Revista de Educación Religiosa, volumen II, nº 4, 2022, DOI 10.38123/rer.v2i4.217

¿Hemos conocido el amor de Dios? Una invitación a revisar nuestra experiencia fundante

Diego Pereira Ríos1
Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas", El Salvador

Introducción

El gran desafío de este siglo quizá sea el que la Iglesia no desaparezca, al menos como signo de luz y de amor en el mundo. La propuesta impulsada por el Papa Francisco de una Iglesia sinodal nos coloca a todos como corresponsables de una situación histórica que nos revela la ineficacia de los métodos de evangelización. En medio de ello, la educación en la fe como catequesis propiamente dicha no es ya algo que deban pensar solamente los teólogos o expertos, sino que es un tema de debate desde las mismas bases. Y como afirma el Concilio Vaticano II, debemos “escuchar con la ayuda del Espíritu Santo y discernir e interpretar los diferentes lenguajes de nuestro tiempo y valorarlos a la luz de la palabra divina” (Gaudium et spes, #44). Y es en este sentido que el mismo proceso del Sínodo sobre la Sinodalidad ha comenzado por la escucha para provocar un diálogo que procure que cada cristiano se vea atraído a una “amistad social” de la cual habla Francisco en Fratelli tutti. Allí explica el Papa que “acercarse, expresarse, escucharse, mirarse, conocerse, tratar de comprenderse, buscar puntos de contacto, todo eso se resume en el verbo dialogar” (FT, #198).

Quizá es por eso que no solo debemos pensar la catequesis a partir de lo que nosotros como cristianos entendemos, sino que debemos abrirnos a investigar, a escuchar al mundo, y reconocer las dificultades que existen en él y que hacen cada vez más difícil que las personas del siglo XXI puedan creer en el amor de un Dios que se da sin medida y sin pedir nada a cambio. En un tiempo pospandémico, en el que vivimos retrocesos en todos los campos de la vida social, cultural, política y económica; en el que las crisis estallan en todos los campos de la vida, y en el que el más reciente conflicto bélico entre Rusia y Ucrania amenaza con una tercera guerra mundial; el mundo entero espera de los cristianos respuestas de una fe creíble, que propongan una experiencia de amor, de consuelo, de esperanza. Todo esto nos debe llevar a profundizar en los instrumentos que es necesario utilizar en el anuncio del Evangelio y el consiguiente acompañamiento que necesitan los hombres y mujeres de hoy, para garantizar que vamos caminando juntos ante la presencia de Dios.

En medio de ello, la educación religiosa tiene grandes desafíos. No basta pensar en planes, itinerarios, estrategias, métodos o herramientas si no damos un sentido de profunda unidad a la formación, al estudio, a la oración, a las celebraciones, al esfuerzo cotidiano por descubrir la presencia del Señor tanto dentro de la Iglesia como en medio del mundo. Por eso, en este trabajo intentamos ayudar al lector a cuestionar su propia experiencia de fe, planteándonos a todos preguntas como: ¿hemos conocido de verdad el amor de Dios? ¿Cómo estamos viviendo hoy nuestra experiencia de fe? ¿Cuáles son los obstáculos que estamos teniendo para que nuestras catequesis sean un verdadero itinerario kerygmático y mistagógico? Intentamos que el lector pueda comprender mejor el mundo en que vivimos desde una mirada crítica, analizando algunos aspectos que inciden directamente en la enseñanza y la transmisión de la fe, y con ello hacer una llamada a una maduración en la fe. La exigencia del seguimiento de Jesús para una firme evangelización parte de que el cristiano es verdaderamente un testigo del amor de Dios y por ello puede contagiar, y su testimonio seduce, invita a otros a seguir a Jesús. Por eso, hacia el final del texto proponemos algunas pistas de cómo lograr hacer de la catequesis un camino kerygmático y mistagógico.

