Cuadernos de Psicología Integral de la Persona, n. 3 (2025). doi: 10.38123/PSIP.3.5
ISSN 2810-7020

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La vigencia de la cogitativa en la llamada nueva ciencia de la mente:
entre el hilemorfismo y las neurociencias

Jordán Abud

Asociación de Psicología Realista ECCE HOMO, Paraná, Argentina

Resumen

Se explora la vigencia del sentido interno de la cogitativa en el marco de la psicología contemporánea, contrastando la tradición hilemórfica aristotélico-tomista con los avances de las neurociencias y las terapias cognitivo-constructivistas. Se destaca el olvido generalizado de los sentidos internos en la psicología moderna, especialmente de la cogitativa, a pesar de su relevancia para comprender la interacción entre lo sensible y lo racional. La cogitativa, como facultad bisagra, permite integrar percepciones individuales con valoraciones afectivas, desempeñando un papel clave en la psicopatología y la psicoterapia. El artículo analiza cómo hallazgos neurocientíficos y enfoques terapéuticos actuales —aunque formulados en terminología distinta— reflejan dinámicas atribuibles a la cogitativa, como la construcción de juicios emocionales y la integración de experiencias pasadas. Sin embargo, la falta de un marco antropológico sólido limita su aprovechamiento. Se critica el dualismo cartesiano subyacente en la psicología cognitiva y las neurociencias, que oscila entre reduccionismos biologicistas y espiritualismos abstractos, proponiendo en cambio una visión hilemórfica que recupere la unidad sustancial del ser humano. Finalmente, se subraya la necesidad de una recepción crítica de las neurociencias y las terapias cognitivas desde la filosofía perenne, rescatando la cogitativa como facultad explicativa para fenómenos como la toma de decisiones, las emociones y los trastornos psicológicos, evitando así las aporías de la modernidad.

Palabras clave

cogitativa, hilemorfismo, neurociencias, psicología cognitiva, antropología filosófica


Es suficiente realizar un somero recorrido por la situación actual de la psicología para detectar en ella un olvido generalizado de los sentidos internos y en particular de la cogitativa. Trataremos entonces, en primer lugar, de captar la esencia y dinamismo de este sentido bisagra.

Como contracara de esta verificación, si reparamos en el papel de la cogitativa, no podemos menos que sospechar su incesante reaparición en hallazgos neurocientíficos, en apreciaciones clínicas y en propuestas terapéuticas. Todo, claro, alejado y extraño a la terminología clásica-tomista o a un corpus general antropológico que permita un sólido y pronto aprovechamiento de estos hallazgos.

Pues bien, así las cosas, creemos ver la necesidad de una recepción crítica de las recientes propuestas psicoterapéuticas de corte cognitivo constructivista, de las novedades neuroquímicas y aun de los nuevos modelos explicativos en psicología (todos aportes que agruparemos en el trazo general de nueva ciencia de la mente, expresión sujeta desde luego a convenientes precisiones y distingos) a la luz de la vieja ciencia del alma. En acotadas líneas, en esto consistirá nuestro recorrido del presente artículo.

A modo de justificación previa, podríamos invocar la siguiente objeción: por qué unificar a las neurociencias y a la psicología cognitiva en la misma crítica. Es que entre las neurociencias y la llamada psicología cognitiva existen matrices comunes y estrechos vínculos.

Una y otra constituyen objeto de especial interés para nuestra investigación; y esto por una doble razón, histórica y epistemológica. Histórica, porque, sin lugar a dudas, ambas representan las corrientes dominantes que imponen, en cierto modo, su sello y su influencia a las demás expresiones de la psicología actual; son, además, las que exhiben un desarrollo más vigoroso (…) Epistemológica,puesto que la moderna neuropsicología y la psicología cognitiva con sus imprecisiones epistémicas y sus límites no siempre claros respecto de las neurociencias (las que, a su vez, pretenden invadir y aún sustituir a la psicología) ponen a prueba la posibilidad de la psicología como ciencia. (Caponnetto et al., 2016, p. 53)

Vayamos, ahora sí, al desarrollo de nuestro tema.

Sobre la importancia (y descuido) de los sentidos internos.

¿Qué es y cómo opera la cogitativa?

Sin lugar a dudas, una clave interpretativa insustituible de las psicopatologías es la gnoseología entendida con rigor científico. Hagamos más amplio aún el planteo: de falsas concepciones en el modo de entender el conocimiento humano se siguen, con inevitable continuidad, distorsiones en los demás ámbitos del hombre: en su noción de la afectividad, en el obrar y en la moral misma.

Tan luego Aristóteles, a quien tanto debe la psicología realista, se valió de esta ‘vía regia’ para llegar a la naturaleza del alma. Si el alcance del yerro empirista fuera tener que aceptar que el conocimiento humano es solo especie sensible (o menos) y el núcleo autolimitado del error racionalista consistiera solo en aceptar una cierta ruptura ideacional con el mundo exterior, si esto fuera todo —decimos— tal vez no sería tanto. Pero las consecuencias son de mayor alcance.

En este contexto, podríamos decir que los sentidos internos (pero particularmente la cogitativa) conforman la divisoria de aguas entre la concepción hilemórfica y un dualismo irreductible más allá de infecundos intentos unitivos. Es decir, entre la idea de hombre como una misteriosa comunión de cuerpo y alma (mixtura del ser que se extiende al obrar) y la de hombre sumido invariablemente en lo fenoménico y exterior, o bien (que es lo mismo visto por el otro lado) cerrado herméticamente sobre la propia subjetividad inmanente.

Nada hay en el intelecto que no haya pasado por los sentidos, dice el principio aristotélico-tomista. Esto solo ya sería suficiente para entender que proponernos una comprensión psicológica del razonamiento humano sin tener alguna noción del dinamismo cognoscitivo-sensible es desestimar casi todo lo necesario para un correcto inicio.

¿Qué quiere decir, al fin de cuentas, que nada hay en el intelecto que no haya pasado por los sentidos? Entre otras cosas, que nuestra captación de lo universal, de la esencia, de la idea, requiere como presupuesto para poder realizarse, del dato sensible, de lo individual y concreto.

Es fundamental por tanto conocer cómo se va desarrollando el proceso perceptivo, la captación de los sensibles propios y comunes, la primera elaboración de la imagen, la instancia valorativa, la participación de la vida espiritual en la captación de lo individual.

Entonces, a efectos de evitar espiritualismos y sensismos (unidos ambos por la nota común del dualismo) la comprensión de la cogitativa es clave —por lógica continuidad de su importancia en gnoseología— para el objeto de la psicopatología y de la psicoterapia. Es decir, los psicólogos tenemos una deuda de estudio y profundización con este capítulo fundamental de la ciencia del alma.

Para tener, por ejemplo, una idea general de paternidad, necesito conocer (y vivir) algo de eso concretamente. Requiero del conocimiento y la vivencia de este padre concreto, preciso de este acto particular de paternidad, del afecto experiencial que me vincula en la relación filial, con la imagen específica que me he hecho de tal o cual padre. Y todo esto se va elaborando, enriqueciendo, perfeccionando, nutriendo en el misterioso proceso perceptivo.

Ahora bien, en este ascenso cognoscitivo, ¿qué podemos decir de la cogitativa?

