Revista de Educación Religiosa, volumen I, nº 1, 2018, DOI 10.38123/rer.v1i1.29
Manuel José Jiménez Rodríguez
Pbro.1
Universidad Surcolombiana
Bogotá, Colombia
La propuesta de una “Iglesia pobre para los pobres” se renueva hoy gracias al llamado que el papa Francisco hace en la encíclica Evangelii Gaudium: “Quiero una Iglesia pobre para los pobres” (Francisco, 2013, 198). Y lo hace en el marco del capítulo cuarto del documento, sobre la dimensión social de la evangelización, apartado dedicado a la inclusión social de los pobres.
El llamado del papa Francisco remite, en la memoria de la Iglesia, a Juan XXIII y al Concilio Vaticano II. Fue Juan XXIII quien, en un radio mensaje que precedía la apertura del Concilio, invitó a una presencia de la “Iglesia de todos, pero particularmente de los pobres”.
La expresión “Iglesia de los pobres” expresa dos rasgos de la Iglesia renovada a la luz de la eclesiología del Vaticano II. Por un lado, hace referencia a la opción de la Iglesia por los pobres. Y por otro, la opción por la pobreza en la misma Iglesia (Planellas & Barnosell, 2014).
Aunque son dos aspectos inseparables y colaterales, este texto ahonda de manera específica en el segundo rasgo: la pobreza que debe caracterizar a la Iglesia, toda ella, y no solo como una opción individual de cada creyente o de un grupo determinado dentro de ella -ya sea de una comunidad religiosa o de las comunidades que hacen presencia en contextos de pobreza- o de una determinada forma de hacer teología. En este último caso, como si fuera algo exclusivo de la teología de la liberación.
En esta perspectiva, el texto aborda dos cuestiones expresadas en el documento de Aparecida. Primero, los pobres y la opción por los pobres “interpelan el núcleo del obrar de la Iglesia, de la pastoral y de nuestras actitudes cristianas” (DA2, 2007, 393). Segundo, “el servicio de caridad de la Iglesia entre los pobres ‘es un ámbito que caracteriza de manera decisiva la vida cristiana, el estilo eclesial y la programación pastoral’” (DA, 2007, 394).
El texto profundiza en las conversiones pastorales que han de caracterizar a una Iglesia pobre, que vive la pobreza, que opta toda ella por la pobreza. Es una reflexión que, desde esta perspectiva, aborda algo ya pedido por Jon Sobrino, en un texto sobre el principio compasión misericordia: “Una Iglesia verdadera es, ante todo, una Iglesia que ‘se parece a Jesús’ (…). Parecerse a Jesús es reproducir la estructura de su vida (…) El principio que nos parece más estructurante de la vida de Jesús es la misericordia; por ello, debe serlo también de la Iglesia” (Sobrino, s.f.). La misericordia es principio que informa y configura el ser de la Iglesia. No es tanto la Iglesia que predica o invita a poner en práctica las obras de misericordia. Es la Iglesia que configura su estilo de vida por la misericordia. Es una Iglesia que se rige en su interior, en su vida, en todo lo que ella es, por el principio misericordia. Es una Iglesia, toda ella, configurada por el principio compasión misericordia. En palabras de Sobrino:
“su fe, ante todo, será una fe en el Dios de los heridos en el camino, Dios de las víctimas. Su liturgia celebrará la vida de los sin-vida, la resurrección de un crucificado. Su teología será intellectus misericordiae (iustitiae, liberationis), y no otra cosa es la teología de la liberación. Su doctrina y su práctica social será un desvivirse, teórica y prácticamente, por ofrecer y transitar caminos eficaces de justicia. Su ecumenismo surgirá y prosperará –y la historia demuestra que así ocurre– alrededor de los heridos en el camino, de los pueblos crucificados, los cuales, como el Crucificado, lo atraen todo hacia sí” (Sobrino, s.f.).
De acuerdo con lo expresado hasta ahora, una Iglesia pobre y de los pobres es ante todo un modelo eclesiológico. Si bien guarda relación con la pregunta sobre si la Iglesia debe o no poseer bienes para el ejercicio de su labor evangelizadora y el modo de hacer uso de ellos -asunto que preocupa a creyentes y no creyentes hasta el punto de poner en juego la credibilidad de la Iglesia-, es una cuestión que va a la raíz del ser de la Iglesia, en el sentido original de ser un llamado a retornar a la raíz de las cosas. Y en este caso, es un asunto eminentemente cristológico, pues toca el ser profundo de la Iglesia de configurarse a modo de Dios Padre y de su Hijo Jesús, a partir de la misericordia, y así asume el modelo del Buen Samaritano como modelo eclesiológico de fondo y estructural (Kasper, 2015).