Educar en la fe en el contexto neoliberal

Si existen dificultades en los itinerarios de catequesis para poder hacer una experiencia de Dios que toque la dimensión interior de los catecúmenos, es también debido al clima generalizado que vivimos en la educación. Nosotros no vendemos un producto, sino que ofrecemos la experiencia de un Dios gratuito y amoroso. Por eso debemos partir de la difícil situación de la educación que se ve entremezclada por el dominio que el capitalismo ejerce en todos los ámbitos de nuestra vida. Dentro de la presión que ejerce el mercado en la preparación de la mano de obra necesaria, las instituciones educativas quedan obligadas a modelar su estructura funcionalmente para lograr ofrecer un producto que puedan vender y que sus clientes puedan y quieran comprar. En medio de ello, los adolescentes y jóvenes quedan rehenes de una voluntad externa a la suya. Como afirma Giroux: “Los jóvenes han quedado al margen del discurso de la democracia. Son los nuevos individuos desechables, un sector de la población carente de empleo, de educación decente y de toda esperanza de un futuro mejor que el que heredaron sus padres” (2018, p. 64). Y aun en medio de esta situación, las instituciones educativas religiosas siguen apostando a transmitir la fe.

Consciente de esto y de forma similar, el Directorio paracatequesis afirma:

Muchos jóvenes sienten la necesidad de salir para vivir experiencias laborales y estudios particulares. Por otro lado, muchos otros, por falta de trabajo, caen en una sensación de inseguridad, que fácilmente desemboca en desilusión y aburrimiento y, en ocasiones, les provoca angustia y depresión”. (#250)

En este sentido, en la gran mayoría de los casos, los estudiantes que desarrollan sus estudios en instituciones religiosas no escapan al clima generalizado de inseguridad ante un futuro muy incierto. Nos cuestionan esos espacios que dentro de las instituciones intentan contagiar con el mensaje cristiano. Sea llamada catequesis en la educación básica, sea la educación religiosa en la secundaria, o incluso espacios de formación y reflexión teológica en el nivel universitario, la constante es que muchos de nuestros jóvenes caen en la desidia ante el reto personal y comunitario que implica el compromiso cristiano.

En este breve análisis queremos destacar que, en medio de esta marea compleja en la que los jóvenes se van formando en una determinada carrera, también la oferta del Dios cristiano puede ser vista como un producto más del consumo de manera temporal, por estar inmersos en la cultura del consumismo compulsivo.

Vender y comprar, producir y consumir, lo pone [al joven] en un movimiento frenético a través del cual satisface necesidades y deseos, pero crea también el deseo inexhaurible que lo enerva, porque para satisfacerlo debe entregar su alma a la ley de hierro del mercado. (Trigo, 2003, p. 202)

En medio de esta tensión conflictiva, los jóvenes no logran oír la voz de Dios que quiere llevarlos a una vida plena, y esto nos demuestra las limitaciones de la formación en la fe. No estamos logrando anunciar una palabra que los atraiga y cautive para que deseen ser seguidores de Jesús. El desenlace de la vida humana exige no demorarse mucho en tomar decisiones efectivas. Francisco se referirá a la rapidación de la vida: “a la continua aceleración de los cambios de la humanidad y del planeta [a la cual] se une hoy la intensificación de los ritmos de vida y de trabajo” (Laudato si’, #18). El anuncio del Evangelio queda, pues, perdido en la red de influjos culturales que debe superar una vez más la norma de la sola información de datos. Para lograr un cambio en la esencia misma del mensaje cristiano, “la gente necesita la capacidad de dar sentido a la información, de señalar la diferencia entre lo que es y no es importante” (Harari, 2018, p. 287). Instruir en la fe nos compromete a estar seguros de saber (saborear) el gran tesoro que es para nosotros la fe y de procurar no venderlo como producto.

