifiesta como un ser en diálogo constante: un yo, un tú y un nosotros. Este entendimiento revela cómo el conocimiento de Dios ilumina la esencia del ser humano (Ratzinger, 1976, p. 169). A partir del principio de relación en la teología de Ratzinger, se aborda su relevancia para la comprensión cristiana del matrimonio.

La pregunta central es cómo el concepto de persona en la teología trinitaria de Ratzinger ofrece una perspectiva sobre la esencia del matrimonio que pueda iluminar una catequesis sobre el matrimonio. Para abordar esta cuestión, el trabajo se estructura en tres partes:

  1. Indagación del concepto de persona: Se presentan cuestiones preliminares y una visión general sobre la noción de persona, su evolución histórica y su interpretación actual.
  2. Intuiciones trinitarias en el pensamiento de Ratzinger: Se analizan las reflexiones de Ratzinger sobre la persona humana, considerando tanto textos de su pontificado como su diálogo entre la teología y la filosofía.
  3. Implicaciones para el matrimonio: Se examina cómo las perspectivas anteriores permiten apreciar la belleza y el propósito del matrimonio desde la perspectiva del plan salvífico de Dios, quien es uno y trino.

Este enfoque busca demostrar que el principio de relación en la teología de Ratzinger proporciona una base para comprender la relación conyugal en el contexto del misterio trinitario y la vocación divina, lo cual puede enriquecer una catequesis sobre el matrimonio.

2. El principio de relación en la concepción del concepto de persona

2.1. La relación como concepto

El concepto de relación ha cruzado la historia de la filosofía, en especial en la perspectiva más tradicional, profundamente vinculado a la metafísica, por cuanto no solo alude a dimensiones externas, sino también a instancias ontológicas más profundas. En este sentido, el concepto relación adquiere mayor profundidad cuando se desarrolla dentro del ámbito del pensamiento cristiano, ya que tiene particular importancia para la formulación precisa de los misterios de la Santísima Trinidad, como también para la Encarnación del Hijo de Dios, la explicación del mal y de la esencia de la moralidad (Clavell, 1991).

Por tratarse de un término complejo, resulta difícil de definir desde una perspectiva metafísica. Por esto, más bien debe caracterizarse y describirse a partir de sus efectos e imágenes. Es posible ver relaciones, pero es difícil adentrarse en la naturaleza de estas, a diferencia de otros términos metafísicos como sustancia, cualidad o cantidad, que son o se explican en sí mismos. La relación va a aludir siempre a otro, a algo que se ordena en el exterior y, por eso, su definición es una aventura intelectual.

En cuanto a las caracterizaciones establecidas, existen dos tipos comúnmente reconocidos: relación real y relación de razón. La primera se encuentra en la realidad de las cosas mientras que la segunda depende únicamente de las operaciones racionales del individuo cuando compara una cosa con otra. Se denominan, por tanto, relaciones accidentales y relaciones sustanciales. La filosofía clásica ha diferenciado siempre el concepto de relación para referirse a lo antropológico o a lo teológico. Con frecuencia se ha afirmado que la relación antropológica o, incluso, las que se dan en el plano cosmológico, tienen un carácter accidental, es decir, no existen por sí mismas sino en función de otros.

Sin embargo, si el concepto de relación se aplica a la realidad de Dios, esta adquiere un carácter sustancial, puesto que Dios es relación en esencia. En este caso, son relaciones subsistentes: no necesitan de un sujeto en quien deban fundarse, pues se fundan en lo que Dios mismo es, a saber, relación. Por esto, la relación se refiere a una realidad mucho más compleja y profunda, en que los individuos que comportan esta relación no quedan absorbidos por la relación, sino que a la vez son considerados ellos mismos en su real dimensión. Desde esta perspectiva, la relación hace referencia a otro, es apertura de un yo a un tú y deja aún un espacio a un nosotros (Clavell, 1991). Esta figura metafísica dará luz a un nuevo concepto que será fundamental en el desarrollo intelectual del cristianismo; nos referimos al concepto de persona.