Para Congar (1964), es esto de lo que verdaderamente se trata. En un escrito suyo, contemporáneo al Concilio Vaticano II -si bien está centrado en la jerarquía como servicio y sin el conocimiento y desarrollo que se tiene hoy sobre modelos eclesiológicos (Dulles, 1975) y modelos pastorales (Ramos, 1995)-, afirma que en el llamado “a la Iglesia a estar imbuida por el ideal evangélico de la pobreza”, se ha de reconocer la llamada “a encontrar un nuevo estilo de presencia en el mundo” (p. 125). De acuerdo a su parecer, “una presencia de prestigio, el ejercicio de una autoridad que dirige ejerciendo una superioridad conocida en el mismo plano del derecho, pudo estar de acuerdo con lo que permitía, incluso con lo que exigía una época de unanimidad religiosa” (p. 126). Pero, dado que el mundo ha perdido la unanimidad espiritual de la cristiandad, dicha situación pide un tipo de presencia más acorde con el Evangelio. Por eso, la Iglesia “está llamada a romper resueltamente con ciertos de modos de presencia heredados de los tiempos en que sostenía las manos que llevaban los cetros y a encontrar un nuevo estilo de presencia entre los hombres” (p.126).
Siguiendo a Congar (1964), este nuevo estilo de presencia es un llamado a la jerarquía de la Iglesia, pero no solo es un asunto que atañe a toda la Iglesia: “En un mundo que se ha convertido o se ha vuelto a convertir sencillamente en mundo, si la Iglesia quiere ser todavía algo, se encuentra en cierta manera obligada a ser solo Iglesia, testigo del Evangelio y del Reino de Dios, desde Jesucristo y con vistas a Él” (p. 127).
Esta nueva luz hace necesario “criticar sin debilidad” todas esas formas que traicionan el espíritu evangélico. Por ejemplo, “formas de prestigio, algunos títulos e insignias, ciertas formas de vivir y de vestirse, un determinado vocabulario abstracto y pomposo” (Congar, 1964, p. 128). Del mismo modo, “ciertas formas de respetabilidad”, que no solo alejan a los hombres de la Iglesia, sino a la Iglesia de ellos. Por lo que es “una Iglesia que no encuentra a los hombres donde ellos son ellos mismos, donde se expresan con más libertad, donde viven sus penas y sus alegrías, donde encuentran sus auténticos problemas” (p. 129). Además, todas estas formar hacen pensar “que la Iglesia está formada por el clero y que los fieles son solo sus beneficiarios o su clientela” (p. 129). Por ello, una Iglesia pobre para los pobres, pide “hacer muchos esfuerzos para desclericalizar nuestro concepto de Iglesia” (p. 129).
Caminar hacia este modelo de Iglesia pide, según Congar, “un verdadero diálogo de la Iglesia con el mundo, con los otros cristianos, al interior de la Iglesia, periferia y centro, teólogos y pastores”. Pues una “Iglesia en diálogo será al propio tiempo pobre y en servicio, una Iglesia contando con una palabra evangélica para los hombres: menos del mundo y más para el mundo” (Congar, 1964, p. 128).
Sin usar estas expresiones en este escrito, Congar sí cuestiona, profundamente y de raíz, tanto el modelo institucional de Iglesia como el modelo tradicional de acción pastoral e invita a modelos de ser y de hacer más arraigados en el Evangelio. Es lo que hoy día se conoce como modelos de comunión, de servicio y de diálogo. Modelos todos ellos contenidos en la enseñanza del Concilio Vaticano II y asumidos por la Iglesia latinoamericana en sus distintas conferencias generales.
Se trata de superar ese modelo autorreferencial de Iglesia y de pastoral, de una Iglesia ocupada y preocupada más por sí misma, de una Iglesia sin irradiación misionera, de una Iglesia mundana, pero no al servicio y en diálogo con el mundo. A ello se refiere el teólogo chileno Pablo Richard, cuando afirma que, para que surja y se estructure la Iglesia pobre para los pobres, es necesario superar la cristiandad. Pues lo que está en juego son dos modelos de Iglesia (Richard, 2001).
También a ello se refiere el teólogo argentino Carlos Shickendantz, en su texto sobre la reforma de la Iglesia. En él, hace ver que el modelo y estilo de una Iglesia pobre para los pobres ya está configurada en el Concilio Vaticano II y que, para hacerlo realidad, la Iglesia debe dejar de ser Iglesia de Estado, Iglesia de cristiandad, Iglesia monocultural, Iglesia eurocéntrica e Iglesia institucional-jerarcológica (Shickendantz, 2016).