La catequesis y su enseñanza

La vida del cristiano se desarrolla dentro del mundo y bajo sus leyes. En un mundo inseguro e incierto, muchos buscamos seguridades que nos den paz y nos garanticen de que vamos por buen camino. Pero esto contradice la misma lógica de la vida actual, en la que siempre hay novedades y sorpresas, y en la que todo puede cambiar siempre. En este contexto, la experiencia cristiana no asegura que Dios siempre está a nuestro lado, que nunca nos abandona aun en las peores situaciones. Por eso la catequesis no puede tratar de enseñar contenidos fijos, fórmulas recitables memorísticamente, ni caer en ciertas obligaciones de cumplimiento, sino que debe preparar al catecúmeno con herramientas que lo ayuden a enfrentar las complejidades de la vida. En esto debemos colocar nuestros mayores esfuerzos, ya que debemos dar razón de nuestra esperanza (1 Pe 3:15) en todo momento. Llamamos la atención respecto de que, ante las variadas preguntas y posibles respuestas que se puedan plantear, estas cuestiones procuran evitar caer en reduccionismos que rebajen el mensaje cristiano a una simple memorización de mandamientos o credos, o incluso a los ritualismos a los que estamos acostumbrados, y que solo vacían de contenido y promueven un fariseísmo religioso que, como vemos, no logra contagiar y atraer a los hombres y mujeres de este tiempo.

Es muy necesario tomar conciencia de que la catequesis se desarrolla entre algunas ideas que podemos comprender, pero que contienen en sí mismas una realidad a la cual no podemos acceder. Insistimos en que no basta saber que la Trinidad se compone de tres Personas, o memorizar el Padrenuestro, ni tampoco saber que el domingo es día de precepto y por tanto debemos concurrir a misa. Consideramos que aún estamos presionados por un imperativo racional que nos obliga a comprenderlo todo (qué hacer, cómo hacerlo, para qué hacerlo) propio de la mentalidad científico-técnica que nos rodea. En ella “se da una funcionalidad técnica del lenguaje reductora del sentido: los nombres de las cosas solo indican cómo funcionan” (Fernández, 2011, p. 80). Se corre el peligro de querer manipular no solo las cosas y conceptos, sino los procesos y hasta las personas. En toda buena intención de compartir una alegría con nuestros prójimos podemos caer en imposiciones erróneas que, más que compartir y enriquecer, nos llevarán a un mayor alejamiento.

Muchas veces, en nuestro hablar de Dios pecamos por una cierta seguridad ―como quien pudiera dar evidencias concretas de lo que afirmamos―, cuando en el fondo nuestra propia experiencia cristiana es como una nebulosa. Según Gómez, “a la esencia de la fe pertenece, según toda teología razonable, una especie de oscuridad” (1976, p. 209) que de alguna manera es un parafraseo de la afirmación de san Pablo: “Ahora vemos como en un mal espejo, confusamente, después veremos cara a cara. Ahora conozco a medias, después conoceré tan bien como Dios me conoce a mí” (1 Cor 12:13). En este sentido, partir de una actitud de humildad a la hora del anuncio es reconocer que los cristianos aún estamos en un camino de aprendizaje, en el que por momentos tenemos encuentros fuertes con Dios, pero cuando intentamos retenerlo ya se nos ha escapado. Es necesario repasar que la “fe religiosa tiene aspectos específicos en los que desborda el modelo que elegimos para pensarla” (Gómez, 1976, p. 213).

Como acto humano, la fe es un movimiento que engendra vida por ser una parte constitutiva de la naturaleza humana. No podemos vivir sin creer sobre todo en los demás. Sí, necesitamos creer en nosotros mismos, en las posibilidades personales. Pero nadie podría llegar al día de mañana si no tuviera fe en que los que quiere también estarán. En este sentido, la fe se ancla en los otros, en los demás que viven con nosotros, y por eso nos construye. Nos saca de la individualidad para caminar hacia la comunidad. Por ello, la transmisión de la buena noticia no se puede sostener solamente con un mensaje, con unas palabras, sino en una apuesta que es creencia, que es confianza. Es el compartir de la experiencia con una Persona, Jesús, que sigue invitando a través de nosotros a conocerlo. Y fue él quien nos demuestra que “su fe en el hombre no le dispensa de su fe en Dios; su fe en Dios no lo separa de su fe en el hombre” (Gesché, 2013, p. 27). Si creemos en que Cristo está resucitado y entre nosotros, deberemos ser aventajados por el convencimiento de que en cada ser humano habita la posibilidad de le fe en Jesús.

