Cuadernos de Psicología Integral de la Persona, n. 3 (2025). doi: 10.38123/PSIP.3.1
ISSN 2810-7020

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El sujeto empírico y la abolición de la persona en el ámbito de la psicología clínica

Aquilino Polaino-Lorente

Facultad de Psicología, Universidad Complutense de Madrid, España

Resumen

Se explora la relación entre la ciencia empírica, la psicología clínica y la concepción de la persona humana. El método científico, aunque valioso, resulta insuficiente para comprender la totalidad del ser humano, criticando el reduccionismo que pretende explicar la persona íntegramente desde resultados empíricos. En el ámbito clínico, la relación entre psicólogo y paciente trasciende la mera recopilación de datos, destacando la dimensión espiritual frecuentemente ignorada por la progresiva abolición de la persona en la cultura occidental contemporánea, que niega la existencia de una naturaleza humana y se relativizan conceptos como verdad y bien. Se advierte sobre las consecuencias de esta perspectiva: la exaltación del yo y el narcisismo, fenómenos frecuentes en la práctica clínica actual. La persona no puede ser reducida a sus pensamientos, sentimientos o acciones, ni ser comprendida exclusivamente desde perspectivas deterministas (biológicas, psicológicas o sociológicas). La conciencia humana permite la experiencia de identidad personal y responsabilidad, pero se encuentra amenazada por concepciones que privilegian la autonomía absoluta y el subjetivismo. Se concluye defendiendo una psicología clínica que reconozca la complejidad integral de la persona, incluyendo su dimensión espiritual y trascendente.

Palabras clave

reduccionismo científico, persona, psicología clínica, narcisismo contemporáneo, dimensión espiritual

a. La ciencia y el sujeto empírico

El progresivo avance de las ciencias y tecnologías experimentado en el último siglo se debe, sin duda alguna, al método empleado —hipotético-deductivo, empírico o experimental—. Sin embargo, a pesar de ese avance indiscutible, el método empleado por las ciencias empíricas no abarca nada más que una parte de la realidad, por lo que —en el caso del hombre— no es el adecuado para ofrecer una explicación acerca de toda la persona1.

Por eso, cuando los científicos se alzan con la pretensión de explicar la persona en su integridad, desde solo sus resultados empíricos, lo más probable es que incurran en un grave error: tomar la parte por el todo. Al proceder así hacen un flaco servicio a la ciencia y al hombre.

Al hombre, porque no se le hace justicia al caer en la ilusión reduccionista (empíricamente indemostrable) de poder abarcar cognitivamente la totalidad de su ser, de un ser que resulta en buena parte incognoscible para la propia persona. A la ciencia, porque se le exige más de lo que ella puede dar, transformándola en ideología cientificista, lo que podría arruinar las certezas que justamente aporta. Distinguir cuidadosamente el saber científico bien fundado de esta ideología es un deber ético para todos los científicos2.

En el ámbito de la psicología clínica, establecer esta distinción resulta imprescindible. La necesidad de neutralidad y asepsia científicas del clínico es compatible con el respeto a la dignidad, libertad e intimidad del paciente. La persona no puede tratarse en la clínica como un mero objeto de estudio ex post, que, de forma impersonal, pueda describirse como un mero agregado de no se sabe muy bien qué estructuras biológicas, genéticas, neurocientíficas, psicológicas y sociológicas. Un sujeto empírico así constituido es cualquier cosa —una abstracción, tal vez—, pero no una persona.

A ello cabe añadir aquí la reducción de la persona a lo que piensa (racionalismo); a lo que siente (emotivismo, hoy magnificado) a lo que hace (pragmatismo). Obviamente, la persona es más que lo pensado, sentido y obrado por ella. La persona es también lo que hoy no piensa, no siente o no hace (omisiones), pero probablemente un día pensará, sentirá o hará.

La persona tiene ese carácter de además, un plus sobreañadido no reductible a la facticidad del instante (Polo, 2003), por el que se trasciende a sí misma, como lo prueba su sed de absoluto, su hambre de infinitud y su vocación a la eternidad.

Otros reduccionismos, no menos importantes y frecuentes, son los que se derivan del modo en que algunos psicólogos entienden la psicología clínica. Se trata aquí de ciertos enfoques deterministas, como consecuencia de magnificar una sola de las dimensiones de la persona (biológica, psicológica, social y espiritual), con exclusión de las restantes, en la explicación de los trastornos psicológicos. Surgen así los determinismos biológicos, psicológicos, sociológicos o pseudo-espiritualistas.

¿Acaso el sujeto empírico no es un sujeto histórico con su propia biografía, que tiene experiencia, que se pregunta por la realidad, también la que a él mismo le constituye? ¿Es que tal vez no tiene sus propias convicciones y creencias espirituales?

¿Se tienen en cuenta en la clínica? ¿Se respetan, siempre? Y si no respetaran esas convicciones, ¿no supondría tal actitud del estar él mismo en una convicción sin fundamento?

Asistimos así a la siguiente flagrante contradicción clínica: al mismo tiempo que se niega la dimensión espiritual del paciente, se apela de forma generalizada a tratarlo mediante la psicoterapia. A lo que parece, no hay inconveniente en entender o explicar la índole de esta última, como algo espiritual.

