Revista de Educación Religiosa, volumen II, nº 5, 2022, DOI 10.38123/rer.v2i5.268

Educación ciudadana y educación religiosa en Chile: una mirada societal a la crisis de las instituciones

Fabián Bravo Vega1
Universidad de Santiago de Chile

Introducción y problematización

La educación constituye un pilar fundamental para la reproducción de las sociedades, posibilita la transmisión de la cultura y establece los parámetros del cambio sociocultural. En la modernidad ha sido caracterizada desde múltiples direcciones, ya sea como un dispositivo de disciplinamiento institucional orientado a la formación de cuerpos políticamente dóciles y económicamente rentables en el contexto noroccidental (Foucault, 2002), o incluso como una vía de emancipación política, en el caso latinoamericano (Freire, 2005).

Esta función sociocultural reproductiva la instala en un lugar de intersección e interdependencia con otros ámbitos de la vida social, como la economía y la cultura. Basta con mencionar, por ejemplo, la influencia que el industrialismo ha tenido en la educación chilena durante gran parte del siglo XX, introduciendo conceptos propios de modelos fabriles, tayloristas y fordistas en los proyectos educativos (Reyes, citado en Contreras, 2015). Por lo tanto, lejos de ubicarse en tanto esfera completamente autónoma, la educación constituye una clave de entrada para la comprensión de las sensibilidades de cada época.

Bajo este aspecto, en la actualidad, la sociedad chilena se encuentra enfrentando una serie de profundas transformaciones a nivel societal que tienen entre sus principales manifestaciones una crisis de representación, confianza y legitimidad de las instituciones (Bahamondes, 2017). Uno de los indicadores más decidores de este paisaje dice relación con la baja pertenencia y participación en asociaciones (Encuesta Nacional Bicentenario, 2016). De igual manera, en el plano de la religiosidad, se aprecia una tendencia hacia la desafección de las organizaciones religiosas. En efecto, según la Encuesta Nacional Bicentenario (2021), el catolicismo ha experimentado una drástica disminución en su adhesión e identificación, de un 66% en 2007 a un 42% en 2021. Asimismo, en el mismo lapso, el mundo evangélico también ha sufrido un fuerte proceso de desafiliación, de un 18% a un 14%. En consonancia con ello, desde la óptica sociopolítica el panorama presenta el mismo derrotero: según una encuesta nacional de opinión pública realizada por el Centro de Estudios Públicos (2021), el Gobierno, el Congreso y los partidos políticos se ubican como las entidades que generan mayor desconfianza en la ciudadanía.

De esta manera, en primer lugar, consideramos que una estrategia clave para la comprensión de este fenómeno se encuentra en una problematización centrada en los mecanismos de transmisión y socialización de la religiosidad y de la ciudadanía planteadas desde la educación formal. En segundo lugar, debemos justificar la razón de centrarnos en estas dos áreas del campo educativo. Pues bien, históricamente, religión y ciudadanía constituyen ejes estructuradores del orden social. El primero ha sido conceptualizado, a partir de la sociología clásica, como condición de posibilidad para la formación de las sociedades llamadas tradicionales o premodernas (Durkheim, 2012). En tanto que la segunda corresponde a una noción asociada a la emergencia de la modernidad y la secularización, definida por un nuevo sentido identitario y un tipo de lazo social abstracto basado en la lealtad a la nacionalidad (Déloye, 2004). Por ende, ambos significan vías de entrada para la objetivación de los fundamentos que vinculan a una comunidad y que dan cuenta acerca del estado actual de integración y cohesión de una sociedad.

De allí que nos proponemos relacionar la educación ciudadana (que incluye tanto la Educación cívica como la Formación ciudadana) y la educación religiosa (actualmente conocida como ERE), centrándonos en aspectos de carácter estructural que definen y modelan las claves curriculares de cada área. Nuestro argumento central es que en ambos ámbitos podemos encontrar correspondencias que responden a condicionamientos de orden societal y que, en las últimas décadas, derivan en un “desencaje” entre individuo y sociedad. En el caso de la educación ciudadana, este proceso se asocia a la disonancia público/privado y se manifiesta en la crisis de confianza y deslegitimación de las instituciones políticas observado desde la formación escolar (Muñoz y Torres, 2014). Por su parte, en la educación religiosa la distancia entre lo social y lo individual se asociaría a una crítica transversal hacia la institucionalidad a causa de casos de abuso y corrupción en las altas esferas eclesiales y por la defensa de una “agenda valórica” en detrimento de otros proyectos de carácter colectivo que incidirían en los procesos formales de transmisión de la fe, los que a su vez impactan en el sentido de pertenencia y adhesión institucional del estudiantado (Bahamondes et al., 2020).