2.2. Situación actual para la compresión del principio de relación personal

El concepto de relación, tanto en la filosofía como en la teología cristiana, no puede entenderse adecuadamente sin el concepto de persona. Es precisamente en la intersección entre estos dos conceptos donde se encuentra la mayor profundidad del pensamiento cristiano y la herencia cultural occidental. El concepto de persona ha experimentado múltiples transformaciones a lo largo de la historia, atravesando periodos de rechazo y reducción, así como defensas notables por parte de pensadores como Søren Kierkegaard, Gabriel Marcel y las corrientes personalistas. Sin embargo, desde una crítica teológica, se observa que este concepto, aunque altamente debatido entre la Edad Media y la modernidad, ha perdido en ocasiones su raíz original referida a Dios, es decir, su referencia a la humanidad como Imago Dei, como se verá a continuación de modo general.

Un primer aspecto crucial es el fundamento cristiano de la persona y su carácter relacional. La definición de persona ofrecida por Boecio, aunque importante, se centra en la racionalidad y la entidad, y tiende a pasar por alto la dimensión relacional esencial. Esta dimensión ha sido elaborada profundamente en la reflexión sobre la Trinidad, desde san Agustín hasta nuestros días. En este contexto, las aportaciones de san Agustín y otros teólogos han iluminado la relación radical interna de Dios como una relación de personas (Ratzinger, 2004). Un segundo aspecto es que, desde la filosofía neoescolástica, el concepto de persona ha sido objeto de rigurosas críticas, las cuales han subrayado la importancia de una metafísica adecuada para caracterizar y definir a la persona. No obstante, es esencial rescatar el valor de la responsabilidad de ser persona, especialmente en el contexto relacional. La crítica a la neoescolástica —situada en la modernidad—, a veces percibe una reducción ética; sin embargo, esto puede ser una oportunidad para pensar la relacionalidad de la persona desde una perspectiva metafísica más rica (Gilson, 1998).

Posteriormente, el personalismo del siglo XX, representado notablemente por Emmanuel Mounier y, en ciertas fases, por Jacques Maritain, sostiene que la esencia de la persona se realiza a través de la acción libre. Según esta perspectiva, el individuo se convierte en persona mediante actos libres que expresan su dignidad inherente. La persona, en este sentido, no es un objeto de estudio para la ciencia o la metafísica, sino un principio de imprevisibilidad y libertad. La persona se define por su capacidad para hacer elecciones, y esta libertad es fundamental para su identidad. El compromiso fiel con la vocación personal permite a la persona estar en auténtica comunión con los demás (Maritain, 1983).

En esta línea, a pesar de la tendencia contemporánea a la inmanentización del ser persona, la filosofía actual muestra una inclinación hacia una trascendencia que va más allá de lo físico y se adentra en lo metafísico. La persona debe trascender continuamente a sí misma para evitar quedar atrapada en los límites de la individualidad. La subjetividad de la persona busca la trascendencia, evitando así quedar reducida a un nivel infrapersonal. El pensamiento contemporáneo ha destacado la dimensión de apertura y la comunicabilidad de la persona, equilibrando las nociones personalistas con otros aportes filosóficos.

En este contexto, el principio de relación humana es una analogía de la profunda relación de personas en la Trinidad divina. La comunión personal de Dios, entendido como Amor (1 Jn 4:8), se refleja en la vocación al amor inscrita en el corazón del hombre y la mujer (Familiaris consortio, #11). En consecuencia, la relación de Dios no puede entenderse meramente en términos ontológicos; al contrario, “el concepto de persona trasciende los límites de la ontología y se manifiesta como relación, porque decir persona es decir diálogo, encuentro” (Fernández Ochoa, 2014). Por consiguiente, tal como expresa la fe cristiana, la relación entre el Padre y el Hijo, unida en el amor del Espíritu Santo, define la naturaleza de Dios como un nosotros. Y, de manera análoga a su creador, el ser humano —como imagen de Dios—, está llamado a un encuentro pleno con los otros y con el Dios de la vida, dando lugar, también, a un auténtico nosotros (Fernández Ochoa, 2014).

De este modo, en la experiencia humana, la plenitud de la persona se alcanza a través de la entrega y el encuentro con los demás, que se expresa de manera plena en el matrimonio, como veremos a continuación.

