Cuadernos de Psicología Integral de la Persona, n. 3 (2025). doi: 10.38123/PSIP.3.0
ISSN 2810-7020
En este número, presentamos un trabajo que es fruto de la Primera Jornada de Psicología Integral de la Persona, organizada por la Asociación homónima en 2016. Quienes contribuyen a este número son todos psicólogos o psiquiatras clínicos, con amplia formación filosófica de raigambre tomista. Agradecemos especialmente a Carolina Barriga Polo por reunir los escritos en miras de esta publicación.
Nuestra iniciativa, tanto la de fundar una Asociación como la de organizar jornadas, y naturalmente su posterior difusión, surge como una necesidad que se funda en la mismísima realidad clínica. Compartimos la preocupación de ponerle nombre y apellido al fundamento antropológico y ético que siempre y necesariamente impregna el ejercicio de cualquier profesión, y en forma particular aquellas profesiones del área de la salud mental.
Estamos acostumbrados y adormilados frente a una realidad tan evidente: los programas de estudio en las universidades a lo sumo abordan genéricamente el hecho de que el ejercicio profesional de psicólogos y psiquiatras supone, al menos implícitamente, una postura filosófica que marca de un modo determinante tanto el diagnóstico dinámico como la aproximación psicoterapéutica. Sin embargo, frente a esa aceptación genérica, poco se hace por profundizar en lo práctico, porque ello supone tomar postura, y eso es mal visto en la docencia universitaria. La impostura es más cómoda, por no decir anónima, y si es presentada bajo apariencia de ciencia objetiva e imparcial, cuela inadvertida. Curiosamente esta impostura presentada bajo capa de rigor científico se contradice con la aceptación genérica de una filosofía implícita al ejercicio profesional, como fue mencionado más arriba. De este modo el estudiante recibe en la mismísima universidad, en sus mismísimos años de formación, una mirada escindida y parcial de su objeto de estudio. Nadie muestra tal escisión, pocos se inmutan por tal escisión, y el alumno en virtud de la urgencia académica por capacitarse científicamente posterga o, en el peor de los casos, termina ahogando toda inquietud filosófica que haya podido surgir en el curso de sus estudios. De esta suerte, este vacío filosóficose perpetúa inadvertidamente calando hondo en la práctica profesional de generación tras generación de psicólogos y psiquiatras, con vaya a saberse qué repercusiones en la salud de tantos.
Podríamos seguir denunciando las carencias de la psicología y psiquiatría modernas. Nos parece más urgente y acaso oportuno, remediar, en la medida de nuestras posibilidades, estos vacíos tan evidentes como iatrogénicos.
Las exposiciones que presentamos son libres, de exclusiva responsabilidad de los autores, con los cuales podemos, incluso al interior de nuestra escuela, tener diferencias accidentales. Mas ello no obsta a que todos sí coincidan en explicitar y argumentar desde los fundamentos filosóficos en los que se apoyan, a fin de presentar la integración filosófica-clínica que han alcanzado en sus respectivas prácticas profesionales.
En esta perspectiva, creemos que las ponencias de la jornada sí han logrado el objetivo deseado, a saber, aterrizar lo filosófico en la clínica diaria, a fin de patentizar su incidencia práctica, y mostrar, por no decir demostrar, el gran influjo clínico-concreto que tienen los supuestos filosóficos con los que, advertidamente o no, se maneja el clínico.
Hemos mencionado que la filiación tomista es el común denominador de todos los colaboradores. Estamos persuadidos de que la tradición aristotélica-tomista tiene mucho que decir y aportar, y ello porque es una postura filosófica sumamente realista. Realista porque parte de la evidencia obvia e inmediata de que existe una realidad extra-mental, y que ésta es accesible a la razón. Si así no fuese, a qué tanto desvelo por el deseo natural de saber, particularísimamente, por querer saber científicamente. Esta afirmación tan escueta como sensata es el fundamento irrenunciable e implícito que mueve tanto a toda investigación científica como a toda indagación filosófica. Paradójicamente, si tuviésemos la certeza de que, como dicen tantos, la realidad nos es imposible alcanzarla objetivamente y con verdad, ¿quién habría que dedique su vida entera a investigar, a preguntarse por el cómo y por qué de las cosas? ¿Quién se embarcaría en una empresa de la que tiene certeza anticipada de no alcanzar la meta?