En consecuencia, realizaremos una revisión crítica de ambas áreas curriculares situándolas en el contexto de la modernidad latinoamericana. Para ello utilizaremos como marco sociohistórico la periodización sociológica de José Domingues (2009), quien distingue tres fases: a) “modernidad liberal restringida”; b) “modernidad estatalmente organizada”; y c) “tercera fase de la modernidad”. Haremos especial énfasis en este último momento.

Dicho marco sociológico resulta particularmente valioso para la investigación macrosocietal, pues opera en tanto estrategia teórico-analítica que permite identificar regularidades en la historia de la modernidad, ya sean estas elementos que se interrelacionan y componen una matriz sociopolítica (Estado, sistema de partidos políticos, estructura socioeconómica y actores sociales) (Garretón et al., 2004), o bien como una vía para reconocer las diversas modalidades de organización, clasificación y categorización de los mundos religiosos a nivel latinoamericano: desde la instauración de categorías rígidas, pasando por el pluralismo, hasta la inclasificación propia del tiempo presente (Algranti y Setton, 2022).

Desde esta perspectiva, dicha estrategia permitirá el reconocimiento de la existencia de matrices socioestructurales que han operado a lo largo de la historia y que tienen correlatos en las diferentes esferas de la vida social de nuestro país y el resto de la región. Lo anterior posibilitará encuadrar las tensiones internas de ambos tipos de campos curriculares bajo una clave sociológica común. En términos de estructura, el trabajo comienza destacando la importancia de la religión y la ciudadanía a nivel general y específicamente educativa para la modernidad de América Latina. Luego, se desarrolla un análisis relacional de la educación ciudadana y la educación religiosa en Chile. Posteriormente, se profundiza en las tensiones propias de la tercera fase de la modernidad para finalmente indicar algunas claves interpretativas a partir de los procesos de individuación de las últimas décadas y conclusiones globales.

Religión y ciudadanía en la modernidad latinoamericana

Tradicionalmente, América Latina constituye una región que ha sido pensada e imaginada a partir de una narrativa hegemónica de la modernidad occidental, la cual es entendida como un gran marco histórico y civilizatorio desarrollado de manera simultánea en diferentes latitudes (Domingues, 2009, p. 22). Este modelo narrativo ha sufrido un fuerte cuestionamiento desde nuestras sociedades, principalmente ya que establece una visión normativista que configura un régimen hegemónico de historicidad. En este contexto, el proceso de transformaciones inspiradas en el proyecto moderno, la modernización, desarrolla un relato de carácter teleológico en el que el tiempo es el soporte sociocultural que asimila el futuro con la “idea de progreso”.

Por ello, la modernidad es un logro y triunfo occidental, inédito y endógeno, que establece así una hoja de ruta civilizacional ideal (Martucelli, 2020). Esta convicción cristaliza en la tesis que articula Occidente-modernidad-modernización como un gran núcleo analítico y un relato que tiene como protagonista a las sociedades noroccidentales (principalmente las grandes potencias de Europa y, con posterioridad, Estados Unidos) en tanto depositarias de los valores y la superioridad del proyecto moderno, y encargadas de civilizar al resto del planeta.

De allí que, a pesar de la disonancia entre la vida social en nuestra región y la pretensión normativista de los modelos noroccidentales de la narrativa hegemónica occidental, consideramos la modernidad, como clave comprensiva, un marco útil para desarrollar la discusión. Principalmente, porque nos provee herramientas analíticas para la problematización de aquellos elementos referidos a la instauración, cristalización y mantenimiento del orden social, sus principios constitutivos, así como su impacto a nivel colectivo e individual. En efecto, basta hacer un breve repaso de algunos conceptos propios de la academia, tales como modernidad “barroca” (Morandé, 2017), modernidad con “otra lógica” (Parker, 1996) y modernidad “híbrida” (García-Canclini, 2007) para constatar su presencia central en la producción de conocimiento latinoamericano.