3. Fundamentos trinitarios del principio de relación

En la reflexión antropológica de la teología cristiana, el punto de partida es la afirmación de Génesis 1:26, que revela al ser humano como creado a imagen y semejanza de Dios. Este principio implica que el hombre no es una mera creación, sino una manifestación especial del acto creador de Dios, conformada de manera intencional y amorosa. Para captar la profundidad de esta afirmación, es esencial explorar la naturaleza de Dios, revelada como Trinidad en la tradición cristiana, y comprender cómo esta revelación ilumina la esencia del ser humano como imagen de Dios.

En concreto, la doctrina cristiana enseña que Dios es trino, lo que implica que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo comparten una única naturaleza divina. A diferencia del concepto de un ser supremo impersonal —como el Uno de Plotino, el Bien de Platón, o el motor inmóvil de Aristóteles—, la Trinidad cristiana revela un Dios que es profundamente relacional. Esta Trinidad no es una entidad indivisa, sino una comunión dinámica de personas divinas: el Padre, quien engendra al Hijo, y el Hijo, quien es engendrado por el Padre, están en una relación de amor eterno y perfecto. Esta relación no es autosuficiente ni estática, sino que, por su perfección infinita, se abre hacia una fecundidad que genera al Espíritu Santo, la manifestación del amor entre el Padre y el Hijo (Pannenberg, 1992).

Ahora bien, el concepto Trinidad no solo describe la esencia de Dios, sino que análogamente, fundamenta una antropología teológica. En la plenitud de la Trinidad, encontramos el modelo paradigmático para la relación y la comunión. La perfección y la generosidad del amor trinitario revelan una relación que trasciende la mera existencia individual y se extiende hacia una comunicación y fecundidad sin fin. En este marco, la humanidad, creada a imagen de Dios, se entiende como llamada a reflejar y participar en esta dinámica relacional divina. Por tanto, la comprensión trinitaria de Dios proporciona los cimientos para una antropología auténticamente teológica, según la cual la imagen de Dios en el ser humano no se limita a una semejanza ontológica superficial, sino que se arraiga en la realidad profunda de una relación trinitaria. Esta relación trinitaria nos invita a ver en la humanidad una vocación a vivir en relación y comunión, reflejando la perfección y la generosidad del amor de Dios (Moltmann, 1982).

3.1. Dios uno y trino

En su reflexión sobre la teología trinitaria de Joseph Ratzinger, Luis Francisco Ladaria (2013) señala que, aunque su vasta cantidad de escritos sobre eclesiología y escatología podría sugerir que la Trinidad no era un asunto de especial interés para él, la apreciación de su obra requiere considerar que todos sus textos sobre la Trinidad merecen una atención particular. La valoración meramente cuantitativa podría inducir a error, por lo que es fundamental profundizar en la temática trinitaria abordada por Ratzinger.

En su obra Introducción al cristianismo, inicia la sección sobre el Dios uno y trino con una invitación a una reflexión profunda:

Aquí el deseo de conocerlo todo inmediatamente y a la perfección puede convertirse en una funesta necedad. Solo el humilde reconocimiento de que no se sabe es el único saber verdadero; la contemplación atónita del misterio incomprensible es la única profesión de fe en Dios. El amor es siempre mysterium. El amor mismo, el Dios increado y eterno, tiene que serlo en sumo grado: el misterio mismo. Sin embargo, a pesar de la resignación de la razón, que es la única forma de que el pensar permanezca fiel a sí mismo y a su misión, hemos de hacernos esta pregunta: ¿qué es propiamente la confesión en el Dios Uno y Trino? (Ratzinger, 2002, p. 139)

Luego, en Teoría de los principios teológicos, Ratzinger refuerza esta perspectiva al abordar la sabiduría, indicando que la comprensión de la Trinidad solo se realiza en el contexto de una comunión dinámica con Dios (Ratzinger, 2005b, p. 427). Para él, la transición de la fe de un Dios único a la fe en un Dios uno y trino se basa en una necesidad interna que se revela a través de la particularidad que precede a la generalidad. La percepción de la libertad en la creación y en el ser humano demuestra la existencia de un creador amoroso que se comunica libremente. Esta comprensión del mundo y la creación permite el salto del monoteísmo hacia una fe en un Dios uno y trino. La doctrina trinitaria, por lo tanto, no surge de una especulación abstracta sobre Dios, sino de la experiencia histórica en el camino de fe de los creyentes (Fuster Perelló, 2001, pp. 299-300; Ratzinger, 2002, p. 139). La elaboración de la Trinidad es una tarea que busca hacer comprensible a Dios, y debe ser entendida tanto en términos negativos como positivos. La doctrina trinitaria ayuda a comprender lo que Dios no es, revelando que nuestra comprensión siempre es infinitamente menor que la realidad de Dios mismo. No se trata de una definición que encierre a Dios en los límites del saber humano, sino de una expresión de nuestras limitaciones (Ratzinger, 2002, pp. 146-151).