En primer lugar, que su objeto propio es la figura, la cual linda con la esencia (que es, a su vez, el objeto propio de la inteligencia). Pero al decir figura, no debemos imaginarnos una simple representación gráfica, fría y neutra, sino más bien todo lo contrario. Esa figura está ya cargada de una característica valoración personal (en función de los recuerdos, de la propia historia, de la nocividad o utilidad para la propia existencia, de ciertas asociaciones de imágenes, de la particular carga afectiva). Por eso se habla aquí de intentiones insensatae. Se trata de la percepción no sentida por los sentidos físicos-exteriores ni por los internos puramente formales (sensorio común e imaginación), sino de la “valoración intencional de las cosas por la cual estas se constituyen en principio o término del movimiento del apetito sensitivo” (Gargiulo de Vázquez, 2015, p. 17). Y por eso también, aun siendo un sentido interno, se lo ha denominado cogitativa. Es decir, con raíz etimológica en el pensar, la cogitativa es cierto pensamiento de lo particular, como un razonamiento experiencial y comparativo de las cosas concretas.

Pero también debemos decir que, aun cuando exista alguna legítima similitud en el proceso cognoscitivo sensible con el animal, las diferencias de naturaleza marcan claras particularidades en el obrar humano. La fuerza estimativa percibe las intenciones para lo cual los sentidos no alcanzan, pero en el animal se da por natural instinto; en el hombre, según una cierta confrontación —collatio—, algo así como una lógica senso-afectiva, anclada teleológicamente en la preservación del propio ser (como tendencia instintiva), expuesta y enriquecida por el registro de vivencias anteriores y abierta por participación a las operaciones de la vida intelectual.

Esta diferencia, entre el animal y el hombre, tiene enormes implicancias en la realidad psicopatológica y clínica. La cogitativa es por antonomasia una potencia bisagra, entre la dimensión sensible y la espiritual.

Por eso, los clásicos siempre han dicho que por su nivel de elaboración y por su cercanía con la vida espiritual, la cogitativa es la facultad más perfecta, y es también la gran divisora de aguas en la psicología moderna, porque obliga a poner a punto la noción hilemórfica en la estructura del ser y del obrar humanos. La cogitativa tiene en sí cierto poder de síntesis (y de símbolo) de lo que es el hombre todo.

Santo Tomás muestra cómo las funciones de la cogitativa distinguen las capacidades del conocer y tender humano y a la vez unifican en su principio inmediato de acción esas mismas capacidades y permiten la relación de lo sensible a lo intelectual y del orden teórico al práctico. En suma unifican la totalidad del operar y actuar humanos y no en un plano de meras relaciones formales sino justamente partiendo, llegando y usando de la realidad total. (Archideo, 1982, p. 79)

Aquí tenemos entonces la explicación de por qué tanto crasos organicismos como espiritualismos angelicales deformarían la verdadera imagen del hombre, en su ser y en su obrar.

Ahora bien, ¿cómo es esta conmoción, esta afección que genera la cogitativa? Porque

el juicio de la cogitativa despierta un concomitante movimiento en las pasiones (…) Pero, evidentemente, no cualquier aprehensión despierta en nosotros un movimiento afectivo. La simple aprehensión formal de un objeto no moviliza la afectividad. Es el juicio de la cogitativa el que despierta un concomitante movimiento en las pasiones. (Giargiulo de Vázquez, 2015, p. 27)

Por eso, para Santo Tomás no basta la aprehensión de la pura forma (lo cual es propio de la fantasía) para mover el apetito, sino que es necesaria una estimación de un valor afectivo, útil o deleitable. Así es que, de la mano de la psicología clásica sabemos que en el hombre la regulación de la afectividad es función propia y exclusiva de la cogitativa.

Y ¿cuál es la teleología de ese movimiento? Recuerda el padre Úbeda Purkiss (1959a) en su Introducción al Tratado del hombre:

Santo Tomás señala insistentemente como objeto de la estimativa las intentiones insensatae . ¿Qué son tales intenciones? Se trata de valores o, si se prefiere, de discriminaciones de valor, utilidades concretas, relaciones particulares y concretas, fundamentalmente percibidas de los objetos o conjuntos perceptivos con las necesidades instintivas o primarias actividades psicomotrices del sujeto. (p. 55)

Por eso es que la cogitativa tiene una función en el campo valorativo-activo. Cuánto deberíamos reparar en esto los psicólogos dedicados a la práctica clínica. No estaríamos mal encaminados si ubicamos en la cogitativa ese núcleo, ese objeto propio a iluminar, detectar, encauzar, sanar, en el ambiente psicoterapéutico. Cómo no entenderlo así, si “la cogitativa como consecuencia de sus funciones, tiene una causalidad formal extrínseca sobre el apetito y resulta así el ‘lugarʼ de gestación de valoraciones, decisiones, tomas de posición (…) que son a la vez concretas y racionales” (Archideo, 1982, p. 88).

Al decir concretoy racionalse está haciendo mención a esa misteriosa tensión que reside en el obrar humano. Es en la cogitativa donde se ahíncan los condicionamientos corporales y todo el correlato orgánico, en íntima comunicación con las potencias cognoscitivas superiores con las cuales interactúapor participación. Por eso, dice Santo Tomás de Aquino (1256)

que la estimativa, en cuanto potencia animal, regula inmediatamente los ‘primitivismos’ propios de la actividad biológico-instintiva del hombre; pero, en cuanto potencia sensorial perteneciente a una naturaleza racional, posee algo de la superior condición de todo acto humano participando —quodammodo— del modo discursivo, característico de la razón. (q. 14, a. I, ad. 9)

En su función adaptativa, la cogitativa soporta sobre sí la multiplicidad del operar, porque “juzga de dos extremos: los datos sensibles, tales como son presentados por la imaginación —sola o integrando el acto perceptivo total—, y el estado subjetivo, biológico y afectivo del sujeto”(Úbeda Purkiss, 1959, p. 66).Y a tal punto la cogitativa dispara esta captación propia y característica del sujeto concreto que “esta valoración ‘estimativa’ constituye el punto de partida de la actividad apetitiva emocional con su doble constitutivo: actitud psíquica, de deseo, fuga, tristeza, y expresión corporal, con su sintomatología vegetativa” (Úbeda Purkiss, 1959, p. 68).

Veamos pues, cuán lejos estamos de una verdadera antropología tomista cuando concedemos cierto desdén por el correlato orgánico o por el cuerpo como tal en tanto materia del alma unido sustancialmente a ella. No sólo es urgente recuperar una sana teología del cuerpo (y verlo, ciertamente, como templo del Espíritu Santo) sino que también urge rescatar una antropología del cuerpo que evite dualismos dislocados. “Siendo potencia sensible, la cogitativa no puede conocer, a no ser que sea inmutada orgánicamente para adquirir la actualidad necesaria para poder conocer” (Úbeda Purkiss, 1959, p. 67).

El descuido de la cogitativa corre paralelo al hecho de que psicologismos y biologismos siguen su camino firme en las modernas facultades de psicología.