Desde esta visión, la religión en América Latina constituye el eje articulador del lazo social y posibilitador de síntesis entre el mundo indígena y el mundo ibérico, característica de las llamadas sociedades tradicionales latinoamericanas. En este contexto, el rol del catolicismo estará orientado en tanto mecanismo de cohesión y fuerza integradora frente a un tejido social altamente heterogéneo y fragmentado (Amestoy, 2010). Su importancia queda de manifiesto en el papel que cumple en el proceso de transmisión de la fe en la América colonial.

Con posterioridad, la emergencia de la modernidad supondrá el desafío de generar una nueva narrativa cohesionadora, ya no a través de la idea de una monarquía de origen sagrado en alianza con la Iglesia, sino más bien a partir de un nuevo lazo social que configura una “comunidad imaginada” sostenida por la idea de nación y por el reconocimiento de deberes y derechos (Anderson, 1993). En este sentido, conviene precisar cómo la modernidad desarrolla su proyecto adoptando diferentes modalidades sociohistóricas. Es en estas trayectorias donde situaremos el lugar de la religión y la ciudadanía.

Siguiendo con este razonamiento, en la llamada fase “liberal restringida” –la cual se desarrolla desde la consolidación de los proyectos de Estado-Nación en el siglo XIX hasta la década de 1930– la religión institucionalizada (el catolicismo y luego los protestantismos históricos) opera en función de las ideologías predominantes de la época: liberalismo y conservadurismo, tomando como eje crítico su relación con el naciente Estado-Nación. En el contexto de esta disputa, la noción de ciudadanía comienza paulatinamente a instalarse en tanto nuevo vínculo abstracto entre las personas y las nacientes repúblicas democráticas, y forma parte de lo que Déloye (2004) denomina nacionalismo político: “conjunto de mecanismos sociales y políticos orientados a crear y mantener, en provecho del Estado-Nación, un sentimiento de pertenencia y lealtad cívica suficientemente fuerte como para ser portador de derechos y deberes (asociados a la ciudadanía-nacional)” (p. 70). Bajo esta lógica, la educación ciudadana constituiría un pilar fundamental del mecanismo de asimilación y homogenización nacional.

En cuanto a la segunda fase, la “modernidad estatalmente organizada” –ocurrida desde los años 30 hasta la década de los 80 del siglo XX, aproximadamente–, el acento se encuentra puesto en la capacidad de integración social del Estado con diversas modalidades organizacionales (corporativismo, partidos políticos, movimientos sociales, sindicatos y organizaciones religiosas). En dicha óptica, la religión y la ciudadanía se conceptualizarán a partir de miradas que privilegian lo institucional, ya sea a través de la teoría clásica de la secularización (Algranti et al., 2019) o la conceptualización, también clásica, de la ciudadanía entendida como “aquel estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad. Sus beneficiarios son iguales en cuanto a derechos y obligaciones que implica” (Marshall y Bottomore, 2007, p. 37). Es interesante mencionar cómo ambas fuentes conceptuales responden a contextos de enunciación muy diferentes a la realidad latinoamericana, sin embargo, su influencia se constata hasta el presente.

Respecto de la tercera fase de la modernidad –ubicada desde mediados de los 80 del siglo pasado en adelante–, cabe indicar que se encuentra definida por el principio de heterogeneidad como rasgo principal de la vida social y la profundización de los procesos de “desencajes” (Domingues, 2009, p. 175), además de un marcado proceso de ciudadanización, es decir, la exigencia de una mayor democratización social. En concordancia con esta descripción, desde la esfera religiosa, con la instalación de la máxima normativa de la diversidad y la pluralidad, se impone la hipótesis del llamado “fin del monopolio católico” y la visibilización de nuevas formas de espiritualidad en el espacio público (Bastian, 2012). Con todos estos antecedentes, nos encontramos en condiciones de un análisis contextual y situado de nuestra discusión.