Esto último nos ayuda a entender que, si hay un lugar en los otros, la fe tiene en sí un lugar propio. Lugar que apenas conocemos por gracia y misericordia, pero que se nos escapa. Si el reino de Dios ya está entre nosotros, ese lugar de la fe está dado en la realidad y somos nosotros los que por momentos entramos o no en él, como respuesta a la invitación de Jesús. Esto es así porque justamente la fe tiene su propia originalidad: parte de Dios y viene a toda persona, pero habla de cosas que nos sobrepasan. La fe habla de otro lugar, con un lenguaje que es propio del Espíritu. Al decir de san Pablo, es una “sabiduría de Dios, misteriosa y secreta, la que Él preparó desde antiguo para nuestra gloria” (1 Cor 2:9). Por eso es que la buena nueva de Jesús tiene sentido en sí misma, no solo porque el ser humano pueda acogerla, sino porque es el deseo de Dios para el ser humano y que genera una realidad nueva. Por eso no podemos partir de nosotros, sino de Dios. Aun en la contradicción de la vida, Dios se sigue manifestando en la pequeñez y la grandeza de lo humano. Podemos estar seguros de que hemos conocido el amor de Dios, aun sin comprenderlo todo, sin entenderlo todo, porque podemos creer en él a pesar de las paradojas de la vida. El amor no se comprende: se experimenta, y es una experiencia que cautiva.

Partir de la experiencia del amor de Dios

Una catequesis kerygmática debe partir de la experiencia del amor que hemos recibido de Dios. Un amor transformador que ha provocado un cambio tal en nuestras vidas, que no podemos librarnos de él aunque quisiéramos. Y el amor es una vivencia que trastoca todas las dimensiones humanas, incluyendo la racional. No podemos evitar pensar esta experiencia, pero aun así nos supera. Como afirma Gesché, “el discurso cristiano llega a un discurso verdadero y verídico sobre Dios recurriendo a un distanciamiento respecto de su referencia inmediata” (2011, pp. 86-87), y a pesar de los más de 2000 años que han pasado, la presencia de Jesús es una experiencia que se puede vivir. En el camino que realiza cada persona que es invitada al seguimiento de Jesucristo lo primero es vivir esta experiencia fundante, que es distinta a todas las que ha vivido anteriormente. Experiencia que es vital y decisiva, puesto que una vez vivida ya no hay vuelta atrás. En esta experiencia, “el creyente es transformado por el Amor, al que se abre por la fe, y al abrirse a este Amor que se le ofrece, su existencia se dilata más allá de sí mismo” (Lumen fidei, #21).

Es el amor de Dios el que crea en la persona que lo recibe una nueva realidad que logra ser permeada por la luz divina. De esta manera, quien acepta a Jesús en su vida vive una experiencia “que consiste básicamente en transmitir una luz nueva, que nos viene de Dios, para reconocer al Señor en el cielo estrellado, en la sonrisa de un niño, en la fragilidad de nuestro cuerpo y de nuestro espíritu” (Arnaiz, 2004, p. 22), en la fragilidad de la existencia humana. Sin una libre y voluntaria decisión de Dios de darse a todo ser humano, no hay posibilidad de que esta experiencia pueda ser siquiera descrita. Por eso afirmaba el apóstol Juan: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que, ofreciéndose en sacrificio, nuestros pecados quedaran perdonados” (1 Juan 4:10). Y por el perdón nos llega el amor de Dios. Un perdón que supera toda previsión de sanción o juicio, por el cual tantas personas se sienten inmerecedoras de ese amor.

Dicho anteriormente que la fe tiene un lugar en los otros, el amor de Dios se hace un espacio en quien lo recibe, pero respetando su tiempo, respetando su libertad. La condición de posibilidad de que alguien reciba el amor de Dios tiene que ver con un punto de inflexión en su propia historia, que no podemos planificar por más que queramos. Como afirma von Balthasar:

Pero antes de que pueda realizarse, en algún momento temporal de la historia, ese encuentro con el amor de Dios, es necesario otro encuentro, originario y arquetípico, que forma parte de las condiciones de posibilidad de la manifestación del amor divino a la humanidad. (1990, p. 69)

Aquellos que hemos respondido al llamado en un determinado momento de nuestra vida, desde la cual hemos vivido esta profundización en el Misterio divino, no lo hemos hecho por decisión propia, sino porque el mismo amor de Dios en nosotros lo posibilita. Luego de recibir ese amor podemos decir con seguridad que en él vivimos, nos movemos y existimos (Cfr. Hch 17:28).