Ahora bien, si hemos entendido y aceptado la importancia de la cogitativa en todo este planteo gnoseológico, es perfectamente aceptable aquello de que en la psicoterapia no alcanza con saber cómo son las cosas, e incluso cómo deben ser las cosas. Es fundamental también saber y conocer en detalle cómo ve las cosas este paciente, cómo las siente él en su experiencia concreta y vivencial. Justamente porque la psicoterapia es cierta psicagogía, cierto compadecimiento educativo del hombre sufriente y no una clase de introducción a la psicología.

El Angélico atribuye a la cogitativa la experiencia sobre cosas y hechos concretos. De esta experiencia particular hecha por la cogitativa, abstrae el entendimiento las ideas y leyes generales. Y en esta mutua influencia es la misma razón universal que puede influir en la afectividad sensitiva pero por medio de los sentidos internos, especialmente de la razón de lo particular (Archideo y Vázquez, 1992). Vaya vigencia para un encuadre humano de la psicoterapia y para un plan de investigación de estrategias terapéuticas.

¿Dimensionamos el alcance de esta operación? La cogitativa convierte la realidad en experiencia vivida y valorada. Y es aquí donde la psicología moderna ingresa mil veces sin poder dar con la clave explicativa.

Nuestra vida cognoscitiva está impregnada de la dimensión sensible, el conocimiento humano no es un frío cúmulo de razonamientos ni equiparable sin más a un programa informático, sino que las imágenes, los afectos, los recuerdos, la dimensión perceptiva juegan un papel fundamental. Claro, sin entender la dimensión espiritual caeríamos en el conductismo o en planteos remozados como puede ser el cognitivismo en sus diferentes versiones.

La cogitativa es la clave explicativa para que el hombre se sienta afectado . Es decir, el roce del alma humana con el mundo se da por medio de la valoración de lo concreto que hace la cogitativa. O como dice Louis Lavelle (1954): “ser afectado es reconocer que el yo ha sido alcanzado” (p. 70).

La imagen vivencial y valorativa de la cogitativa nos dirá, no ya el ser de las cosas, sino cómo las percibo, como las veo, cómo las experimento. Aquí encontramos una de las diferencias fundantes entre una clase de psicología y la psicoterapia. En la segunda es esencial sondear en el alma del paciente, pero particularmente en ese ladero sensible-espiritual, donde el terapeuta deberá descubrir qué vive en él, más allá de la idea abstracta o conceptual.

Claro, aquí es donde el psicólogo debe reconocer cómo opera la cogitativa, cómo se vincula con el razonamiento, cómo son los afectos. Porque la cogitativa (a diferencia de la estimativa) se ve obligada a elaborar mediante indagaciones, experiencias, analogías y deducciones su actividad propia.

Reparemos en la importancia, tal vez inadvertida, de este término: la cogitativa realiza una verdadera elaboración. Y no solo porque va captando, según su particular complexión corporal, los datos sensibles propios que serán unificados en primera instancia por el sensorio común (y esto ya es todo un rico proceso) sino también porque esa especie sensible (esa imagen) se convertirá en experiencia particularísima, que tendrá la intervención de —por lo menos— tres elementos que podemos, en rigor, sacar de las enseñanzas clásicas:

Primero, ese objeto conocido (situación, persona, cosa…) pasará por el instinto natural del sujeto, y lo inclinará afectivamente sin ningún tipo de neutralidad. Un niño que esté cerca de ahogarse en una pileta recordará luego el hecho de modo angustioso, y es muy posible que las piletas le generen inicialmente temor, no porque haya leído en un manual de primeros auxilios cuáles son los riesgos de una piscina en invierno sino sencillamente porque en una pileta casi pierde la vida.

Segundo, el objeto conocido, ese objeto particular, será valorado también en confrontación o a la luz de una articulación con los principios dados por la razón. La afirmación universal (sea correcta o no) dará un contexto general al hecho particular. Entonces el niño que sacó dinero del pantalón de sus padres, en situación gnoseológica y afectiva normal, lo recordará alguna vez con tristeza, arrepentimiento o al menos con consciente sentido picaresco, pero no como un logro virtuoso, ya que en su momento le habrán enseñado como regla general que robar está mal. Podría no suceder esto si el niño tuvo la desgracia de crecer en un entorno socioambiental donde desde la cuna le hayan enseñado que robar es bueno.

En tercer lugar, la valoración de la cogitativa se dará por una cierta comparación o collatio. De algún modo, los dos elementos anteriores están incluidos aquí, pero también podemos agregar o subrayar esto: siempre lo vivido o pensado se da desde un recipiente. Desde un sujeto cognoscente que para ubicar valorativamente esta última elaboración cognoscitiva de la vida sensible necesita confrontarla, compararla, tener un desde dóndevivirlo, apoyarse en similitudes, contrastes o comparaciones anteriores.

De ahí la importancia de lo aprendido y vivido en la niñez, que en el decir de los clásicos adquiere fuerza de naturaleza.

Por eso la Dra. Ennis (1974), poniendo el acento en este sentido clásico y hablando de la dinámica psicológica y psicoterapéutica, afirma que inmediatamente de percibirse (la realidad) por los sentidos externos y el sentido común, se lo estima, es decir, se lo considera inconscientemente como bueno o malo, agradable o desagradable en relación con experiencias anteriores. Como consecuencia de esta estimativa sigue una emoción por la cual se tiende a la acción (Ennis, 1974, p. 10-11).

Según Ennis (1974), la característica inconsciente de la estimativa puede generar diversos traumas psicológicos inconscientes, orígenes de síntomas neuróticos (p. 11). Esta, tal vez, sea una causa explicativa del orden de la razón natural, para entender la severidad de Nuestro Señor con quienes pervierten a los niños, porque es como programarlos a sus espaldas y posiblemente dejarles una bomba que a su tiempo posiblemente estallará.

Sigue esta autora: los hechos traumáticos primarios o de los primeros años de la vida tienen una incidencia mayor sobre el sujeto pues no los puede elaborar en el momento en que ocurrieron. Es decir, porque la estimación es inconsciente (Ennis, 1974, p. 30).

También, en la misma línea realista, el Dr. Martín Echavarría (2009) habla (al referirse a la psicoterapia) de un experimentummorboso de la memoria sensitiva (p. 595).

Lo que Santo Tomás llama experimentum, que es el resultado de las operaciones de la cogitativa y de la memoria sensitiva, permite dar respuesta a algunos conceptos centrales de la psicología contemporánea, como el de complejo —que en el fondo es un conjunto de intenciones (Echavarría, 2009, p. 682). Acertadísima aplicación de nociones clásicas al mundo de la psicoterapia.

Hasta aquí lo que podemos esbozar de la cogitativa y su importancia. Ahora bien, este hecho experimental-valorativo irrumpe incesantemente en el mundo de la psicoterapia de corte cognitivo-constructivista. Y otro tanto en las neurociencias, que se encuentran con un misterioso entramado de cognición, afectos, valoración y alteraciones orgánicas que —parece— no terminan de poder calibrar con categorías de la tradición tomista.