Aspectos histórico-estructurales de la educación ciudadana y la educación religiosa

Dentro del esquema que hemos propuesto, en 1912 la educación ciudadana cobra forma como asignatura independiente con el nombre de “Educación cívica”, y sus características esenciales se encuentran en el desarrollo de un civismo centrado en el “el amor a la patria y a la libertad, la abnegación por la familia y por sus conciudadanos, el respeto al derecho y a la justicia, el anhelo de rendir servicios al bien público” (Concha, en Mardones-Arévalo, 2018, p. 64). Este enfoque se enmarca en la construcción de una narrativa nacional, agenciada por parte del Estado, compuesta por hitos, héroes bélicos y emblemas patrios sostenidos en fuertes valores tradicionales.

Un punto de inflexión relevante se da en 1955 con la implementación de la asignatura de “Consejo de curso”, que fue pensada para poner en práctica situaciones relativas a la elección de autoridades y la administración de un gobierno. Después, a fines de los años 60, la “Educación cívica” será asimilada en la asignatura de Ciencias Sociales para luego ser reinstalada como curso bajo la dictadura militar. Con posterioridad, hacia finales de los años 90 se introduce de manera transversal el concepto de “Formación ciudadana”, el cual apela al desarrollo de habilidades vinculadas al pensamiento crítico y la capacidad de formular opiniones (Castro y Holz, 2016).

Por otro lado, los orígenes de la institucionalización de la educación religiosa moderna se enmarcan bajo la dinámica relacional entre Iglesia Católica y el Estado. Durante la segunda mitad del siglo XIX se observan algunos eventos que evidencian una desmonopolización de la educación religiosa católica y, al mismo tiempo, dan cuenta de un proceso empírico de secularización de la vida social. Nos referimos a una serie de disposiciones jurídico-legales sobre libertad religiosa conocidas como “leyes laicas”, que se materializarán en establecimientos educacionales confesionales protestantes. Posteriormente, esta tendencia será políticamente consagrada mediante la promulgación de la separación entre la Iglesia Católica y el Estado en la Constitución de 1925 (Sepúlveda, 1999).

En este contexto, durante el siglo XX vemos cómo la educación religiosa en general debe saber insertarse en un sistema escolar que sustenta su paradigma en lógicas del industrialismo taylorista, fordista y el capital humano: modelos basados en la racionalidad instrumental que privilegian la productividad y utilizan un lenguaje economicista (Vega, 2020). Es así como, desde 1984, se establece su oficialización a nivel curricular bajo la asignatura de Religión en el contexto de la dictadura militar, dando forma desde entonces a diferentes planes de estudios de inspiración católica y protestante-evangélicas hasta la actualidad.

Teniendo en cuenta este breve panorama temporal en estos dos sectores, observamos algunos patrones comunes que responden a las matrices societales de cada época. Podríamos argumentar que las primeras formas de educación ciudadana e importantes proyectos curriculares de inspiración religiosa privada emergen bajo una matriz que, como dijimos, adscribe a la construcción de una sociedad basada en principios de la modernidad occidental (“liberal restringida”). En el caso chileno, este modelo societal está marcadamente influenciado por el orden portaliano decimonónico, el cual aspira a la formación de una ciudadanía pasiva orientada al mantenimiento del statu quo (Mardones-Arévalo, 2018). En esta misma línea de pensamiento, la socialización de la religión se encuentra supeditada a la lógica del binarismo civilización/barbarie, que remite a una dimensión teleológica sobre el progreso moderno. Por ejemplo, para Sarmiento (1973) lo religioso tiene asegurada su función social de sostén y transmisión valórica en la medida en que esté protegido por los auspicios de la modernidad; de lo contrario, el colectivo se expone a la anomia y a la crisis moral. En efecto, esta razón constituye una condición de posibilidad para la difusión de la educación de origen protestante europeo migrante del siglo XIX, la que será entendida en tanto vehículo de los valores liberales y su proyecto civilizador (Bastian, 2006).

Ahora bien, durante la fase denominada “modernidad estatalmente organizada”, la educación religiosa constituye un ámbito de disputa permanente en Chile. Prueba de ello, es el debate suscitado en 1944 con la llamada “Ley Muñoz Cornejo”, la cual consistía en un proyecto de ley orientado a establecer el catolicismo como único modelo para la enseñanza religiosa en el currículo nacional (Vega, 2020). La reacción por parte de un naciente mundo evangélico-pentecostal daría cuenta de cómo dicha disputa posee su correlato en la esfera educativa con nuevos actores sociopolíticos en formación. Por cierto, este proceso de politización de la sociedad civil encuentra correspondencia en el currículo de la educación ciudadana, con la creación de la asignatura “Consejo de curso” en 1955, anteriormente señalado.