A la vez, la doctrina trinitaria también tiene una dimensión positiva (Ratzinger, 2002, pp. 151-153). Confesar a Dios como persona implica reconocerlo como un ser de inteligencia creadora, conocimiento, palabra y amor. Confesar a Dios como persona conlleva necesariamente confesarlo como una realidad relacional, comunicativa y fecunda. La singularidad absoluta, carente de relaciones, no puede constituir una persona. La palabra griega prosopon, que se traduce literalmente como “respecto”, indica relación como un elemento esencial de la persona. De manera similar, la palabra latina persona proviene de la partícula per, que también implica relación y comunicabilidad. Aunque el término puede tener orígenes teatrales en griego, sigue siendo una herramienta valiosa en el lenguaje humano para expresar la relación y la comunicabilidad inherentes a la persona (Ratzinger, 2002, p. 153).

3.2. La fe en la Trinidad como diálogo

Lo expresado anteriormente es consecuencia de una profunda y atenta lectura espiritual e intelectual que se forjó en los primeros siglos del cristianismo. La formulación de la fe trinitaria se consolidó durante los siglos II y III, vinculándose estrechamente con el rito bautismal y teniendo como referencia el mandato de Mateo 28:19 (Ratzinger, 2002, p. 74). Siguiendo esta idea, la fe no se comprendió como la aceptación de doctrinas abstractas e indiferentes al ser humano, sino, más bien, como “un movimiento de toda la existencia humana” (Ratzinger, 2002, p. 77).

En la investigación de los contenidos doctrinales de la Trinidad, se revela un impulso dialógico que no solo tiene una dimensión eclesial, sino que también conecta toda la historia de la fe. Por esto, la fe se comprende no como un simple acto de creer en solitario, sino como un diálogo que une a los creyentes en una narrativa continua y viviente (Ratzinger, 2002, p. 79). De ahí que el diálogo con la Trinidad es la fuente última de la verdad: a diferencia de la filosofía, que busca la verdad a través de conceptos abstractos y lógicos, lo que puede resultar en una verdad inmutable y aislada, la fe trinitaria inicia el acto mismo de la relación. La fe surge de la audición y no de la reflexión filosófica. Mientras que en la filosofía la verdad es una consecuencia del pensamiento, en la fe, la verdad se revela a través de la recepción de lo no pensado previamente. En este contexto, la palabra y el acto de recibirla son fundamentales. Según Ratzinger:

La fe entra en el hombre desde el exterior. Es esencial que venga de afuera. Repito, la fe no es lo que yo mismo me imagino, sino lo que oigo, lo que me interpela, lo que me ama, lo que me obliga, pero no como pensado ni pensable. Es impensable la doble estructura del "¿crees?", "creo"..., la del ser llamado desde afuera y responder a ese llamado (…) no ha sido la búsqueda privada de la verdad la que ha llevado a la fe, sino la aceptación de lo que se oyó. (Ratzinger, 2002, p. 80)

Por esto, la palabra, en su manifestación como acontecimiento, une a los seres humanos en una realidad que es tanto espiritual como temporal y social. La búsqueda filosófica de la verdad es una empresa individual que posteriormente consigue compañeros de viaje. En contraste, la fe se manifiesta en comunidad desde el principio, destacando su carácter social y promoviendo un viaje compartido hacia la verdad. La fe se orienta esencialmente hacia el tú y el nosotros, estableciendo una relación en la que el hombre y Dios se co-implican y entrelazan. Esto da lugar a una nueva relación: la del Reino de Dios. Así, quien está más conectado con los demás está también más abierto al encuentro con el Dios viviente (Ratzinger, 2002, pp. 79-86).