Actualidad de las neurociencias y las terapias cognitivo-constructivistas

Las neurociencias, y con ellas la psicología cognitiva, e incluso antes que ella el conductismo, han tenido —sin dudarlo— islotes de realismo. No es la nuestra una afirmación demasiado original. Por un lado, porque la verdad irrumpe incesantemente en las hipótesis aun de los más variados colores. Así como decimos que Dios no se esconde, sino que —por el contrario— se muestra a quien está dispuesto a encontrarlo, también la creación (y la verdad latente en esa creación) está siempre pronta a ser redescubierta por el intelecto humano que esté dispuesto convenientemente a acogerla. Por otro lado, en nuestra ciencia, alcanza con que se realicen observaciones honestas, estudios de campo con rigor metodológico o simples aplicaciones de los principios antropológicos llevados al ámbito psicoterapéutico para detectar rápidamente que el puñado de verdades de la filosofía perenne puja persistente por manifestarse. Y así ha sucedido con los sentidos internos. Es llamativa la irrupción de la cogitativa en su esencia y dinamismo, pero se suele captar el fenómeno en otras claves conceptuales.

Un punto siempre crítico (aunque fundante) es definir con precisión cuál sea el objeto de la psicología. Desde luego, deberá precisarse también en qué consiste la psicopatología y desligarlo de nociones mecanicistas o voluntaristas. Aquí es donde la experiencia patológica toma fuerza y al decir experiencia, nos remitimos al desorden padecido por el paciente y que es vivido como una conmoción a su integridad. Es allí donde la cogitativa se convierte en la potencia clave y distintiva. Qué más sino la cogitativa es la que entra en escena cuando se dice que existe una “dimensión tácita de los procesos de ordenamiento nucleares (PON)”.Y que son

procesos profundamente abstractos que resultan centrales para la experiencia a nivel psicológico. Encuentro útil pensar en estos procesos nucleares en términos de cuatro esquemas que se superponen parcialmente:
Realidad: la construcción de regularidades perceptuales
Valor: la construcción de juicios emocionales
Identidad: la construcción de un sentido de uniformidad y de continuidad personal
Poder: la construcción de un sentido de ser un sujeto de la acción. (Mahoney, 2005, p. 87)

Y más adelante: “Llegar a conocer los PON consiste en presenciar totalmente las propias acciones y emociones en el proceso de examinarlas. Podríamos denominarlo movimiento epistémico: el acto sentido de conocimiento, mientras éste se despliega” (Mahoney, 2005, p. 89).Citamos a terapeutas de clara cosmovisión constructivista.

Desde luego entonces, apremia la criba conceptual y la reformulación de los nuevos hallazgos a la luz de las viejas categorías. Pero ante una afirmación tal como que “un supuesto básico del constructivismo es que los seres humanos son participantes activos en la organización y creación de sentido (significado) en sus propias vidas. La mayor parte de esto se realiza en niveles tácitos (no conscientes)…” (Mahoney, 2005, p. 92) no podemos menos que detectar la valoración de un sentido interno que hace propia la realidad circundante, la conciencia o participación de la inteligencia que hace posible un cierto elevarse por sobre la linealidad de la lógica afectiva y ser capaz de dar un sentido suprasensible, y rompiendo además con falsas polaridades sujeto/objeto que suelen atribuirse al realismo.

Volvemos a la necesaria noción de experiencia al hablar de psicoterapia, y a la cogitativa en su centro. Lo conocido no se convierte en algo experiencial por el solo contacto físico ni por la exclusiva captación del intelecto. Por eso, cuando la psicología moderna intenta definir la experiencia terapéutica dice que “los problemas personales se sienten como discrepancias. Son, en otras palabras, contrastes: se siente un conflicto entre cómo son las cosas y cómo deberían ser” (Mahoney, 2005, p. 119).

Y como la psicología moderna conoce los elementos que componen el dinamismo humano, ven preciso hablar de una reestructuración cognitiva, ya que:

Gran parte de lo que vivimos lo experimentamos en y desde nuestra cabeza
Los pensamientos influyen en los sentimientos y en las acciones
La conversación con uno mismo es un campo importante para el conocimiento y el cambio. (Mahoney, 2005, p. 130)

Cuánto realismo en dar al movimiento cognitivo la llave de acceso a la concomitante inclinación apetitiva y tendencial. Es que el enfermar humano no es un frío concepto ni un cruce de variables que no sintonizan. Existe algo así como una lógica afectiva, todo un dinamismo perceptivo donde la cogitativa cumple un rol preponderante. Ahora bien, ¿cómo es esta relación con implicancia terapéutica entre la realidad sensible y la espiritual, donde la cogitativa es gozne y bisagra? Diremos que lo que existe clausurado a nivel sensitivo, aquello que pertenece a la realidad puramente individual y concreta —cognoscitiva y pasional— tiene cierta dureza. Podríamos decir que tiene la dureza de lo necesario (necesario en sentido filosófico). Lo que se percibe como mal despierta necesariamente odio y aversión, lo apetecible enciende el amor, lo peligroso el temor, y el bien posible la esperanza.

Por un lado, solo la inteligencia —evolutivamente hablando, dadas ciertas condiciones de edad y maduración— puede descubrir un orden y una jerarquía que está por encima, o más allá de lo que pueden percibir los ojos físicos o la pasión de la ira. Así, el agua fría en invierno seguirá generando una natural reacción de rechazo, pero hay algo que me dice que de esa decisión de soportar la prueba se sigue un bien mayor al mero hecho de higienizarme cálidamente. Ese algo es el espíritu humano apto para captar el orden total. Incluso la noción de sentido, tan cara a la logoterapia, está íntimamente ligada a este descubrimiento suprasensible, a esta toma de conciencia, capaz de elevarse por encima de los condicionamientos físicos y afectivos.

Pero volvamos a la raíz de este cuestionamiento: la distinción inicial pasa por entender que en psicoterapia es una instancia insoslayable el conocer cómo vivencia el sujeto las cosas, más allá de cómo sean ellas en sí mismas (ciertamente, el norte orientador). Porque podría ser que esa vivencia esté condicionada (y muchas veces deformada) por una lógica sensible que aún no ha logrado ser asumida por la razón.

Y todo esto la psicología cognitivo-constructivista lo ha detectado a un nivel de detalle llamativo, pero no logra cerrarlo, carente de claves conceptuales realistas, de orden antropológico, y aun metafísico. Y así oscila, por ejemplo, entre una mecanicista analogía de la mente con un procesador de la información, y una idea excluyentemente neuroquímica de los estados emocionales.

Los primo primi, por ejemplo, tan necesarios de conocer para cualquier terapeuta realista, son actos del apetito sensitivo, y por tanto, deben ser originados por alguna percepción. Pero su diferencia respecto de los motus secundo primiestá precisamente en el punto desde donde parte la iniciativa: en los primeros, la iniciativa está en la disposición orgánica del apetito, en los segundos, la iniciativa corresponde a la cogitativa.

Los primeros son somatógenos. Los segundos psicógenos (Úbeda Purkiss, 1959, p. 68). Son movimientos sensitivos involuntarios, según el temperamento, según la complexión orgánica, según los propios movimientos apetitivos, los recuerdos del pasado y el instinto. Qué más sino esto es lo que detecta la psicología moderna al advertir que “cuando un cliente se encuentra enganchado en un patrón de experiencia, puede ser muy útil seguir el rastro de ese patrón en el tiempo” (Mahoney, 2005, p. 149).