En síntesis, estos ejemplos adscriben a una arquitectura sociopolítica firmemente caracterizada por profundos procesos de modernización: industrialización, urbanización, nacionalización y democratización (Moulian y Osorio, 2014). En esta fase –denominada también “matriz nacional-popular” (Garretón et al., 2004)–, tanto la educación ciudadana como la educación religiosa forman parte de una densa constelación narrativa anclada a las teorías de la modernización, el desarrollismo y la secularización.

Educación ciudadana y religiosa en la “tercera fase de la modernidad latinoamericana”

Como se ha venido argumentando, la “tercera fase de la modernidad latinoamericana” trae aparejada una serie de desafíos societales particulares que afectan de manera directa las maneras de pensar y hacer la educación ciudadana y la educación religiosa. Para el primer caso, este diagnóstico puede evidenciarse en investigaciones que constatan una baja progresiva en la inscripción electoral en el segmento etario más joven, pero que contrasta con una activa participación en el espacio público ajena a las lógicas convencionales (Arancibia, 2012). Adicionalmente, en un estudio realizado en estudiantes de 8° año básico se observó una incapacidad para articular los planes y programas con la dimensión de la vida cotidiana, lo que en otras palabras significa que los estudiantes no consiguen imbricar sus intereses personales con los colectivos:

existen algunos conocimientos y ciertas habilidades asociadas como: la capacidad de ser tolerantes, de respetar las ideas ajenas y de trabajar de manera colaborativa. Sin embargo, no logran relacionarlas ni contextualizarlas desde un contexto social más amplio. El estudiantado las valora porque las considera útiles para su formación como individuos, para su crecimiento y bienestar personal, y no porque ellas pudieran contribuir a su formación como ciudadanos y ciudadanas. El eje de la valoración es el individuo y no el aporte que puede realizar ese individuo al resto de la sociedad. (Muñoz y Torres, 2014, p. 239)

El carácter antinómico del panorama descrito puede extrapolarse a nivel curricular, puesto que la tensión interna entre “Educación cívica” y “Formación ciudadana” constituye, a nuestro juicio, el epítome de la condición actual que adolece este ámbito (PNUD, 2021). Con esta premisa podemos sostener que en la educación ciudadana ha prevalecido un modelo centrado en la enseñanza del funcionamiento del sistema político y sus instituciones, en detrimento de una perspectiva crítica y un sustrato reflexivo en el estudiantado:

Investigaciones efectuadas en torno a la formación ciudadana en Chile demuestran que “el espacio y tiempo curricular que ocupan los conocimientos que responden a la racionalidad instrumental sobrepasan con creces a los conocimientos que apuntan a una racionalidad axiológica y comunicativa, como los que aspiran a formar sujetos de derechos” (Magendzo, 2004: 24). Se ha establecido, además, que este componente de la reforma curricular de los 90 es uno de los menos comprendidos por los docentes y también menos trabajados en las aulas de la Educación Básica (Egaña, 2003). Adicionalmente, el profesorado tiende a entender la formación ciudadana como una instrucción cívica destinada a un ejercicio futuro, coincidiendo con una mayoría de edad y con el aseguramiento de la gobernabilidad; razón por la cual lo que realizan en sus clases los docentes está fundamentalmente dirigido a formar gobernados más que gobernantes (Muñoz, Victoriano y Luengo, 2011). (Reyes et al., p. 221)