Como Creador y Hacedor de la historia, Dios va llegando a un ritmo que no logramos interpretar desde nuestros parámetros. Lo que es innegable y constante es su deseo de ser recibido en el corazón humano. Decía Teilhard de Chardin: “en una metafísica de la unión, es concebible que, supuesta la realización de la unidad divina inmanente, sea aún posible un grado de unificación absoluta” (2005, p. 149), y entendemos que nos habla del mismo andar de Dios en el tiempo humano, al interior de la eternidad de Dios. Nos habla de un momento de contacto divino con toda persona, pero que es algo que no podemos manipular. Al decir de Panikkar, la experiencia del encuentro entre el ser humano y Dios está al inicio de todo, “pero este inicio, pura existencia que no es consciente ni siquiera de ella misma, este inicio es silencio puro y pura nada [y se encuentra] por encima de cualquier juicio y de cualquier evaluación” (2008, p. 141). Por eso debemos partir de la seguridad de que Dios se manifiesta en el tiempo propicio en todo ser humano. “Sin esta convicción de que Dios, más allá de su presencia cósmica, se hace presente activamente en el mundo y la historia, la fe cristiana pierde su base” (Böttigheimer, 2013, p. 154).

La renovación del lenguaje en la catequesis

En todo acto humano hay un lenguaje que posibilita el intercambio de experiencias. La catequesis debe buscar renovar su lenguaje para lograr transmitir esta experiencia de Dios. Este lenguaje debe revelar el amor de Dios por cada ser humano y que ese amor es el que transforma. Es de suma importancia que cada catequista viva dentro de esa experiencia amorosa con Dios, en lo cotidiano. Los contenidos de la catequesis transmitirán algo si, previamente, se cuenta con esa experiencia de Dios. En esa experiencia es Dios mismo quien habla en nosotros y por eso es fundamental. Nos dice el Papa Francisco que “La comprensión de la fe es la que nace cuando recibimos el gran amor de Dios que nos transforma interiormente y nos da ojos nuevos para ver la realidad” (LF, #26) y, en esa misma realidad, como segundo paso, podemos buscar las condiciones para asegurar la continuidad de esa experiencia. El problema hoy está en que el lenguaje que utilizamos en general está dominado por la lógica de las ciencias y la tecnología que limita el alcance de la comprensión de la experiencia de Dios.

Intentemos comprender que el amor solo es posible entre personas, y la fe como experiencia de amor se da entonces entre la persona de Jesús resucitado y la persona humana. De ahí que el lenguaje propio es el del amor interpersonal. Cuando Jesús se dirigía a sus semejantes y les decía “sígueme” (Cfr. Mt 9:9) se daba entonces un trascender del Padre a través de su Hijo para hacer llegar su Palabra al corazón de las personas. En ello “la Palabra entra en las palabras, el eterno acontecimiento del amor se asoma en los humildes acontecimientos del amor humano: la exterioridad de los gestos y de la voz se llena por dentro de la interioridad del misterio divino” (Forte, 2000, p. 255). Y si quien recibe esa palabra tiene una cierta apertura no podrá resistir tal llamada. Pero siempre que tenga ese matiz de la interpersonalidad. Muchas veces nuestro anuncio recae en la utilización de un vocabulario impersonal: “Dios te ama”, es verdad, pero ¿acaso no debemos amar nosotros también de forma personal? Si nos preguntan por qué, sabremos decir que es porque Dios nos ama y nos enseña amar a su manera. El seguidor de Jesús es alguien que ha sido cautivado por el amor de su Persona y no podrá amar de otra manera, siempre y cuando haya sido alcanzado y transformado por ese amor.