Y hay aquí, incipiente, la raíz de todo un proceso educativo y preventivo, atravesado de realismo. Porque esta valoración, que comienza siendo instintiva en el hombre, esto es, dependiente por entero de las tensiones orgánicas, poco a poco se va racionalizando, independizándose en cierta medida del estado fisiológico (Úbeda Purkiss, 1959, p. 68). Podríamos decir que lo inferior debe ir siendo asumido por lo superior. En este sentido, hay —o debe haber— un terapéutico recorrido de lo vivencial a lo cognoscitivo. Por eso, la psicología cognitiva y las neurociencias, aún insertas en los callejones sin salida del dualismo advierten que hay una doble faceta en el alma humana: la realidad sensible, pero abierta a una realidad superior. Por eso, dirán que

el objetivo no es tanto revivir simplemente el sufrimiento como recoger el nuevo significado y enmarcarlo en una perspectiva nueva. Las experiencias tempranas pueden haberse fosilizado en la memoria con unos significados exclusivos o innecesarios. El proceso del cambio de los significados es en sí mismo un proceso emocional.(Mahoney, 2005, p. 150)

Enorme realismo. El dominico que venimos citando señala que

estas emociones provocadas por valoraciones prácticas, fruto de la experiencia, son ya motus secundo primi, y sólo estos son imperables y libres con libertad participada. Es decir, no dejan de tener cierto automatismo, pero emerge, como posibilidad, la capacidad relativa de reflexión y de orden. (Úbeda Purkiss, 1959, p. 68)

Insistamos, citando a Echavarría (2009), en que

los movimientos de los apetitos siguen un estímulo de tipo sensitivo (¿‘lógica sensible’ podremos llamarla? —nos preguntamos nosotros—), proveniente de los sentidos interiores o de los exteriores, y pueden adelantarse a la razón o aún no ser captados por ella. Se trata de lo que Santo Tomás llama primo primi de la sensualidad. Una vez que la razón los percibe, los puede encaminar a sus fines, pero antes que ello suceda a veces se dirigen a sus objetos en contra del orden de la razón. (p. 201)

Esta lógica sensible se entiende a la luz de la cogitativa y su carácter histórico, por un lado, y abierto al sentido, por otro. Reparemos en estas notas tan preciadas para la comprensión psicoterapéutica, que son la historicidad hecha experiencia actual y patente en el hombre sufriente, y su posibilidad de apertura al vértice superior del alma, que son las potencias espirituales, reconociendo a veces, aceptando otras, reencauzando, dando un sentido a la angustia que suele ser para el alma algo así como la temperatura para el cuerpo. Dos notas claves, pues, la historicidad y la conciencia. Al respecto, la Dra. Gargiulo de Vázquez (2015) observa que

el psicoanálisis tuvo, indudablemente, el mérito de re-conocer o redescubrir en la persona complejos con contenido biográfico y afectivo, no consciente pero con una posible expresión simbólica: un no consciente actualizable, que puede tornarse inteligible mediante un largo trabajo de desciframiento. Aquella olvidada doctrina de los sentidos internos, que se remonta a los orígenes griegos del pensamiento adquirió en aquel entonces y ha adquirido en nuestros días, una insospechada vigencia. Innumerables corrientes y/o técnicas psicoterapéuticas hacen referencia de algún modo u otro a aquella realidad psíquica que el Aquinate denominó phantasma. (p. 13)

Como venimos subrayando, esta instancia valorativa, este dinamismo afectivo, parece no lograr romper el positivismo neurocientista que hace considerar que “las cimas de la biología se hallan en la ética, las leyes, la ciencia, la tecnología, el afán de las musas, la bondad humana” (Damasio, 2000, p. 45). No se trata de impugnar la observación, masivamente y a secas, porque el dato como tal es inexcusable. Claro, que la unión sustancial del cuerpo con el alma se refleja en un entramado operativo “mixto” es indudable. Por eso, no debemos rechazar de plano las afirmaciones tales como que “los desarrollos tecnológicos recientes nos permiten analizar las lesiones mediante reconstrucciones tridimensionales del cerebro de un paciente vivo, llevadas a cabo en paralelo con observaciones conductuales o cognoscitivas” (Damasio, 2000, p. 53). De hecho, Damasio ha dedicado parte de su prolífica obra a manifestar que la realidad humana que viene estudiando no coincide con el planteo cartesiano.

Enhorabuena si su aporte contribuye a profundizar el intento de salvataje de la unidad del ser. Advierte Damasio (2000) que le “maravilla la sabiduría antigua pues denominaba lo que hoy conocemos por mente con la voz psyché, que también designaba el aliento y la sangre” (p. 46).

Y veamos algo más de su aporte al respecto: la hipótesis del marcador somático muestra la vinculación íntima entre las emociones, el cuerpo y la razón. En su libro afirma :

No sugerí, empero, que las emociones fueran un sustituto de la razón o que las emociones decidan por nosotros. Es obvio que los trastornos emocionales pueden desaguar en decisiones irracionales. La evidencia neurológica simplemente sugiere que la ausencia selectiva de emociones es un problema. (Damasio, 2000, p. 58)

Hay un sentido y un contexto somato-psíquico de la cogitativa, una inicial teleología adaptacionista en la captación valorativa. “Los patrones neurales que constituyen el substrato de un sentimiento surgen de dos clases de cambios biológicos: cambios relativos al estado corporal y cambios relativos al estado cognoscitivo” (Damasio, 2000, p. 97). Pero no hay en esto (no debe haberlo) una aceptación de la ideología evolucionista ni de sus fundamentos seudocientíficos. Aun en la afirmación de que

la función global del cerebro es estar bien informado acerca de lo que sucede en el resto del cuerpo propiamente tal, acerca de lo que acaece en sí mismo y acerca del entorno que rodea al organismo, para lograr así una acomodación adecuada y visible entre organismo y medio ambiente (Damasio, 2000, p. 121)

no rompe con una antropología realista y cristiana donde tenga un sólido fundamento el hilemorfismo aristotélico, la noción de alma como sustancia y forma del cuerpo a la vez, la distinción de potencias vegetativas, sensitivas y espirituales, y una naturaleza abierta y necesitada de la gracia, en tanto naturaleza caída y signada por el pecado original.

Al contrario, es fascinante que se rompa el dualismo y que se pueda decir que “entender los mecanismos biológicos que hay tras las emociones y los sentimientos es perfectamente compatible con una noción romántica de su valor para los seres humanos” (Damasio, 2000, p. 190) (pero claro, queda para la filosofía perenne ¿qué es “tras”? ¿Causa, condición, factor…?).

¿Cuál sería el error de Descartes en la opinión de Damasio (2004)? Sencillamente, plantear un divorcio entre las operaciones más refinadas de la mente y la estructura y operación de un organismo biológico. Pero el riesgo es suturar este dualismo con una neurociencia que no termina de ajustar su rol epistémico. De hecho, el mismo autor no duda en develar su pretensión que es nada menos que encontrar los comienzos de una neurobiología del conocimiento (Damasio, 2004).

Entre la nueva ciencia de la mente y la vieja ciencia del alma

Para llevar a cabo una recepción crítica de los nuevos aportes —y tal parece ser el genuino espíritu del tomismo— debemos saber que todo lo que pueda considerarse sobre la cogitativa sobrevolando en la psicología de corte cognitivo-constructivista y aún en los hallazgos neurocientistas debe entenderse y enmarcarse en las categorías antropológicas fundantes. Y, por ende, a la luz —justamente— de los problemas no resueltos de la ciencia moderna.