De manera paralela, podemos señalar que en la Educación Religiosa Escolar (ERE) encontramos tensiones internas que manifiestan una distancia entre lo que se declara curricularmente y lo que efectivamente se enseña en las aulas, situación que ha llevado a plantear diagnósticos vinculados a una falta de claridad respecto de la definición de su objeto de estudio mismo (Pérez y Olivares, 2013). Así también, se plantea la necesidad de equilibrar la formación doctrinaria propia de cada identidad religiosa con una mirada heterotópica basada en el diálogo interreligioso (Guerrero, 2020), el cual debiese hacer frente al predominio de un modelo pedagógico hermético y una enseñanza hegemónicamente catecista sin mayor alcance ecuménico en establecimientos no confesionales (Sanhueza, 2011). Con todo, consideramos que el ejemplo más representativo de esta lógica antinómica subyacente se encuentra en la desarmonía en torno a la profesionalización de la pedagogía en Religión chilena, la que reconoce la existencia de actores con diferentes niveles de formación en contextos socioeducativos de variado desempeño. Este escenario sumamente heterogéneo y complejo se acentúa si se considera la ausencia de estándares pedagógicos específicos para el profesorado de esta asignatura dentro de la Ley General de Educación de 2009 (Araya, 2018). En breve, dichas tensiones aluden a una condición disociada anidada en la matriz de su estructura curricular.

Resumiendo, es interesante destacar que el principal punto de tensión interna de cada área curricular responde a la necesidad de integrar dos dimensiones estructurantes del individuo contemporáneo: la individual, compuesta por los derechos individuales, el ámbito privado y la esfera íntima; y la social, configurada por el soporte relacional con las instituciones y el espacio público. Dicho de otra manera, nuestra propuesta considera que la educación ciudadana y la educación religiosa se encuentran bajo una matriz curricular que privilegia una mirada basada en una lógica institucional, lo que impide generar un lazo articulador entre el nivel de la experiencia con el nivel organizacional, acentuando la distancia de lo público y lo privado en calidad de esferas independientes. No se trata de afirmar que el estudiantado sea incapaz de habitar dichas esferas, de hecho, su protagonismo desde 2019 ha sido crucial dentro del llamado “estallido social”. Sostenemos, en cambio, que es el trabajo institucional el que no ha sabido leer e interpretar las nuevas modalidades.

A pesar de todo lo anterior, no podemos dejar de mencionar que en los últimos años se ha observado un esfuerzo importante por actualizar tanto los planes y programas del área de educación ciudadana a la luz de las sensibilidades propias de esta fase de la modernidad latinoamericana consagradas bajo la Ley 20.911. Fruto de estas reflexiones, nuevas perspectivas han cobrado visibilidad en el debate curricular incorporando dimensiones tales como el género, el cuidado del medioambiente, los Derechos Humanos, la interculturalidad, entre otros (Castro y Holz, 2016; PNUD, 2021). En este sentido, hay una diferencia cualitativa relevante frente a la educación religiosa.

Interpretando la distancia entre individuos e instituciones en Chile

Como hemos venido desarrollando a lo largo de este trabajo, nuestro argumento sostiene que la educación ciudadana y la educación religiosa se encuentran influenciadas por factores de orden estructural, los cuales a su vez remiten a una narrativa hegemónica sobre la modernidad occidental que plantea una determinada idea de ciudadanía (modernización política) y una particular visión de la religión y su lugar en las sociedades (teoría de la secularización). De allí que, para finalizar, quisiéramos destacar tres aspectos que consideramos pertinentes para una comprensión de las actuales exigencias societales que enfrentan dichos ámbitos curriculares y su relación con la actual crisis de las instituciones en Chile: a) los procesos de individuación; b) el factor generacional; y c) la noción de postsecularización.

En primer lugar, la mirada sobre la actual condición histórica plantea que, con el retorno a la democracia en Chile, se instala una promesa de democratización social y la primacía del principio de la diferencia en cuanto imperativo normativo. Estas tendencias se enmarcan como rasgos característicos de la que ha sido llamada la “tercera fase de la modernidad latinoamericana” (Domingues, 2009). Se trata de horizontes que, sin embargo, contrastan con diversos mecanismos institucionales e interpersonales que operan en un sentido opuesto (Araujo y Martucelli, 2012).