En esta línea, Ratzinger argumenta que el nombre de Dios, en su carácter activo y dinámico, al integrarse con el pensamiento griego, acabó por ser ontologizado, lo que dificultó el diálogo tanto con Dios como entre los seres humanos (Ratzinger, 2002, p. 101). A diferencia de esto, la actitud religiosa debe ser entendida como la postura del ser humano que se encuentra en y con los otros; es una actitud fundamentalmente relacional. En consecuencia, la experiencia humana, entonces, nos prepara para recibir una revelación que es en sí misma un diálogo continuo. Por tanto, la estructura dialógica de la fe en la Trinidad ofrece tanto una visión del ser humano como de Dios.

3.3. La Trinidad como fuente creadora y comunicadora

Aunque no siempre abordado en el marco de la reflexión sistemática, el tema de la creación constituye una preocupación central en la perspectiva pastoral de Joseph Ratzinger: el olvido de la creación tiene implicaciones antropológicas profundas, revelando una pérdida de la capacidad del ser humano para la reflexión y la búsqueda (Ratzinger, 2005a, pp. 14-15). Esta perspectiva destaca la importancia de recuperar una visión teológica que integre la creación como un aspecto fundamental de la comprensión antropológica. En este sentido, la doctrina trinitaria ofrece una visión única sobre la creación, diferenciándose de las explicaciones proporcionadas por otras tradiciones. Ratzinger subraya que la fe cristiana entiende el universo no como un producto de la oscuridad o la sinrazón, sino como el fruto del entendimiento, la libertad y la belleza del amor divino. En sus palabras:

El universo no es producto de la oscuridad y la sinrazón. Procede del entendimiento, procede de la libertad, procede de la belleza que es amor. Ver esto nos da el valor necesario para vivir; nos fortalece para sobrellevar sin miedo la aventura de la vida. (Ratzinger, 2005a, pp. 48-49)

En esta perspectiva, los relatos de la creación presentes en diversas culturas del Próximo Oriente Antiguo expresan la búsqueda universal de comprender el origen del cosmos. Sin embargo, la Biblia judeocristiana aporta un carácter distintivo al relato de la creación, presentándola no como un conflicto entre deidades, sino como un acto de amor y libertad divina. Para Israel, la creación es una manifestación del amor auténtico de Dios, quien se revela en su libertad absoluta. Ratzinger sostiene que, si Dios es pura relación y comunicación, la creación refleja su esencia:

Si Dios ha de existir como pura relación, como puro don comunicador, la creación es la obra que manifiesta todo lo que es él. Un Dios que se limita a sí mismo no expresa toda su grandeza ni la consistencia de su amor. (Ratzinger, 2005a, p. 50)

No obstante, para Ratzinger, el evento cristológico es el centro de referencia para interpretar toda la Escritura. De este modo, la comprensión de la creación alcanza una mayor claridad con la revelación del Hijo: el diálogo entre Creador y creación se ilumina a través del Hijo, quien comunica las intenciones del Padre. En su obra Introducción al cristianismo, Ratzinger explica que la personalidad del Dios creador se manifiesta no solo en el acto de creación, sino en la libertad inherente a dicha creación. En este contexto, la libertad no se comprende como caos, sino como la capacidad de un amor que permite la libertad en el mundo (Ratzinger, 2002, p. 136). El teólogo alemán argumenta que el mundo creado no se ajusta a una ecuación matemática, sino que debe ser entendido en términos de libertad y amor. El mundo refleja una estructura en la cual lo mínimo puede ser lo máximo, y lo particular puede ser más significativo que lo general. La libertad es el principio fundamental que subyace a toda la creación (Ratzinger, 2002, p. 137).

Finalmente, Ratzinger enfatiza la necesidad de reconocer que el acto creador de Dios es esencialmente diferente de una explosión primordial. La creación debe ser entendida como un acto sabio y deliberado, en el cual la conciencia y la norma se restauran en una relación correcta. La grandeza del ser humano no radica en una autonomía aislada, sino en su capacidad para sintonizar con la sabiduría de la creación y el mensaje del creador. En este sentido, la consonancia con la creación no limita la libertad humana, sino que expresa nuestra razonabilidad y dignidad (Ratzinger, 2005a, pp. 55-56).