Se ha de caminar hacia una Iglesia samaritana, en salida misionera hacia las periferias existenciales, cercana a la vida de las personas. Una Iglesia que redescubre las entrañas de la misericordia: “antes de nada hemos de fijarnos en las secuelas del discurso sobre la misericordia para la comprensión y praxis de la Iglesia (…) A este tema debemos dirigir toda nuestra atención” (Kasper, 2015). Desde este principio, la Iglesia se convierte en una casa de puertas abiertas y en hospital de campaña, según palabras recurrentes del papa Francisco.
Para denominar la categoría fundamental de este modelo eclesial y pastoral, el papa Francisco usa la expresión “Iglesia en salida”. En Evangelii Gaudium, afirma que “la Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan” (Francisco, 2013, n. 24). Se caracteriza por ser “una comunidad evangelizadora que se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo” (n. 24). Iglesia en salida es una Iglesia que “nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva” (n. 45).
Para el papa Francisco, “si la Iglesia entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a todos, sin excepciones. Pero debe hacerlo de modo privilegiado a los pobres y excluidos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que ‘no tienen con qué recompensarte’ (Lc 14, 14). En este campo, afirma el papa, “no deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, ‘los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio’, y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres” (Francisco, 2013, n. 48).
No obstante, en los distintos procesos de renovación eclesial desde la eclesiología del Vaticano II, no solo el modelo institucional de sociedad perfecta y de pastoral tradicional sigue presente, sino que, además hoy día, se cuenta con modelos de Iglesia y acción pastoral que favorecen formas de espiritualidad intimista, individualista y de bienestar, inspiradas en la teología del éxito y de la prosperidad. Dichos modelos, que podemos llamar “neopentecostales” del ser Iglesia y de evangelización, clausuran la vida interior en los propios intereses, cerrando espacio a los demás y a los pobres.
El modelo de Iglesia en salida, de Iglesia pobre para los pobres, es contrario a esos modelos y estilos evangelizadores que tienden a recluir lo religioso en el ámbito privado y que está solo para preparar las almas para el cielo. Parte esencial de la fe cristiana es el compromiso, junto a otros, por un mundo mejor. Lo que se pide de manera clara en este modelo eclesial y evangelizador es sostener y hacer práctica “la opción por los pobres”. El papa Francisco recuerda que para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Por ello, estamos todos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos. A superar prácticas asistencialistas, a reconocerlos como personas, a ser sus amigos, a aprender de ellos (Francisco, 2013, n. 199).
Congar (1964) deja clara su intención de redactar ese texto, pero de querer hacer otro más adelante que le permita desarrollar la siguiente cuestión: “en qué medida la propia Iglesia, la Iglesia como tal, debe y puede aplicarse consejos evangélicos que se propende a reservar a los individuos cristianos, tales como: perdonar a los enemigos, presentar la mejilla izquierda, preferir los medios pobres, conocer la tentación del deseo de posesión y de poder, combatir la carne, etcétera”.
Esta misma preocupación fue la que motivó a un grupo de expertos a releer el famoso Pacto de las catacumbas, que un grupo de obispos realizó mientras participaban de modo activo en el Concilio Vaticano II, abriendo la reflexión conciliar a la Iglesia pobre y de los pobres (Corbelli, 2014). Si bien es cierto que en este pacto, aún desconocido para muchos miembros de la Iglesia, los obispos firmantes del mismo decidieron asumir un estilo de vida sencillo, propio de los pobres, renunciando no solo a los símbolos de poder, sino al mismo poder externo, hoy día dicho pacto puede y debe servir como inspiración y modelo a toda la Iglesia. Con lo cual se hace necesario interpretar el pacto en una perspectiva más amplia que la solo episcopal, en una perspectiva abierta a toda la Iglesia y a todos en la Iglesia.
Siguiendo este esfuerzo editorial que se realizó al respecto, podemos ahondar en el estilo y modelo evangelizador de una Iglesia pobre para los pobres (Pikasa & Antunes Da Silva, 2015). Metodológicamente, dado que es imposible en este artículo ofrecer toda una lectura de contexto y del alcance bíblico y teológico del pacto, nos limitamos a resaltar algunos elementos que hacen ver que la Iglesia pobre es un llamado para toda la Iglesia y es mucho más que una opción individual, aislada o heroica. Si cabe la expresión en este espacio, debe ser una opción institucional.
Primero, habría que subrayar los motivos que inspiraron a este grupo de obispos a realizar el pacto. Ha de decirse que son motivos que brotan de su fe en Jesús. En otras palabras, motivos cristológicos y no meramente sociológicos o filantrópicos. Es claro que también los mueve el ser testigos conscientes de la situación de pobreza y de miseria de muchos hombres y mujeres de sus ciudades y países. Pero en el fondo, la motivación es ser pobres porque Jesús fue pobre. De este modo, los obispos intentan asumir un compromiso radical de fidelidad cristiana en su forma de vivir desde la experiencia de pobreza de Jesús, tal como lo muestran los evangelios. Desde esta perspectiva, se extraña que, en muchos documentos eclesiales, como en expresiones sobre la opción por lo pobres en la Iglesia, que se reafirme esta opción desde motivos cristológicos, como es el caso de la Conferencia de Aparecida, pero que poco o nada desde estos mismos motivos se invite a todos en la Iglesia a ser pobres a modo de Cristo.