Esta condición sociohistórica la sitúa Yopo (2013) en el marco de la individualización de las últimas décadas, aunque cabe indicar que dicho concepto no se ajustaría a nuestro contexto, sino que correspondería a una modalidad propia del escenario noroccidental de la llamada “modernidad tardía” (Beck et al., 2001; Araujo y Martucelli, 2012). Con todo, estas transformaciones derivarían en una tendencia hacia una mayor responsabilización de los individuos en el proceso de autoproducción de sí mismos, lo que al mismo tiempo indicaría una disminución de los referentes colectivos como el Estado, la familia, la clase social o el grupo etario. Asimismo, a nivel de subjetividades se observa una serie de transformaciones que inciden en las maneras de vincularnos con las instituciones:

En Chile, la imposibilidad de generar soportes colectivos que sustenten las trayectorias individuales aumentaría y reforzaría las desigualdades sociales (Herrera, 2007), evidenciaría problemas de cohesión social, pérdida del sustento de la democracia, y altos costos en la coordinación de actividades comunes (PNUD, 2009). La convivencia social se vería afectada por la desconfianza, el oportunismo, la desafección y una sobrecarga en la familia (PNUD, 2000; 2002). En palabras de Lechner (2002), este debilitamiento de la integración social no solo provocaría un daño en el tejido social, sino que también afectaría profundamente la imagen de sociedad que se construyen los individuos. (Yopo, 2013, p. 10)

Siguiendo a la misma autora, de entre las manifestaciones más trascendentales de estos procesos de individuación encontramos la pluralización de referentes normativos que acarrea el declive de modelos e instituciones tradicionales de autoridad que proveen cohesión (Yopo, 2013). De este modo, cabe entonces preguntarse si esta antinomia individuo/sociedad actual que presentan ambas áreas respondería más bien a una cuestión acerca del estatuto epistemológico de la ciudadanía y la religión desde su estructura curricular, es decir, en la manera en cómo están siendo conceptualizadas, sus alcances y límites. Para el caso de la religión, la gran matriz epistemológica que históricamente ha predominado es la teoría de la secularización, la cual tiende a reducir la experiencia religiosa al ámbito íntimo y privado (Donoso-Maluf, 2008). Asimismo, mucho de lo que se enseña sobre ciudadanía todavía se encuentra supeditado bajo un concepto clásico de la teoría política liberal: una membresía a una comunidad política (nación) que confiere deberes y derechos (Marshall y Bottomore, 2007). En ambas nociones, como ya hemos mencionado, subyace una narrativa de la modernidad que adhiere a una lógica noroccidental de superioridad y excepcionalidad que impide incorporar y valorar dinámicas de otros contextos sociohistóricos (Martucelli, 2020).

En segundo lugar, podemos sintetizar que las fricciones internas de cada ámbito curricular demuestran en parte el trabajo de las instituciones para responder a los cambios socioculturales del tiempo presente, el cual contrasta con la dimensión experiencial de los sujetos involucrados, nos referimos al estudiantado y la población juvenil. En efecto, la juventud constituye un grupo social altamente sensible a dichas transformaciones y también ha sido un actor sociopolítico relevante en el actual contexto de crisis institucional. Así lo demuestra un estudio sobre confianza y expectativas de futuro en la sociedad chilena:

las juventudes del país presentan bajos niveles de confianza en las instituciones que integran el sistema social (...) se considera que la percepción del futuro personal de las y los jóvenes, que estaría asociada al bienestar subjetivo individual, es relativamente independiente del bienestar subjetivo social (...) En síntesis, las y los jóvenes tienen una visión optimista de su futuro personal, puesto que confiarían más en sus propias capacidades para el logro de sus propósitos que en agentes externos. (INJUV, 2015, p. 135)

Desde este enfoque, diversas investigaciones dan cuenta del desarrollo, por parte de las nuevas generaciones, de posicionamientos críticos frente modelos de autoridad tradicional tanto seculares como religiosos, destacando la capacidad para configurar modalidades de vínculos con lo sagrado de carácter heterogéneo y versátil. Al mismo tiempo, se constata la elaboración de diferentes sentidos y estrategias para relacionarse con las más variadas formas de organización de la sociedad en general (Parker, 2008; Arancibia, 2012; Romero, 2017; Bahamondes et al., 2020; Bravo, 2020).