3.4. El Espíritu Santo, el nosotros

Analizados los puntos anteriores, cabría preguntarse ahora: ¿cómo aporta el Espíritu Santo a la comprensión de la relación como principio antropológico cristiano? Pues bien, la paradoja una essentia, tres personae se enraíza en el problema fundamental de la unidad y la multiplicidad. En la filosofía griega, esta cuestión ocupaba un lugar central. Los pensadores antiguos consideraban que la unidad era divina, mientras que la multiplicidad se veía como algo secundario, un posible desmoronamiento de la unidad o incluso su ruina. Sin embargo, el pensamiento cristiano avanza más allá de estas categorías al proponer una fe en un Dios que es simultáneamente unidad y multiplicidad, trascendiendo así las limitaciones del pensamiento racional griego (Ratzinger, 2002, p. 136).

En este contexto, el concepto de persona en la Trinidad cobra especial importancia. Según Ratzinger, esta noción no puede entenderse adecuadamente sin considerar la estructura del nosotros. Ladaria (2013) señala que esta es la contribución más original de la teología trinitaria de Ratzinger: la idea del nosotros en Dios. La relación entre el Padre y el Hijo no se limita a una dinámica de tú-yo, sino que se expande a un nosotros más amplio, en el que el Espíritu Santo está intrínsecamente involucrado. En esta visión, Dios no es unipersonal, sino una pluralidad que posee la misma dignidad que la unidad dentro del pensamiento y la praxis cristianos.

El concepto del nosotros divino se expresa en las antiguas fórmulas que continúan siendo nuestras: “mediante Cristo, en el Espíritu Santo, hacia el Padre”. Sin embargo, Ratzinger señala que este aspecto del nosotros ha sido relegado en parte debido al desarrollo del pensamiento agustiniano, que se centró en la Trinidad, en su interioridad, perdiendo así la riqueza de su comunicabilidad y sus implicaciones tanto teológicas como antropológicas (Ladaria, 2013).

En definitiva, lo dicho anteriormente permite leer y adentrarse a la dimensión de la realidad relacional desde la Trinidad y abrir perspectivas en la teología que pueden enriquecer la práctica catequética, por ejemplo, sobre el matrimonio. Enfatizar una visión trinitaria de la persona humana, que esté profundamente arraigada en la tradición cristiana auténtica —basada en la relación—, y elevar esta característica de un nivel secundario a uno de vital importancia para la catequesis matrimonial, es una tarea aún pendiente. Tal enfoque puede proporcionar una explicación más profunda y genuinamente cristiana desde un ámbito que representa un encuentro radical y profundo en el amor conyugal, como veremos a continuación.

4. El principio de relación en el matrimonio

4.1. El carácter teológico del matrimonio

Desde la perspectiva teológica, el ser humano, al ser imagen de Dios, se define radicalmente como diálogo, referencia, comunión y apertura a otros. Por lo tanto, el matrimonio debe ser el ámbito primordial en el que se viva esta relación de manera auténtica. Según J. Ratzinger, el matrimonio y la familia no son construcciones sociológicas casuales, ni meros resultados de condiciones históricas o económicas particulares. En cambio, la correcta relación entre el hombre y la mujer se arraiga en la esencia más profunda del ser humano, y solo a partir de esta esencia puede encontrar su verdadera respuesta. Esta cuestión está inseparablemente unida a la pregunta fundamental sobre la naturaleza del hombre: ¿quién soy yo? ¿Qué es el hombre? Y, a su vez, esta pregunta está íntimamente conectada con el interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? ¿Quién es Dios? ¿Cuál es su verdadero rostro? (Benedicto XVI, 2005). La respuesta bíblica a estas cuestiones es coherente y unitaria: el ser humano es creado a imagen y semejanza de Dios, quien es amor. Por lo tanto, la vocación al amor es lo que hace que el ser humano refleje auténticamente la imagen de Dios: en la medida en que ama, puede comprender quién es Dios. Solo abriéndose y entregándose, el ser humano se conoce a sí mismo y prepara su corazón para recibir a Dios (Benedicto XVI, 2005). En la comunión interpersonal, el hombre se reconoce a sí mismo como pura relacionalidad (FC, #11).