En segundo lugar, habría que resaltar el llamado de atención que se hizo en el momento del Concilio, cuando el cardenal Lercaro y otros introdujeron el tema de la Iglesia pobre y de los pobres (Corbelli, 2014)3. El hecho de que tanto ayer como hoy, muchas formas de ser Iglesia, ajenas al Evangelio, hacen que la Iglesia sea vista como lejana, distante y hasta enemiga de los pobres y más cercana al poder, a los poderosos y a la riqueza (Corbelli, 2014)4. Por ello, este grupo, conocido en el Concilio como el grupo de la Iglesia pobre para los pobres, hizo el llamado a que la Iglesia renuncie a todo triunfalismo y a toda forma de dominio y control. Se pide así una Iglesia independiente de todo poder político y económico.
En este sentido, si bien se reconoce que es necesario que la Iglesia cuente con bienes para realizar la acción evangelizadora, educativa y social, su forma de ser y de obrar debe ser expresión de su fe en Dios más que en los poderes económicos. Es decir, una Iglesia que, aunque no desprecia los bienes materiales, sí prefiere los medios pobres y sencillos, los medios que expresen solidaridad, fraternidad y ayuda mutua. Con ello no se trata de optar por el “pauperismo” como si los dones del mundo fueran malos, sino que los valora y hace uso de ellos en su justa proporción, para el bien común y la fraternidad. Como lo afirma Pikasa, interpretando de modo actual el Pacto de las catacumbas aplicado a la Iglesia hoy:
“El ideal de la Iglesia no es por tanto la pobreza en sí, entendida en forma de miseria (carencia de todo, mendicidad pura), sino la comunión de vida (es decir, el amor mutuo), conforme a la experiencia de la Iglesia primitiva. La pobreza de la Iglesia se encuentra por tanto al servicio de la experiencia de la gracia de Dios y de la comunicación de bienes, entendida como expresión de vida mesiánica. No ha de haber por tanto algunos que tienen más y otros menos, unos que dominan y otros que se someten, sino que todos han de compartirlo todo, unos con otros, dando cada uno lo que tiene (…) Es comunión plena de bienes, corporales y espirituales” (Pikasa, 2015).
Con ello, también se resalta el carácter del testimonio comunitario y personal de desprendimiento y de solidaridad. Ya se dijo que para muchos la riqueza de la Iglesia es obstáculo para su credibilidad. Para muchos teólogos, pero también en el sentir común, tanto de creyentes o no, la credibilidad de la Iglesia se juega hoy en torno a dos cuestiones fundamentales: primero, en su propio testimonio de pobreza y, segundo, en su modo de vivir y hacer práctica la opción por los pobres.
De hecho, Manuel Castells, uno de los sociólogos más reconocidos en la actualidad, explica en uno de sus escritos la crisis de legitimación de la Iglesia Católica hoy, cuando crece la religiosidad en todo el mundo. Las razones que da son las siguientes: a) se encuentra cercana a la élite dominante y es timorata en su crítica social; b) apoya insuficientemente a los pobres; c) se percibe alejada de los problemas de la gente común y no da ejemplo de pobreza y sacrificio, salvo en los casos heroicos de testimonio; d) mantiene una postura restrictiva con respecto a problemas que afectan especialmente a las mujeres y una visible desigualdad con el hombre en el seno de la Iglesia; e) el predominio de una visión doctrinal rígida y anticuada por parte de los jóvenes; y f) la excesiva condescendencia con los abusos sexuales y la pederastia (Castells, 2015).