Es que “con Descartes, en efecto, la psicología comienza a perder su unidad como ciencia del alma, y se fragmenta en dos grandes divisiones que marcarán la tendencia de toda la subsiguiente psicología científica” (Caponnetto et al., 2016, p. 34).

La nueva ciencia de la mente (y en ella incluimos —abusando de la generalización— todo el bagaje conceptual de este enorme movimiento) no ha podido tensar correctamente los principios fundantes del ser y del obrar humanos (es decir, con criterio hilemórfico), y cae inevitablemente en la imprecisión, en la ambigüedad o directamente en conclusiones equívocas.

Las neurociencias, en la mayoría de sus referentes, toman permanente nota de dos variables que parecen alterarse correlativamente. Y así, advierten —por ejemplo— que la neurociencia va identificando circuitos cerebrales que podrían ser el origen y la huella de las experiencias religiosas: por un lado, ciertos cambios en la actividad eléctrica de ciertas áreas pueden dar por resultado experiencias de orden espiritual y, por otro lado, algunas actividades espirituales son capaces de dejar una estampa característica en nuestras mentes (Golombek, 2014, p. 87).

Y dicen más todavía: la ciencia aporta pruebas de que la religión nos hace sentir bien (por ejemplo, liberando endorfinas, como ya veremos). Atrapantes observaciones, pero que han de entenderse en clave aristotélica para no sucumbir en el callejón cartesiano.

Desde luego que el correlato orgánico detectado cada vez con mayor precisión y sutileza en las acciones que el hombre realiza, en su sentir, padecer e imaginar, es un golpe implacable a la concepción racionalista en psicología. Ya lo decía el fino observador Petit de Murat (2013) que “los dos principios esenciales del hilemorfismo, fundidos eminentemente en la unidad de la esencia humana, racional, se llaman mutua y constantemente en todas las zonas del operar del hombre”(p. 6).

Por acá pasa la clave explicativa del ser y el obrar humanos: por la correcta comprensión del hombre como compuesto, como unidad sustancial de cuerpo y alma racional. Desde siempre se ha querido definir esta relación —ciertamente espinosa— entre cuerpo y alma, entre materia y espíritu, e incluso —como consecuencia de esto—, entre enfermedad y pecado. Laín Entralgo (1961) dice que “de afirmar míticamente que la enfermedad tiene una expresión ética (Homero) se ha venido a sostener técnicamente que la física —la fisiología— constituye el solo fundamento de la ética”. Y sigue el autor, buscando evidenciar esta oscilación que parece no encontrar su justipreciación: “para el asirio, el enfermo es, ante todo, un pecador. Para el galeno, el pecador es, ante todo, un enfermo” (p. 48).

Nos parece necesario insistir en esta dimensión o más propiamente en esta realidad corpóreo-sensible. En rigor, no tenemos cuerpo, somos cuerpo, unido e informado por el alma. Y hasta el pensamiento más abstracto, hasta el razonamiento más sutil, hasta la idea más depurada, es reflejo de la naturaleza humana como tal, hecha de carne y espíritu.

De hecho, Santo Tomás hace depender la perfección de las operaciones intelectivas, no sólo de la perfección de las facultades que las ejecutan, sino también del acabamiento con que funcionan las facultades orgánicas que influyen objetivamente en las espirituales.

Lo que queremos decir con esto es que lo novedoso no es descubrir la maravilla de nuestro cerebro y sus inagotables sorpresas sino ser capaz de anclarlo en categorías realistas.

Pensar con categorías realistas es afirmar que

vigorosamente radicada en la metafísica del acto y la potencia y su correlato la distinción real de materia y forma, la psicología de Aristóteles da un verdadero salto histórico al superar tanto el materialismo de los presocráticos cuanto el idealismo realista de Platón. (M. Caponnetto, comunicación personal).

Es la unión de una forma a su materia. Es, por tanto, una unión substancial —el ente vivo es una sustancia compuesta—: sólo el compuesto de materia (potencia) y de forma (acto) es propiamente un ser animado.

Pero aprovechemos aún más las finas observaciones de las neurociencias. Hay toda una línea neurocientista que, tomando lo que son datos y mediciones empíricas —no solo legítimas sino también apasionantes— ha acuñado la ya aludida noción de marcadores somáticos. Lejos aún de desembocar en una concepción aristotélica, sí ha supuesto un valioso acierto en el rescate de la unidad del hombre. Según lo plantean, los marcadores somáticos desencadenan reacciones físicas a los estímulos emocionales. El término somático se relaciona con la palabra soma, que significa del cuerpo . Cuando una persona siente una emoción particular, un marcador somático hace que el cuerpo seleccione la opción biológicamente más ventajosa para la situación. Antonio Damasio, neurólogo de renombre, se hizo conocido por su hipótesis que muestra que, a través de los marcadores somáticos, la emoción está indisolublemente unida a la toma de decisiones racionales.

Cuánto recorrido queda aquí por realizar, buscando la vinculación entre la noción de marcadores somáticos y el operar de la cogitativa.

En su hipótesis del marcador somático, Damasio investigó a personas que tenían dañado el sistema límbico. El sistema límbico, o la corteza prefrontal del cerebro, es el órgano vinculado a las emociones. Aunque las personas con sistemas límbicos dañados calificaron bien en la inteligencia y el lenguaje, hicieron repetidamente errores de juicio y se comportaron indebidamente en situaciones sociales. Esto, afirma Damasio, demostró la incapacidad de la mente emocional comprometida para utilizar marcadores somáticos, demostrando su teoría de que el pensamiento y las emociones racionales están intrínsecamente ligados.

Por eso el Dr. Mario Caponnetto —a quien hemos seguido en estas reflexiones— destaca esta hipótesis del marcador somático señalando que ha sido muy relevante al momento de comprender el papel que juega la emoción en la toma de decisiones. Se plantea que ante las consecuencias de una decisión se produce una determinada reacción emocional que es subjetiva, es decir se puede vivenciar, y a la vez somática, es decir se traduce en reacciones musculares, neuroendocrinas o neurofisiológicas. Esta respuesta emocional a su vez se puede asociar con consecuencias (ya sean negativas o positivas) o conjuntos de estímulos que definan alguna situación, que se repitan con cierta constancia en el tiempo y que provoquen dicha respuesta. Este mecanismo de asociación es el que produce lo que Damasio llama marcador somático y que queda definido como “un cambio corporal que refleja un estado emocional, ya sea positivo o negativo, que puede influir en las decisiones tomadas en un momento determinado” (Caponnetto et al., 2016, p. 112).

En su empeño por comprender la maquinaria cognitiva y neuronal que hay detrás del razonamiento y de la toma de decisiones, Damasio estudia los sentimientos, demostrando que un sentimiento no es una cualidad mental escurridiza ligada a un objeto, sino más bien la percepción directa de un lenguaje específico: el del cuerpo. Desde esta perspectiva y de acuerdo con su hipótesis del marcador somático, los sentimientos son los sensores del encaje (o de la falta de este) entre la naturaleza y la circunstancia (Caponnetto et al., 2016, p. 112). Qué cercano todo este planteo a las observaciones del P. Ubeda Purkiss tomando nota de la proximidad entre el correlato orgánico y el operar de la cogitativa.