Muchos rechazan la idea de pensar la fe, procurando solamente vivir la experiencia sin la mediación racional. Es verdad que el objeto de la fe no es alcanzado por un ejercicio de comprehensión por parte del sujeto, pero sin duda que a partir del encuentro con Dios la misma comprensión humana queda trastocada. Pero en el caso de la experiencia de fe sucede a la inversa: como el objeto de la fe es un Sujeto, Jesucristo, es Él quien modifica los esquemas mentales del sujeto que entra en contacto con Él. La cercanía de Dios al ser humano lo introduce en un clima de expansión de su conciencia. Esto debe hacernos revisar muchas de las afirmaciones que hacemos en la enseñanza de la fe ―sea acerca de las profecías o milagros, sea por las exigencias de la vida de fe―, ya que “muchas veces los avances y descubrimientos, incluso una vez aceptados en la teoría, continúan sin efectividad en la praxis reflexiva” (Torres, 2013, p. 113). Al pensar en una cierta catequesis kerygmática y mistagógica se deberá hacer coincidir las acciones concretas del acompañamiento con ciertos postulados que asumimos como verdaderos.

Es necesario recordar que la trascendencia divina se sirve de la precariedad humana. Es dentro de esta misma inmanencia en la que Dios se autocomunica. Como afirma Gesché: “En cualquier campo del que se trate, la verdad debe encontrarse en aquello que esa realidad en cuestión manifiesta por sí misma, en el lugar que le es propio, en su automanifestación” (2013, p. 46). Todo intento humano de dar a conocer el mensaje de Dios por medio del anuncio del Evangelio deberá contar con que Dios mismo se manifestará cuando esa realidad sea provocada, lo que va más allá de los planes humanos. En este sentido afirmaba Rahner:

El hombre se experimenta a la vez como sujeto del suceso de la comunicación absoluta de Dios mismo, como el sujeto que en el “sí” o “no” ha tomado siempre posición con libertad frente a ese suceso, sin que, por otra parte, pueda nunca reflexionar adecuadamente sobre la manera real concreta de su toma de posición. (2003, pp. 166-167)

De alguna manera esto nos dice que todo intento de racionalización de la experiencia de fe siempre dependerá de una relación muy íntima de cada persona, en la que Dios hará su obra o no, pero que escapa a toda pretensión de comprensión. Por eso el lenguaje que utilicemos siempre debe dar a entender que no lo podemos comprender todo.

El primer anuncio surge de una experiencia que se revela

El primer anuncio que sostiene que Dios es amor y nos ama con una locura inmensa tiene que ver con retomar el amor que se desprende de su Palabra. Retomar la Palabra de Dios implica dejar a Dios ser y hacer de nosotros creaturas nuevas. No es tanto una planificación de lo que vamos a decir, sino más bien una vivencia convencida de eso que estamos dispuestos a decir. Como afirmaba el Papa Benedicto XVI, “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, #1). En esto hay que estar lo suficientemente atentos. “La fe en Dios no consiste en un discurso intelectual sobre su realidad; es, sí, una aserción de su realidad, pero toda ella inserta en una praxis de amor” (Gómez, 1976, p. 202). Revisar nuestro propio camino, tomarle el pulso a lo que estamos viviendo hoy a nivel personal, familiar, eclesial; ahondar en las intenciones que nos mueven a querer repensar la catequesis tienen como exigencia revisar nuestra propia experiencia de Dios. Porque “no solo creemos en Dios y en Jesucristo, sino que nuestro creer es esencialmente creer a Dios y a Jesucristo, es decir, entregarse amorosamente a Dios y a Jesucristo mediante la aceptación que es la fe” (Gómez, 1976, p. 215).

Si nuestras catequesis no están dando los resultados que esperamos, junto con la sordera que puede haber en el mundo, lo urgente hoy es revisarnos a nosotros mismos y cómo estamos ante este desafío. En un Iglesia que ya no puede depender de la jerarquía, pero en la que a los laicos nos falta un mayor compromiso, anunciar el Evangelio a una humanidad reticente nos lleva al campo de la revisión de la propia experiencia. Solamente una fe madura, purificada, vivida y convencida de sí misma hará de nosotros auténticos cristianos, personas convencidas de la presencia de Dios en y con nosotros. Si nuestra fe se sostiene en un Dios que trasciende la misma realidad, nuestro testimonio de palabra y de vida debe de alguna manera ser impactante. El creyente es “alguien que cree poder meter el infinito en su vida. Se podría decir: un ser que se arriesga a hacer la prueba del infinito” (Gesché, 2013, p. 48). Y es justamente esto lo que no estamos logrando y es lo que debemos revisar, ya que muchas veces nos falta la fe necesaria para creer que Dios lo puede todo.