Hay quienes no les gustan la crítica social a la Iglesia y su modo de ser y de actuar. Pero más allá de gustos personales, es un hecho que, detrás de esas voces, hay un llamado fuerte a la conversión. Así lo entienden dos estudiosos españoles para quienes toda esa realidad llama a la Iglesia a asumir sin restricciones las siguientes conversiones:
“a) Poner en el centro mismo la experiencia de Dios, el seguimiento de Jesucristo y, con la ayuda de su Espíritu, el proseguimiento de su causa en nuestro mundo, particularmente entre los más pobres y vulnerables; b) descentrarse, dejar de mirarse el ombligo y evitar lo que el papa Francisco llama la autoreferencialidad; c) hacerse centrífuga y extravagante, en el sentido de proyectarse siempre en salida; con la audacia de “vagar extra”, fuera de los linderos de lo convencional; d) ser capaz de encontrarse en el mundo y en el momento presente de la historia, lugar y Kairos de Dios, cómoda y libre para proclamar su mensaje desde una identidad clara, seductora y no agresiva; e) evitar el relativismo práctico, más letal y silente que el doctrinal: actuar como si Dios no existiera, decidir como si los pobres no existieran, soñar como si los demás no existieran, trabajar como si los que recibieron el anuncio no existieran (EG, 80); f) superar un exceso de segmentación pastoral de compartimentos estancos; y g) devolver de verdad el protagonismo de la evangelización a los laicos” (Aranguren Gonzalo & Segovia Bernabé, 2015).
En el fondo, todo lo dicho pide una conversión más radical para la Iglesia: abandonar los espacios de poder y cambiar su modo de entenderlo y ejercerlo. Con lo cual se señala de nuevo la superación del modelo institucional de Iglesia y el modelo tradicional de acción pastoral. Modelo que se mantiene o por modelos neopentecostales o por modelos neoconservadores. Son modelos de reconquista de la cristiandad y sus formas, frente a una realidad que se considera hostil. Son modelos que siguen considerando a la Iglesia tutora moral de la sociedad, por lo que el diálogo es debilidad y falta de identidad. Son modelos que sostienen –y se sostienen– del clericalismo, la infantilización del laicado, la discriminación de las mujeres, el autoritarismo en la toma de decisiones y en el manejo del conflicto, y la falta de corresponsabilidad de todos los bautizados.
Una Iglesia pobre y para los pobres es una Iglesia consciente de que la realidad plural, democrática, urbana, laica y secular pide otro tipo de presencia, más cercana al Evangelio que aquellas dominantes en la cristiandad. Una Iglesia que debe asumir que esta realidad solicita un tipo de cristiano más personalizado y de opción, que de tradición sociológica.
Dicho reconocimiento cambia radicalmente la pedagogía misionera, rompiendo con su talante imperialista e impositivo. Implica más bien el diálogo y la consideración por el otro, aprecio y respeto a los otros –creyentes o no–, por sus tradiciones religiosas y sus búsquedas. Por eso, las cualidades de la Iglesia han de ser la humildad, la gratuidad y el espíritu de diálogo (Teixeira, 2007). Se tratará de una evangelización realmente inculturada, lejos de toda evangelización uniformadora e insensible a la diversidad cultural. Más que hablar de la misión, en el sentido de conquista y de colonia, se habla de evangelización liberadora, en clave de diálogo, atenta y respetuosa de la diversidad y sensible a la exclusión y marginación en todas sus formas (Tamayo Acosta, 2003).
Superar la cristiandad como modelo y mentalidad, es el camino para que la semilla del Evangelio se libere de las estructuras de violencia y de poder (sacrales, judiciales, imperiales) y aparezca como principio de gracia y comunión universal, por encima del sistema. La Iglesia debe presentarse hoy como una instancia de gratuidad y su propuesta de reconciliación (Pikasa, 2004). Es un momento propicio para que la Iglesia abandone el deseo de dominio total, de dejar de entenderse como un sistema de poder político, económico e ideológico. Ha de presentarse y ofrecer al mundo como una experiencia esencialmente abierta a la pluralidad y al diálogo.
Una Iglesia pobre es la Iglesia que no busca ni evangeliza para su propio triunfo, sino que es una Iglesia que ofrece su testimonio del Reino de un modo gratuito, sin pedir nada para sí misma. De este modo, la Iglesia debe dejar de apelar, para construirse, a los poderes del Estado, a las instituciones sacrales y sociales, y sus aparatos de poder administrativo. Ha de acudir al único camino que la construye, que es el mismo de Jesús: el de la entrega y el servicio. El camino que respeta la vida en todas sus formas, el camino que produce vida. Tan solo necesita comunidades donde el amor mutuo, entre los fieles, sea testimonio de la gracia y del impulso de la fe cristiana, esto es, de la fe en el ser humano. Los cristianos han de presentarse al mundo desde el mayor principio de humanidad recibido de Jesús: desde los pobres y los excluidos de la tierra (Pikasa, 2004).
La Iglesia no hace presente
el Reino ni el Evangelio ni su pobreza ni a los pobres,
acentuando su aspecto sacral, como si la fe fuera un depósito
objetivo de verdades y sacramentos que los jerarcas deben
custodiar y proponer, y los fieles recibir agradecidos y
sumisos. Tampoco condenando las otras religiones ni buscando
destruirlas o convertir a otros a la fuerza. Ha de ofrecer la
verdad, proponerla; no imponerla. La comparte desde la
generosidad y la gratuidad. La verdad de una religión no se
opone a la verdad de otra, sino que ambas son verdaderas
precisamente por ser distintas. Lo que hace que las religiones
queden liberadas de la pretensión de entender la verdad como
exclusivismo y la defensa de la verdad como imposición.