Esta premisa fundamenta la existencia de la relación conyugal, que no se agota en una descripción superficial. Más bien, abre horizontes hacia la plenitud como sacramento, elevando la naturaleza de esta relación a una sintonía perfecta entre la humanidad y Dios, orientada hacia su plan salvífico (Benedicto XVI, 2005). Dios crea al ser humano por amor, y este amor no sería pleno sin una finalidad inscrita en el acto de la creación. El plan divino no se limita a la creación del ser humano, sino que también lo guía hacia la plenitud de su existencia. Dios otorga al ser humano la gracia redentora para invitarlo a participar gratuitamente en la divinidad, mediante la vida eterna.

Por ello, la afirmación “no es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2:18) revela la incompletitud del hombre al no tener un tú humano con quien cumplir el plan de salvación. Esta finalidad adquiere pleno sentido solo cuando involucra a otro con quien acompañarse. Dios, al crear al hombre a su imagen y semejanza, le confiere el sentido de relación que caracteriza a la Trinidad. Nuestro Dios no es un ser solitario; es un Dios trino, en relación como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Así, el hombre también comprende su existencia en la relación recíproca con otro ser por amor, tal como Dios mismo es (Deus caritas est, #11).

La institución matrimonial, por lo tanto, no es una imposición social o una injerencia autoritaria, sino una exigencia interior del pacto de amor conyugal, que se confirma públicamente como único y exclusivo. Esto asegura que se viva fielmente el designio del Dios creador (FC, #11). El matrimonio trasciende el ámbito público y social, constituyendo la base fundamental sobre la cual el ser humano encuentra su vocación y sentido. El yo humano se descubre en el tú, se revela en el encuentro del nosotros, y así se afirma que el ser humano es esencialmente relación y comunión.

En esta línea, el amor es la base fundamental de toda relación. Sin embargo, no se trata de un amor meramente sentimental, que se queda atrapado en el yo, sino un amor oblativo que refleja la imagen de Dios. En la actualidad, el concepto de amor está sobreutilizado y, a menudo, desvirtuado en su origen. Por esta razón, J. Ratzinger dedicó su primera encíclica papal a esta preocupación: orientar sobre el verdadero sentido del amor. Dios es amor, y si Él lo es, entonces toda la comunidad humana está llamada a serlo también. Es decir, la vocación humana es el amor, porque así surge de la creación. El amor actúa como una fuerza extraordinaria que nos impulsa a actuar (Deus caritas est, #4-6).

La belleza de esta dinámica radica en que el amor, tanto divino como humano, debe fluir libremente. El hombre se une a su esposa y la esposa a su marido a través de un acto que expresa pura libertad. El “sí” de los esposos es un acto liberador y unificador (Gn 2:23). Esta libertad, como capacidad de correspondencia, permite la unión y la vida en comunidad, que es el designio primordial del ser humano (Gn 2:18-25). Si el hombre renuncia a esta comunión y se aísla en su soledad, actúa en contra de su propia libertad, pues se distancia de su principio original: la relacionalidad (Gn 3:10). En este sentido, la libertad verdadera es aquella que expresa el cometido del ser humano como comunión, en plena convivencia con Dios (Lc 1:38; Benedicto XVI, 2005).

4.2. El matrimonio es público, social y sexuado

El “sí” de los esposos representa un acto de carácter público, asumido dentro de la comunidad. Esta comunidad es testigo de su declaración, y a partir de ese momento, el matrimonio no solo se vive dentro de la esfera privada, sino que también se inserta en un contexto social más amplio. El matrimonio se convierte en un pilar para la vida social, formando la familia, que es el núcleo fundamental de toda sociedad.

De este modo, la familia, como fruto originario del matrimonio, responde a una exigencia social fundamental. El principio esencial de la familia es el servicio a la vida, realizando a lo largo de la historia la bendición original del creador mediante la transmisión de la imagen divina de ser humano a ser humano (Ratzinger, 1970). La dimensión sexuada de la humanidad es crucial en este contexto, ya que no solo denota la diferenciación entre hombre y mujer, sino que también radicaliza el carácter unitivo de la dimensión amorosa. El “sí” de los esposos no es únicamente una manifestación del alma espiritual humana y del ejercicio de la libertad que implica la dimensión divina de la unión, sino también una afirmación de la sexualidad en su aspecto biológico (un cuerpo de hombre con un cuerpo de mujer), a través de la cual los esposos se convierten en co-creadores con Dios (Benedicto XVI, 2005).