Este es el peso que tiene la palabra revelación para el cristiano: en el anuncio del Evangelio, quien afirma que Jesús es el Señor de su vida se revela a sí mismo con un grado de realidad que debe verse reflejado en las acciones consecuentes. Por eso, no basta solamente la palabra si no está cargada de una coherencia que debe romper la distancia entre Dios y el ser humano, y sí, una palabra que haga realidad lo que dice en sí misma. Según Gesché, el rasgo de la verdad del creyente cristiano debe asumirse como una “transgresión inventiva”:

la práctica de la fe es la de una verdad hacedora de verdad. La fe práctica audaz de la verdad, de aquello que hace verdadero, y que tiende a hacer posible, a preservar, a abrir a un «no-dicho», a un «no-conocido» de la realidad demasiado estrechamente vivido. (2013, p. 55)

Si la verdad de nuestra fe la cargamos en nuestra propia existencia, entonces debemos examinarnos cuando vemos que no estamos logrando contagiarla. Es necesario preguntarnos con sinceridad: ¿hemos conocido verdaderamente el amor de Dios? ¿La Palabra de Jesús nos ha cautivado y liberado de nuestras propias ideas sobre él?

Francisco nos interpela en este sentido: “recuperar la conexión entre la fe con la verdad es hoy aún más necesario, precisamente por la crisis de verdad en que nos encontramos” (LF, #25). ¿Es nuestra fe actual verdadera? ¿En qué se sostiene nuestra confianza en Dios? Como afirma Torres:

Si como cristiano o cristiana descubro que es desde la fe como me puedo realizar plenamente en mi humanidad, que he encontrado las claves decisivas del sentido y la esperanza, trataré espontáneamente de llevarlo a los demás, y de llevarlo como lo que de verdad es: una «buena noticia». (1992, p. 32)

Esta buena noticia que vivimos muchas veces nos limita en el compromiso con el mundo, pues nos debe llevar por un camino a contracorriente, situación a la cual no siempre estamos dispuestos. Por eso, si el primer anuncio procura cambiar la realidad de la persona que lo escucha, más deberá cambiar aún la realidad de quien anuncia. Sin un cambio de vida en el origen, no llegaremos a que el destinatario reciba el mensaje de quien nos envía.

Catequistas como reveladores del Misterio

Una catequesis kerygmática debe sostener ese primer anuncio que transmite con una solidez que dé cuenta de lo que se está viviendo. Alguien que se acerca a dejarse formar para conocer a Dios debe vivir una experiencia que necesita ser acompañada por alguien que también haya vivido esa experiencia. La mistagogia implica no solo conocer el Misterio de Dios y acompañar los procesos de los que reciben la buena nueva, sino que también supone un compartir esa vivencia con los nuevos seguidores. Ser seguidor de Jesús requiere que seamos testigos y testimonios de su presencia en este mundo. Dice Martínez:

El seguimiento de Jesús es la dimensión práctica de la vida cristiana. Por eso, quien desea conocer la vida cristiana debe analizar el camino que hemos de seguir, las cualidades de este camino cristiano, las exigencias del seguimiento, los valores que están en juego en el seguimiento de Jesús. Este seguimiento es la esencia de la vida cristiana. (2009, p. 257)

De algún modo, el seguimiento de Jesús debe asumirse como la misión que contiene en sí los deseos y esperanzas de todo ser humano. Por eso no podrá hacerse un camino mistagógico, como acompañamiento hacia el misterio, si la vida de quien anuncia y acompaña no está en un continuo clima de apertura a las necesidades que el mismo Jesús ha suscitado en los anunciados.

El seguimiento de Jesús está ligado no solamente a la capacidad contagiosa que irradia su seductora personalidad, sino también a la sintonía y afinidad con los anhelos y las exigencias de libertad, fraternidad y vida en plenitud que alentaba su utopía del Reino. (Vitoria, 2004, p. 202)

El Misterio de Dios es la presencia del reino en medio de las vicisitudes de la vida. Este no se revela solamente como una ausencia que descubrimos en las búsquedas de la humanidad, en sus sufrimientos, sus luchas y desvelos, sino que allí mismo Dios va sembrando su reino. Esas semillas son las que debemos encontrar, regar y cuidar, anunciando la Palabra de Dios y acompañando procesos para que Dios sea todo en todos (1 Cor 15:28).