Si la Iglesia abandona las lógicas de poder y de dominio, ya no se presenta ni como contrapoder o como actor institucional frente al Estado, en el sentido que no le interesa la disputa del poder político. Actúa desde un modelo de Iglesia lejano al de la cristiandad. Modelo que a grandes rasgos podría decirse que es “una Iglesia firmemente evangélica, dialogante y al servicio de la sociedad, sin nostalgias de la cristiandad o de un Estado confesional políticamente impuesto” (Floristán). Como va a afirmar Juan Martín Velasco:
“se trata de pasar de la institucionalización resumida en el modelo de Iglesia-sociedad perfecta, con un predominio absoluto de la jerarquía convertida en el centro, al modelo de la fraternidad propuesto por el Nuevo Testamento, comunidad de hijos del Padre común, iguales en dignidad y en derechos; todos activos y corresponsables; todos dotados de diferentes carismas y destinados a diferentes ministerios; todos al servicio del Reino, a través del servicio a los hermanos y al mundo” (Velasco, 1998).
Consiste en superar la
realidad de una Iglesia dominadora, por una Iglesia del diálogo
y del servicio. Pasar de “una Iglesia dominadora, cuadriculada y
de poder, que impone sus verdades y valores, pues pretende ser
la única que detenta una autoridad divina para solventar todos
los problemas”, a una “Iglesia de diálogo, que no puede definir
ella sola y contra la opinión de todo el mundo dónde está el
bien y dónde está el mal (…). Una Iglesia dispuesta a servir al
mundo, una Iglesia que se encuentra ella misma en estado de
evangelización y de diálogo, una Iglesia solidaria con los
pobres y al servicio de la promoción y liberación integral de
todos, una Iglesia comunidad que adopta formas nuevas, una
Iglesia que ha superado el paternalismo, el infantilismo y la
dominación masculina (…). Lo que hace necesario refundar las
comunidades cristianas como comunidades de frontera, simbólicas
y proféticas, comunidades que no viven fuera del mundo, sino que
se consagran a vivir los valores del Evangelio en el mundo (…).
Comunidades fronteras situadas en medio de la gran comunidad
humana, comunidades- frontera con fronteras abiertas, que se
preocuparán más de sus deberes que de sus derechos. Que solo
serán proféticas cumpliendo la condición de la proximidad. Que
reformularían sin cesar su lugar frente al pluralismo y la
diversidad” (Derroitte, 2004). O, en otro sentir, “comunidades
en las que vaya haciéndose carne una capacidad intuitiva para
encontrar a Dios en todas las cosas, y no solo (ni
principalmente) en los aspectos o momentos religiosos de la
vida. Comunidades que, desde esa sintonía con Dios, sean capaces
de soportar la difícil diferencia y pluralidad de todos los
grupos humanos, sin convertirla mecánicamente en motivo de
disensiones, exclusiones y enfrentamientos” (Gonzalez Faus,
2006).
Es claro, que el modelo tradicional de pastoral no es ni acorde con el momento ni con el tipo de cristiano que se necesita hoy ni con el modelo de Iglesia pobre para los pobres. Se necesita potenciar los modelos liberadores, evangelizadores y comunitarios, que formen un cristiano que descubre la necesidad de estar presente en donde se construye la sociedad del presente y del futuro. Un creyente para quien la fe no es una realidad marginal o una zona peculiar de la vida. Un creyente y una Iglesia que abandona la actitud de cristiandad asentada y adopta la actitud del testimonio, desde la cual se comprenden las funciones cultuales y sacramentales.
Dicho de otra manera, son un creyente y una Iglesia, “de frontera” (Mardones, 2000). Porque comprenden que creer en Cristo es continuar su encarnación y que la fe es una fuerza histórica en la transformación del mundo, desde el lugar privilegiado de los pobres. “La fe es, por tanto, la adhesión al Dios encarnado en Jesucristo que busca proseguir su causa en la historia humana”. Pide entonces “un cristianismo de frontera”, caracterizado por un estilo de creyente en el mundo, una fe que se realiza en realidad, orientada a la liberación del ser humano en su necesidad. “El creyente del nuevo milenio, si quiere ser cristiano, será secular o no será”. Será este un creyente apto para el encuentro y vinculaciones con todos los seres humanos que buscan salidas humanas a los problemas humanos. Que hace presencia desde la fe donde se construye la sociedad de hoy y de mañana. Ser creyente cristiano a la altura del mundo actual es serlo de forma secular y encarnada, es mucho más que ser “fieles practicantes”, en el sentido tradicional y de cristiandad del término.