La historia de la humanidad es testimonio insoslayable e incontestable de todo lo contrario. El hombre, incluso cuando en un nivel teórico y especulativo niega con mil argumentos sutiles y elocuentes la posibilidad de conocer lo real con objetividad y verdad, en lo práctico niega tal postura y no es capaz de contentarse con ella, lanzándose a la empresa de la ciencia con empeño y pasión. El hombre siempre ha deseado saber, y no lo desearía si supiese con certeza anticipada que no alcanzará respuesta verdadera.
Lo que venimos diciendo es de particular interés para psicólogos y psiquiatras, puesto que de lo que aquí se trata es de atender a la persona de nuestros pacientes descansando en el conocimiento objetivo y verdadero de la naturaleza humana. Con qué cara podríamos presentarnos a nuestros pacientes si con convicción pensáramos que nuestros conocimientos no se fundan en la realidad de la naturaleza humana, o peor aún, que esta no existe. En tal caso, ¿cómo podríamos dormir tranquilos sabiendo que nuestras intervenciones terapéuticas no tienen asidero en dicha realidad?
Alguien, quizás, podría objetar que nuestras intervenciones terapéuticas se apoyan en los hallazgos y resultados de la ciencia empírica. En realidad, si pensamos nuestras intervenciones en la línea de las técnicas que empleamos, éstas son tan solo instrumentos de los que nos valemos para alcanzar objetivos, pero éstos últimos nos los planteamos desde el paradigma de la escuela psicológica a la que adherimos. Si pensamos nuestras intervenciones en la línea del paradigma psicológico al que adherimos, éste conlleva implícitamente un fundamento ético, antropológico y teleológico, que marca el rumbo de la terapia.
No es dificultoso, pues, advertir que la imparcialidad, neutralidad y asepsia científica es tan solo aparente y engañosa. Tal pretensión es una desinteligencia puesto que la realidad no solo no es neutral, sino que es determinante: o estamos con ella, o estamos de algún modo contra ella. La medida —no neutral— de nuestros conocimientos, paradigmas y modelos es la realidad.
Al llegar a este punto no podemos sino volver sobre la cuestión planteada anteriormente, la del realismo filosófico como fundamento de nuestro paradigma psicológico y, con ello, de la orientación que le damos a las intervenciones psicoterapéuticas con nuestras técnicas.
No hay otra conclusión posible: es sumamente realista adherir filosóficamente a una postura realista. Ello no significa que por ser realistas tengamos siempre y necesariamente la razón. No se ha dicho eso. Sencillamente significa que estamos abiertos a la realidad que nos trasciende y confiamos que la razón —si no quiere imponer su parecer— es capaz de sucesiva y gradualmente irse adecuando a la verdad de las cosas. El realismo filosófico es más una actitud frente a la realidad que un resultado alcanzado . Con esta actitud como punto de partida, la razón se transforma en testigo de la verdad y no en constructora de la realidad. En lo que llevamos diciendo creemos ver que no son tanto las ideas las que dividen a los hombres, sino más bien la postura personal de la que parten. O realista, o inmanentista (del cuño que se quiera, pero inmanentista al fin).
Una última conclusión se impone: como científicos, o somos realistas, y por tanto nos vemos instigados a ajustar nuestros modelos y paradigmas a la realidad (en nuestro caso, a la naturaleza humana), o veladamente nos erigiremos en dioses forzando los datos empíricos a ajustarse a nuestros modelos y paradigmas.
Esta es la opción fundamental que todo científico ha de plantearse y responderse. Es de evidencia casi inmediata para quien se detenga brevemente a considerar la cuestión: a toda actividad científica le subyace una postura filosófica, y si ésta no es realista, toda actividad científica se transforma en un pasatiempo tan apasionante como espurio, y en el caso de las ciencias clínicas, en ocasión de iatrogenia en aquellos que se confían a nuestra ciencia y conciencia.
Sean estas reflexiones una breve defensa del empeño e ideario con el que se ha fundado nuestra Asociación.
Creemos que el presente número apunta fielmente en esa dirección.