De inapreciable valor resulta la Introducción al Tratado del Hombre(comentando a Santo Tomás) del citado dominico, pero también es llamativo su descuido de parte de quienes pretenden encolumnarse detrás de una psicología realista. Lejos de asentar allí un planteo angelical del obrar humano, constatamos una reflexión profunda de nuestra condición de espíritus encarnados, con todo el peso del condicionamiento que esa encarnadura supone. Sus comentarios vinculados a la percepción, al obrar y a la cogitativa son de un valor inestimable. Afirmaciones como esta:

las tensiones fisiológicas condicionan y alimentan los instintos, estos condicionan y dan sentido a las emociones y pasiones; las pasiones condicionan y sirven a los sentimientos y decisiones de la voluntad, y en cada nivel hay una cierta correlación entre receptores y efectores, de información y descarga, de potencias cognoscitivas y apetitivas;(ÚbedaPurkiss, 1959b, p. 260)

o aquella de que

la cogitativa en su función práctica (y la cogitativa carece de función especulativa) juzga de dos extremos: los datos sensibles, tales como son presentados por la imaginación —sola o integrando el acto perceptivo total— y el estado subjetivo, biológico y afectivo del sujeto; (Úbeda Purkiss, 1959b, p. 260)

dan cuenta de un asentado principio hilemórfico que confirmado en el ser se hace extensivo al obrar. Sin caer en determinismos conductistas ni en biologismos (tan propios de las neurociencias actuales).

Seamos claros: el planteo de Damasio no es aristotélico, pero se acerca. Caponnetto y cols. (2016) consideran que:

Descartes inaugura una profunda división entre la sustancia inextensa, esto es la res cogitans (el alma) y la sustancia extensa, res extensa (el cuerpo). Ahora bien, en el cuerpo reinan soberanas las leyes de la física y de la química; en el alma solo tienen vigencia las leyes de la conciencia. Por tanto, la esencia del alma es el pensamiento y la esencia del cuerpo (materia) es la extensión en el espacio. Conocida es la sentencia cartesiana “el cuerpo es una máquina perfectísima” que no deja de ser tal aún por el hecho de estar controlado por el alma. El equilibrado hilemorfismo de Aristóteles que, aun distinguiendo el alma del cuerpo, con todo los hacía partes de una sola sustancia, en Descartes queda definitivamente roto y se resuelve en términos antitéticos. Con Descartes, en efecto, la psicología comienza a perder su unidad como ciencia del alma y se fragmenta en dos grandes divisiones que marcarán la tendencia de toda la subsiguiente psicología científica. Esas dos divisiones, irreconciliables, son, por una parte, una suerte de espiritualismo o, si se prefiere, un conciencialismo radical para el cual solo puede pensarse y formularse una psicología de los “fenómenos conscientes” reductibles al pensamiento, “claro y distinto”. Por otra parte, y en razón de la idea que el filósofo francés se hace del cuerpo, un mecanicismo que deja en manos de la físico-química una serie de fenómenos psicológico-somáticos que los antiguos hubieran considerado, con todo derecho, como parte de la ciencia del alma (filosofía natural del ente vivo). (p. 31)

La epistemología neurocientista es en realidad una víctima más de esta ruptura con la psicología aristotélica. Y a lo sumo, oscila —tal vez sin saberlo— entre un crudo mecanicismo biológico de corte netamente materialista y una postura más moderada, cercana por momentos al planteo damasiano.

Una pena que a veces se conozca de neurociencia, pero no siempre se apruebe el examen inicial de antropología filosófica. Tiene razón J. Searle (2000) cuando dice que el precio del desdén por la filosofía son los errores filosóficos.

Y habría algo más que conviene señalar en este aspecto: Ajenos a la fina noción aristotélica del hilemorfismo, y consustanciado con la idea cartesiana de hombre, es imposible distinguir causa de condición.

Las neurociencias dan cuenta de la maravilla del misterio humano: se ha corroborado que, en situaciones o experiencias de índole espiritual, aumenta la actividad de neurotransmisores como la serotonina o la dopamina. Y más: al igual que la respuesta del cuerpo en el amor o la bronca, una parte es totalmente inconsciente, hasta automática (cambios en la frecuencia cardíaca, en la respiración, en la piel o en las sensaciones que pueden sentir los fieles en el momento de mayor comunión con el algo más ) (Golombek, 2014, p. 182-183).

Hasta aquí estamos en la sutil captación de una correlación. A determinada conducta se sigue determinada alteración orgánica. Cuando x sube, y baja (desde luego, con todas las precisiones y recaudos que nos brinda la estadística). Pero si se acepta la genialidad aristotélica, bien podemos (y debemos) distinguir el compromiso corporal de la causa explicativa.

¿Qué obstáculo hay para aceptar que la liturgia genera algún comprobable cambio químico o cerebral? O más todavía: ¿en reconocer que las alteraciones cerebrales son similares por ejemplo en el canto gregoriano, en la lectura de una novela o en el yoga? Así es el operar humano. Trascendencia del espíritu —ya los paganos lo notaron— y a la vez, sutil y permanente comunión existencial con el cuerpo. Por eso, dice Juan José Sanguineti (2005, p. 64) que los actos espirituales trascienden completamente al cuerpo y, a la vez, están ligados de modo esencial a una base sensorial de naturaleza neurológica y, a veces, también relativa a la conducta 1.

La inteligencia es inmaterial y subsistente, desde luego, pero requiere como condición necesaria de cierta indemnidad de órganos corporales. La idea —aun en su universal inmaterialidad— requiere de la imagen, porque nada hay en el intelecto que no haya pasado por los sentidos. Pero la imagen es producto de la imaginación, y la imaginación se nutre de los sentidos internos, los cuales tienen localización orgánica y todo un mundo de cualidades físicas.

Citemos a Víctor Frankl (1994) en este punto donde hemos de reconocer que el fundador de la logoterapia tiene párrafos preciosos.

Nunca son localizables determinadas actividades psíquicas; quizá cuando más, ciertas condiciones somáticas de su curso. Menos aún que los procesos psíquicos se pueden localizar como tal: o bien hablamos del alma, y entonces no la podemos localizar, o bien hablamos de localización, y entonces podemos decir a lo sumo que el estado intacto de determinadas partes del cerebro es hasta cierto punto el presupuesto para las funciones psíquicas que se coordinan con ellas, pero no están localizadas en ellas. (p. 130)

Y para ratificar esta distinción, Frankl (1994) traspasa el concepto al ámbito patológico y terapéutico.

Lo corporal es una condición, mas no la causa de lo psíquico-espiritual. La enfermedad corporal limita las posibilidades de desarrollo de la persona espiritual, y el tratamiento somático se las devuelve, le brinda de nuevo ocasión de desarrollarlas; pero la realidad de lo espiritual sólo podemos comprenderla desde el plano metaclínico. (p.130)

Por todo lo expuesto podríamos decir que las neurociencias —como todo intento científico— tienden a unificar, a encontrar principios causales. Pero el riesgo es que lo hagan explicando lo más por lo menos, y no lo menos por lo más. Es decir, que más allá de los avances tecnológicos y de las novedades de laboratorio, no sepan sobreponerse a la fuerza del materialismo y terminar siendo otro exponente de lo que Mario Caponnetto llama el retorno de los presocráticos.