Es un concepto que subraya el talante dialogal, de encuentro y de servicio de la pastoral de hoy. Concepto que cuestiona profundamente la cultura militarista que acompañó en ocasiones la práctica evangelizadora de la Iglesia, ligada a colonialismos, patriarcalismos, machismos, autoritarismos, con todo lo que conlleva de falta de respeto a las personas, a su libertad y a su diferencia (Pivot, 2006). Concepto que cuestiona en profundidad el modo de ser cristianos, de ser Iglesia, de hablar de Dios y de anunciar el Evangelio, más ligados a lógicas de poder que a dinámicas de servicio, de diálogo, de encuentro, de búsqueda en común de la verdad y de aprendizaje mutuo. La Iglesia debe aprender de su historia para no repetir errores del pasado y renunciar a la prepotencia, a los favores del poder, a autodefenderse, a ver en la diferencia una amenaza, a atacar al que piensa distinto, a toda forma de imposición, de uniformidad y de pensamiento único.
Pide de la Iglesia dejar también la arrogancia y el sentido de superioridad, que en ocasiones la ha acompañado, y, con humildad y actitud de servicio desinteresado y gratuito, comprender que el Evangelio “no será la victoria de los unos sobre otros, sino la de la gracia de Dios sobre unos y otros” (Bony, 2003).
El modelo eclesiológico que se encuentra detrás de esta perspectiva es un modelo dialógico, de una Iglesia que se construye y da testimonio de sí por medio de la relación y del encuentro. De una Iglesia que evangeliza desde la perspectiva de ser una Iglesia para los otros, con los otros y junto con los otros, toda ella volcada al horizonte más amplio del Reino de Dios y no centrada en sí misma. Lo cual lleva a comprender de un modo diverso la sacramentalidad de la Iglesia: relacional y comunicativo (Texeira, 2002).
El contenido y la forma de este “ser Iglesia” está conformado por la conjunción entre teología de la comunión y la participación, y el estilo de vida comunicativo. Iglesia en la que todos los creyentes se constituyen realmente como parte del sujeto comunitario, donde hay unos que son mucho más que meros “objetos” de quienes oficialmente desempeñan las funciones rectoras. Una Iglesia “comunicante” que se caracteriza por su disposición de diálogo con la cultura moderna y por su capacidad de diálogo en su interior (Hehl, 1997). La Iglesia ha de anunciar el Evangelio sin falsas pretensiones de superioridad, pero tampoco sin acomodaciones al mundo. Más bien, ha de hacerlo desde la gratuidad, la humildad, el diálogo, el respeto por la libertad, la apertura a la crítica y la valoración del disenso (Espeja, 1996).
Una Iglesia pobre y para los pobres realiza una pastoral encarnada. Una pastoral que aprende del mundo, asume sus valores, pero también lo cuestiona proféticamente en profundidad. La Iglesia y su pastoral han de ser alternativa a este mundo. Implica asumir la relación Iglesia-mundo, tal y como lo pidió el Concilio Vaticano II. Desde dentro del mundo, la Iglesia deberá reafirmarse y presentarse continuamente como don de Dios a favor del mundo. Pues es una Iglesia presente en el mundo; ya no ni frente a él ni contra él. Es una Iglesia que está con todos y para todos, particularmente con los más pobres, como una de las dimensiones más fundamentales de su actuar hoy. Pone su vida y su acción al servicio del compromiso solidario en la transformación de la sociedad, en cuya labor colabora con todos, dialoga con todos, aprende de todos. La Iglesia así es símbolo y proclamación de la misericordia, del amor gratuito de Dios, que se deja impactar por la desgracia del otro pobre, el otro más desconocido entre los desconocidos, poniéndose de su lado y a su lado (Espeja, 1996).
En Evangelii Gauduim (EG), el papa Francisco, al tratar lo relacionado con las tentaciones de los agentes pastorales, subraya como primera de ellas la presencia de un cierto relativismo que afecta las decisiones más profundas del evangelizador y del creyente.
“Relativismo práctico, que lleva a actuar como si Dios no existiera, a decidir como si los pobres no existieran, soñar como si los demás no existieran, a trabajar como si quienes no recibieron el anuncio no existieran”. Relativismo que lleva a la pérdida del entusiasmo misionero. Pero también “a caer en un estilo de vida que los lleva a aferrarse a seguridades económicas o espacios de poder y de gloria humana” (EG 80).