Por tanto, el “sí” de los esposos debe ser a la vez espiritual y corporal. Este “sí”, que implica una entrega gratuita y amorosa de todo el ser humano al otro, fundamenta la afirmación de J. Ratzinger: “Solo la roca del amor total e irrevocable entre hombre y mujer es capaz de fundamentar la construcción de una sociedad que se convierta en una casa común para todos los hombres” (Benedicto XVI, 2005). Esta visión integral del matrimonio subraya su carácter público y social, al tiempo que reconoce la importancia de la dimensión sexuada en la configuración de una comunidad humana cohesionada y profundamente unida.

5. A modo de conclusión

La revisión de los antecedentes trinitarios significativos para este estudio nos ha permitido ir hacia una estructura antropológica y, así, descubrir en este horizonte el lugar donde radica la esencia del matrimonio, según J. Ratzinger.

La idea de que Dios es una esencia en tres personas pavimenta el camino para entender a la persona como relación. Las tres personas que hay en Dios son por su esencia —según Agustín y la teología de los últimos padres— relaciones. No son sustancias que existen una junto a otra, sino que son verdaderas relaciones, y no otra cosa. El estar relacionado no es algo añadido a la persona, es la persona misma (Ratzinger, 1976, p. 170).

Esta estructura dialógica, dinámica de pura referencia, no se ancla en el diálogo entre el yo-tú, sino que es apertura al nosotros, así como el Dios trinitario, que no se queda en la dialéctica Padre-Hijo, sino que es también un nosotros entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En ambas partes, no existe el yo puro, ni el tú puro, sino un yo-tú integrado en un nosotros más amplio. Este nosotros trinitario —la realidad de que Dios existe también como un nosotros— prepara el terreno para el nosotros humano. La relación del cristiano con Dios es relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La realidad plural de Dios, que se nos manifiesta en el “por Cristo en el Espíritu Santo hacia el Padre”, nos introduce en el nosotros de Dios y en el nosotros de los hombres (Ratzinger, 1976, p. 179).

La persona humana se entiende en un ámbito de relacionalidad, de entrega, de don. La persona posee, de por sí, un cuerpo cuyo lenguaje es esponsal; es decir, el cuerpo está hecho para relacionarse, todo cuerpo reclama otro cuerpo, necesita darse a otro. Pero este cuerpo no es un mero conjunto biológico: es el cuerpo de una persona. Por ello, al hablar acerca de la vocación de la persona, esta se puede definir como el llamado a la comunión de personas/de cuerpos (García, 2005, pp. 49-51). Así, el ser humano no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás (Gaudium et spes, #24).

En definitiva, como uno de los llamados que parten de la revelación misma (FC, #11), el matrimonio entre dos personas no es otra cosa que la entrega libre y amorosa de un hombre y una mujer a la comunión-de-personas/de cuerpos: El único lugar que hace posible esta donación total es el matrimonio, es decir, el pacto de amor conyugal o elección consciente y libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios mismo, que solo bajo esta luz manifiesta su verdadero significado. La entrega total como don del uno al otro tiene manifestaciones concretas; esto es, en la sexualidad y en su resultado natural, la fecundación. En esta entrega total existe la mayor concretización de lo que es ser persona: ser imago Dei, imagen de Dios como comunión de personas. En el ámbito de la fidelidad, que es manifestación y exigencia del don del uno al otro, se hace patente la sabiduría divina en cuanto trinitaria y creadora.

Notas
  1. Académica de la Universidad Católica de la Santísima Concepción - Teóloga - Licenciada en Educación - Magíster en Ciencias de la Familia por la Universidad Católica de la Santísima Concepción - Magíster en Teología Canónica por la Pontificia Universidad Católica de Chile mención Teología Fundamental - Doctoranda en Teología Canónica mención Antropología Teológica por la Pontificia Universidad Católica de Chile - Becaria ANID programa Doctorado Nacional 2024/2027

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