Es lícito, por tanto, desde el hilemorfismo objetar que sin la presencia de un principio formal no pueden explicarse los fenómenos en cuestión; y resulta plenamente lícito, también, sostener que ese principio formal no puede ser corpóreo.

La argumentación de Santo Tomás tiene, a nuestro entender, plena vigencia. Oigamos al Doctor de Aquino (1988) cuando responde a la pregunta de si el alma es cuerpo:

Para analizar la naturaleza del alma, es necesario tener presente el presupuesto según el cual se dice que el alma es el primer principio vital en aquello que vive entre nosotros, pues llamamos animados a los vivientes, e inanimados a los no vivientes. La vida se manifiesta, sobre todo, en una doble acción: La del conocimiento y la del movimiento.
El principio de tales acciones fue colocado por los antiguos filósofos, que eran incapaces de ir más allá de la fantasía, en algún cuerpo, ya que decían que sólo los cuerpos eran algo, y lo que no es cuerpo es nada. Así, sostenían que el alma era algún cuerpo. Aun cuando la falsedad de esta opinión puede ser demostrada con muchas razones, sin embargo, tan sólo mencionaremos una por la que, de un modo más general y seguro, resulta evidente que el alma no es cuerpo.
Es evidente que el alma no es el principio de cualquier operación vital. Pues, de ser así, el ojo sería alma, ya que es principio de visión. Lo mismo puede decirse de los otros instrumentos del alma. Pero decimos que el primer principio vital es el alma. Aunque algún cuerpo pueda ser un determinado principio vital, como en el animal su principio vital es el corazón. Sin embargo, un determinado cuerpo no puede ser el primer principio vital. Ya que es evidente que ser principio vital, o ser viviente, no le corresponde al cuerpo por ser cuerpo. De ser así, todo cuerpo sería viviente o principio vital. Así, pues, a algún cuerpo le corresponde ser viviente o principio vital en cuanto que es tal cuerpo. Pero es tal cuerpo en acto por la presencia de algún principio que constituye su acto. Por lo tanto, el alma, primer principio vital, no es el cuerpo, sino, el acto del cuerpo. Sucede como con el calor, principio de calefacción, que no es cuerpo, sino un determinado acto del cuerpo.(I, q.75, a.1)

Y comentan Caponnetto y cols. (2016):

Hemos subrayado la referencia que hace Tomás de los antiguos filósofos que no imaginaron otra cosa que cuerpos. ¿Los neurocientíficos de hoy representan, acaso, un salto hacia atrás nada menos que de veintisiete siglos? ¿Regresan los presocráticos? Ni dualismo de sustancias ni reduccionismo biológico. La actividad mental desde sus aspectos más simples a los más sublimes, requiere a la vez del cerebro y del cuerpo. El cuerpo tal como está representado en el cerebro proporciona algo más que el mero soporte y el marco de referencia para los procesos neuronales: proporciona la materia básica para las representaciones cerebrales. En la perspectiva del marcador somático, el amor, el odio y la angustia, las cualidades de bondad y crueldad, la solución planeada de un problema científico o la creación de un nuevo artefacto, todos se basan en acontecimientos neuronales del cerebro, a condición de que el cerebro haya estado y esté ahora interactuando con su cuerpo. (p. 113)

La cogitativa y los aportes de la nueva ciencia de la mente ante el panorama epistemológico de la modernidad

Sin ninguna duda, la psicología cognitiva merece una especial consideración cuando se emprende hoy la indagación antropológica. En particular, desde mediados del siglo pasado hasta la actualidad, el desarrollo vertiginoso de sus especulaciones científicas y en particular de la (mal llamada) investigación experimental hace que sea un capítulo inevitable de la situación actual de la psicología.

Pero se impone, más que nunca, un criterio ordenador que pueda recibir críticamente todo su desarrollo. Como se ha presentado en este artículo, la psicología cognitiva ha nacido inserta en el contexto del desquicio epistemológico de la modernidad. Y por eso, estamos ante un cúmulo de aportes sin un principio configurador ni mucho menos una sana arquitectura del saber.

En psicología, tal vez la peor herencia que atraviesa todo el pensamiento moderno sea la falta de unidad, y la psicología cognitiva no ha podido superar el dualismo cartesiano. Acompañada por el avance permanente de las neurociencias podríamos decir que a lo sumo ha logrado un materialismo remozado en el cual la consideración de la inmaterialidad de las potencias superiores del hombre y una consideración completa del dinamismo humano le son ajenos. El dilema mente-cerebro es tal vez el más claro ejemplo de este dualismo insoluble.

Por la crisis epistemológica instalada también en la psicología cognitiva es que ésta se encuentra ante inevitables planteos de fondo de los cuales no puede desentenderse. Puesta frente a estos dilemas filosóficos, habría dos notas que vale la pena señalar.

Si bien es irrefutable no sólo la pertinencia sino también la inevitabilidad de los planteos clásicos en el desarrollo doctrinario de la nueva ciencia de la mente, no parece cierto que exista en todo y en todos, un deliberado descuido por la filosofía y por los problemas clásicos. Dice al respecto J. J. Sanguineti (1988) que

sería una falsa etiqueta, proveniente a veces de los ambientes hermenéuticos, considerar que el movimiento contemporáneo de la filosofía de la ciencia más vinculado con las ciencias naturales y la matemática, es positivista. Hay en él filosofía y en grado muy elevado, una filosofía compleja y. por momentos, incierta, crítica y poco sistemática, escudriñadora y con pocas soluciones claras, pero que al fin y al cabo es testimonio de que un análisis exigente de las teorías detecta en ella nidos de problemas filosóficos. (p. 201)

No se pretende con esto realizar una aceptación acrítica de los planteos filosóficos de la modernidad, sino tan solo dar cuenta de su existencia.

En textos de suma vigencia científica nos encontramos con una demanda de fundamentos. Se percibe una inquietud, una pregunta, de tenor filosófico en contemporáneos insospechados de preferencia por la metafísica. (J. Fodor; A. Wells; J. Searle, por citar algunos). Tal vez esto tenga relación con el inevitable recorrido de las ciencias, las cuales no pueden fundamentarse a sí mismas. En este aspecto, es el mismo Wundt quien dirá en sus Principies de Psychologie phisiologique que los resultados de sus trabajos no cuadran con la hipótesis materialista, ni con el dualismo platónico o cartesiano; solamente el animismo aristotélico, que enlaza la Psicología con la Biología, se desprende como conclusión metafísica plausible de la Psicología experimental. Tarea válida y conveniente entonces, recurrir a las raíces antropológicas. Porque finalmente de ellas se nutre el vasto cúmulo de investigaciones en psicología.

En segundo término, un claro ejemplo de la tarea de revisión crítica que es preciso abordar es la vigencia y actualidad de la cogitativa, en su dinamismo y en su expresión a la luz del hilemorfismo aristotélico. En toda la antropología cognitiva y las neurociencias está pendiente la relación entre el cuerpo y el alma. En verdad, su gran riesgo es desarrollar una psicología sin alma.

Notas
  1. Para el fundamento antropológico de esta tesis, Sanguineti (2005) propone cfr. Tomás de Aquino, 1988, I, q. 75, a 2 y 3; q. 76, a 1.

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