En esta perspectiva, puede decirse que “Iglesia pobre y de los pobres”, es aquella forma de ser Iglesia que toma un estilo de vida y de presencia que se decide desde los pobres. Iglesia que asume como criterio de autenticidad el no olvidarse de los pobres, tal como lo ejercieron las comunidades paulinas (Ga 2,10). Pues una Iglesia que decide como si los pobres no existieran, que se olvida de ellos, “fácilmente terminará sumida en la mundanidad espiritual, disimulada con prácticas religiosas, con reuniones infecundas o con discursos vacíos” (EG 198), “correrá el riesgo de la disolución, aunque hable de temas sociales o critique a los gobiernos” (EG 207), traerá consigo “apegarse a algunos proyectos o a sueños de éxitos imaginados por la vanidad” (EG 82), se caracterizará por “escapar de los demás hacia la privacidad cómoda o hacia el reducido círculo de los más íntimos, y se renuncia al realismo de la dimensión social del Evangelio” (EG 88), que se “refugia en lo religioso bajo la forma de consumismo espiritual a la medida del individualismo enfermizo” (EG 89), y que en lugar de “buscar la gloria del Señor, busca la gloria humana y el bienestar personal” (EG 93).
El papa llama a esta tentación “mundanidad espiritual”. Mundanidad que puede alimentarse de dos maneras, profundamente emparentadas, y que son totalmente contrarias a una Iglesia pobre para los pobres. Una es la fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el subjetivismo, donde solo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero, en definitiva, el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos. Y la otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes, en el fondo, solo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario que, en lugar de evangelizar, analiza y clasifica a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia, se gastan las energías en controlar (EG 94).
Tan contraria a una Iglesia en salida, del encuentro y pobre para los pobres, es la forma de ser Iglesia desde la mundanidad espiritual, que el papa Francisco le dedica más de un apartado. Y profundizando en ella, afirma:
“Esta oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes aparentemente opuestas, pero con la misma pretensión de ‘dominar el espacio de la Iglesia’. En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia. Así, la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. En otros, la misma mundanidad espiritual se esconde detrás de una fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, o en una vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, o en un embeleso por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial. También puede traducirse en diversas formas de mostrarse a sí mismo en una densa vida social llena de salidas, reuniones, cenas, recepciones. O bien se despliega en un funcionalismo empresarial, cargado de estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal beneficiario no es el Pueblo de Dios, sino la Iglesia como organización. En todos los casos, no lleva el sello de Cristo encarnado, crucificado y resucitado, se encierra en grupos elitistas, no sale realmente a buscar a los perdidos ni a las inmensas multitudes sedientas de Cristo. Ya no hay fervor evangélico, sino el disfrute espurio de una autocomplacencia egocéntrica” (EG 95).
En este contexto, continua el papa, “se alimenta la vanagloria de quienes se conforman con tener algún poder” (EG 96) y se “mira de arriba y de lejos, se rechaza la profecía de los hermanos, se descalifica a quien lo cuestione, se destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia” (EG 97).
Dicha mundanidad, en todas las formas descritas por el papa, es todo un estilo de Iglesia y de evangelización totalmente contraria y distante de una Iglesia pobre para los pobres. Y es contraria porque roba el Evangelio y a los pobres de la vida de la Iglesia. Por eso, afirma el papa, hay que evitarla poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres (EG 97).
Una Iglesia pobre para los pobres es la que se decide desde los pobres. Decide su estilo, su presencia evangelizadora, desde los pobres. Es, la que en términos de Aparecida (2007) que recordamos al inicio de este texto, los pobres y la opción por los pobres, “interpelan el núcleo del obrar de la Iglesia, de la pastoral y de nuestras actitudes cristianas”. Pues “el servicio de caridad de la Iglesia entre los pobres “es un ámbito que caracteriza de manera decisiva la vida cristiana, el estilo eclesial y la programación pastoral” (DA, 2007, 393).
Que no es nada diferente a lo que el cardenal Lercaro pedía al Concilio Vaticano cuando intervino en el aula conciliar en 1962. En ese momento dijo que el Concilio necesitaba un principio unificador y vivificador, y que ese debía consistir en el reconocimiento de que era la hora de los pobres, la hora de la Iglesia madre de los pobres, la hora de Cristo pobre entre los pobres. Con estas palabras pedía que el tema de la pobreza no fuera en el Concilio un tema entre muchos otros, sino el único tema de todo el Concilio. El cardenal pedía, finalmente, reformas para que “se escogiera la pobreza como signo y forma de la Iglesia de Cristo” con propuestas concretas, por ejemplo, sobre el uso de los bienes temporales, la pobreza no solo individual, sino comunitaria y estructural, aun en las congregaciones y órdenes religiosas. Insistía en la necesidad de “encarar un nuevo estilo de vida para no chocar con la sensibilidad de los hombres de nuestro tiempo y dar a los pobres ocasión de escándalo” (Corbelli, 2014).
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