Por último, y en tercer lugar, sostenemos que una noción valiosa que puede contribuir a la formulación y recomposición de nuevos relatos convergentes de la educación ciudadana y la educación religiosa es el concepto de postsecularización, el que consiste en:

“la permanencia de comunidades religiosas en un entorno que sigue secularizándose” (Habermas, 2001, 13). Este concepto –con origen en los años 1960 (Greely 1966)– puede ser sintéticamente comprendido en términos de la continuidad de la religión en la vida social contemporánea y la imposibilidad de su reducción a un fenómeno atávico o marginal. Esto incluye el reconocimiento del pluralismo de una esfera pública moderna, donde ni lo secular ni lo religioso tendrían que ser considerados la forma "natural" de la existencia social (Mendieta, 2018; Parmaksiz, 2018; Kaltsas, 2019; Kögler, 2020). Visto de este modo, una actitud postsecular acepta la religión como un componente más de la esfera pública, entre otros de igual valor. (Le Foulon et al., 2021, p. 3)

Dicho de otro modo, la postsecularización considera lo religioso como una dimensión constitutiva de la esfera pública, pero que coexiste con otras en un mismo estatus jerárquico. Dicha actitud podría significar un enfoque útil en la medida que se comprenda dentro de la dinámica contradictoria y multifacética que define la actual fase de la modernidad latinoamericana (Domingues, 2009). En efecto, Parker (2008) plantea la existencia de “nuevas ciudadanías” en un contexto de pluralismo religioso:

En el contexto chileno y latinoamericano, los procesos de crecimiento, modernización e integración a la sociedad global han incrementado las variables secularizadoras. Los procesos políticos vividos durante las últimas décadas han transformado la antigua relación entre religión y política y las propias transformaciones del campo religioso han abierto la puerta a una serie de procesos diversos entre ciudadanía y religión. (p. 337)

Lo cierto es que nos encontramos en un momento crucial de nuestra historia en el que pareciera que las categorías y nomenclaturas institucionales no encuentran correspondencia en la dimensión experiencial de los individuos (Algranti y Setton, 2022). Prueba de ello son las formas de politización y ciudadanización inéditos en los últimos años que exceden los marcos de la institucionalidad convencional, así como el crecimiento sostenido de personas que dicen no sentirse identificadas con ninguna religión tradicional, pero que mantienen algún tipo de creencia en fuerzas suprahumanas, concentrándose en los segmentos más jóvenes de la población (Le Foulon et al., 2021).

Conclusiones

A modo de conclusiones, podemos señalar la existencia de la lógica subyacente en los modos en que la educación ciudadana y la educación religiosa han sido pensadas y ejercidas en nuestro país. Dicha lógica puede identificarse con una narrativa latente que ha prevalecido en nuestras sociedades y que ha manifestado fuertes tensiones en la llamada “tercera fase de la modernidad”. El valor del análisis aquí propuesto para ambas áreas curriculares nos permite comprender de mejor manera sus fricciones y disputas, identificando correspondencias afines a las exigencias y sensibilidades de cada momento societal. En este sentido, las nociones de religión y ciudadanía no solamente representan formas diferenciadas de conocimiento, sino que constituyen fuerzas estructurantes del lazo social.

En ambos ámbitos concluimos la existencia de “desencajes” entre experiencias cotidianas del estudiantado y los esquemas de transmisión educativa institucionales. Urge, por tanto, profundizar el debate orientado a una recomposición narrativa de la modernidad que permita generar propuestas sobre la educación ciudadana y la religiosa capaces de rearticular al individuo y la sociedad, desarrollando una virtud cívica con carácter dialógico, e incorporando la religión como un factor preponderante en la construcción de la ciudadanía.

Lo anterior advierte sobre la influencia de una determinada narrativa societal, la cual, si bien provee coherencia, sentido y significado, choca con las especificidades de cada contexto sociohistórico. Desde esta perspectiva, cuando pensamos América Latina desde la modernidad, el gran problema no reside tanto en el reconocimiento de su singularidad, sino en la valoración de sus consecuencias, lo cual tiende a reduccionismos y lecturas unidimensionales y acríticas que terminan siendo un obstáculo para el análisis y comprensión de la vida social.

A pesar de ello, es importante señalar que en los últimos años se ha constatado un trabajo por enfrentar esta crisis institucional encauzando programas y modelos con un impacto significativo en el aprendizaje del estudiantado, a fin de generar vasos comunicantes entre la dimensión pública y la privada. Queda un largo camino por recorrer todavía.

Notas

  1. fabian.bravo.v@usach.cl

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