Como sigue latigando la afirmación tan conocida de Karl Rahner: el cristiano del futuro o será un místico, es decir, una persona que ha experimentado algo, o no será cristiano, la cual nos coloca en una situación compleja que hemos cuestionado en todo este texto. Si cada vez hay menos cristianos en la Iglesia, si los planes pastorales no dan los resultados esperados, si vemos que nos seduce más la burocracia con sus reuniones, charlas, documentos, que terminan casi siempre en lo mismo, ¿acaso nos damos el tiempo para cuestionar si es que estamos siendo fieles a lo que el Señor nos pide hoy? ¿Realmente somos testigos del Dios que anunciamos? En la catequesis, ¿enseñamos solo contenidos o tratamos de compartir y trasmitir una experiencia? La mística del seguimiento es percibir una continua enseñanza por parte de Dios, que se nos revela cada día con su novedad, y que no se deja encasillar dentro de nuestros esquemas limitantes.

Como enseñaba el gran místico Panikkar, “la experiencia mística no separa la inmanencia de la trascendencia, aunque nuestro intelecto las distinga, y este no-saber podría ser una característica fenomenológica de la experiencia mística” (2007, p. 138). No podemos preverlo todo, no podemos predecir el accionar de Dios en las personas, aunque preparemos el momento del encuentro. Dios habla y resuena en el corazón de todos los llamados y cada uno de ellos también tiene algo que enseñarnos. Por eso es importante que caminemos juntos: el anuncio del Evangelio es camino que implica recorrerlo juntos. Primero, como el señor del banquete del evangelio de Lucas (14:5-24), debemos ir por los caminos a buscar a los hermanos más alejados para invitarlos al banquete. Invitación que debe ser sin distinción, sin anteponer nuestros prejuicios, sino que la voluntad de Dios, que es que todos estén invitados. Pero luego de invitarlos a casa, luego de anunciarles la buena nueva, debemos comprometernos a acompañarlos en ese camino con Jesús, no como expertos, no como sabios, sino como seguidores, como hombres y mujeres seducidos por el Misterio que nos abre también a toda la humanidad:

El camino nos permite hablar de la dinámica de la mística. También de la capacidad de desentrañar la calidad de la acción de Dios en la historia de cada uno de nosotros y de nuestros pueblos. Estas historias están hechas de caminos que se entrecruzan. En esa dinámica entramos cuando generamos lo nuevo, lo original, lo solidario. (Arnaiz, 2004, p. 114)

El camino de la mistagogia propiamente cristiana debe abrirse al mismo Misterio de Dios que se revela en el mundo. También allí Jesús tiene enseñanzas para que podamos seguir aprendiendo a reconocer la presencia del reino que él mismo va construyendo.

Conclusiones

Al final de este texto en el que hemos procurado realizar una crítica constructiva a nuestra propia experiencia de fe, queremos aportar algunas pistas que consideramos deben ser centrales en toda catequesis kerygmática y mistagógica. Partimos por tomar conciencia de la dificultad que enfrenta la catequesis en el momento actual, para destacar la centralidad de la experiencia cristiana en la vida de todo catequista. Por eso la pregunta y título de este trabajo: ¿Hemos conocido el amor de Dios? Ante el fracaso que podemos percibir en los resultados de las catequesis de iniciación tanto como de jóvenes como de adultos, creemos que debemos revisar nuestro camino andado, renovando la cotidianidad de la vida eclesial para lograr que la vida cristiana sea realmente un continuo encuentro con el Señor y que eso sea revelado en nuestras palabras y acciones. De esta renovación eclesial depende la catequesis, y no es algo fácil de cambiar debido al acostumbramiento en el cual venimos hace tiempo. Por eso proponemos, en materia de educación religiosa, apuntando a una renovación de la catequesis:

Notas

  1. pereira.arje@gmail.com

Referencias bibliográficas

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