Es cierto que la psicoterapia se apoya más en el espíritu que en las estrategias y técnicas terapéuticas, por innovadoras que éstas sean. Las psicoterapias tienen su fundamento en el espíritu humano sin que se reduzcan a los procedimientos de los que el psicólogo clínico necesariamente ha de servirse. En una palabra: la psicoterapia no es algo meramente procedimental sino espiritual3.

Ciertamente, de la dimensión espiritual o religiosa nada se dice, a pesar de que también esta puede emplearse para la explicación o reificación de los trastornos psíquicos y de la psicología clínica4.

Un hecho esclarecedor y no controvertido a este respecto es que la APA haya introducido entre sus categorías diagnósticas los trastornos psíquicos relativos a la espiritualidad5.

Sin embargo, muy poco o casi nada se dice acerca de las formas patológicas de vivir las propias convicciones religiosas, ni de las manifestaciones psicopatológicas que emergen de aquellas en algunas personas, ni de las consecuencias y causas psicopatológicas de esas manifestaciones, todo lo cual debería atenderse desde la perspectiva del hecho religioso, la psicopatología y la historia comparada de las religiones.

En este mismo contexto profesional no constituye una rara excepción los profesionales que a priori psicopatologizan cualquier comportamiento religioso de sus pacientes, a pesar de que sea coherente (sense of coherence) con las propias convicciones y las exigencias de la fe religiosa que profesan6.

Hay también otra vinculación —eludida y silenciada en el pasado— cuya atención en este contexto parece pertinente. Nos referimos a la relación entre psicoterapia y espiritualidad7.

b. El paciente en el ámbito clínico: ¿datos versus personas?

El paciente no es reducible ni deducible (en su ser personal y singular) de los datos empíricos que de él se obtengan. Esta afirmación no niega la importancia de los datos (biológicos, psicológicos, entre otros) para la clínica. Sin ellos es imposible llegar a un diagnóstico y establecer la pertinente terapia. Pero la persona es siempre mucho más. La persona es mayor, anterior y superior a los datos que de ella se disponga. Además, esos datos sólo alcanzan su significación más profunda, su sentido más pleno para la clínica cuando se integran exactamente en la persona de que proceden. Escribe Merleau-Ponty (1975):

Yo no soy el resultado o encrucijada de las múltiples causalidades que determinan mi cuerpo o mi “psiquismo”; no puedo pensarme como una parte del mundo, como simple objeto de la biología, de la psicología y sociología, ni encerrarme en el universo de la ciencia. Todo cuanto sé del mundo, incluso lo sabido por la ciencia, lo sé a partir de una visión más o de una experiencia del mundo sin la cual nada significaría los símbolos de la ciencia. Todo el universo de la ciencia está construido sobre el mundo vivido, y, si queremos pensar rigurosamente la ciencia, apreciar exactamente su sentido y alcance, tendremos, primero, que despertar a esta experiencia del mundo del que esta es expresión segunda. La ciencia no tiene, no tendrá nunca, el mismo sentido de ser que el mundo percibido, por la razón de que sólo es una determinación o explicación del mismo. (p. 8)

De una parte, los datos procedentes del paciente no vagan por el espacio hasta constituirse —sin contaminación alguna— en la pura objetividad y el exacto conocimiento abstracto de una determinada categoría diagnóstica. Continúa siendo una verdad indiscutible la afirmación clásica de que no hay enfermedades sino enfermos .

De otra, el destinatario de los datos es siempre un alguien: el psicólogo clínico. Pero el clínico también es persona. Esto significa que en la receptividad del dato hay también una estructura personal —por mucha que sea la neutralidad que se quiera vivir en esa recepción—, que se corresponde con la estructura racional del paciente, a fin de “hacerse cargo”, evaluar, calificar y tratar de comprender lo que realmente le afecta.

Con esto se está reivindicando aquí que el científico no produce el dato ni tampoco fabrica la realidad objetiva, sino que lo encuentra, porque le es dado (como portador de significado) por esa realidad personal y en el contexto de una relación interpersonal.

Dicho de otra forma, lo que sostiene el resultado científico a que se llegue no es únicamente el dato —aun siendo éste imprescindible— sino las personas (el clínico y el paciente), en cuya relación se transfiere y articula el dato. Sin esa relación intersubjetiva, ¿para qué servirían los datos empíricos más rigurosos y objetivos?

No, no parece que se puedan hurtar los datos a la razón natural, pero tampoco blindarlos en una cápsula de la razón pura, a la vez que se excluye la subjetividad de quienes constituyen el tejido de esa relación interpersonal. Los clínicos sabemos, por propia experiencia, que esto no es posible.

De hecho, muchos de los datos que emergen en el escenario clínico no son cuantificables —un gesto, la expresión de un rostro lacerante, el balbuceo de unas palabras sin sentido cuando se indaga en alguna cuestión relevante para el paciente, etc.— ni son neutrales, a pesar de su elocuente sentido y significado. Estas expresiones contribuyen poderosamente al diagnóstico, aunque el buscador de certezas empíricas las desestime por considerarlas ausentes de rigor y precisión.

Tiene sentido que eclosione la duda ante la certeza absoluta manifestada por algunos clínicos cientificistas en sus juicios. Con tal de alcanzar y mostrar la certeza —que no verdad— de sus conocimientos, no parecen dudar en la auto-fundamentación de sus juicios en unos datos que consideran absolutos.

Pero ningún dato es absoluto, como ni siquiera lo es la misma ciencia. La ciencia progresa siempre de forma acumulativa, por lo que no se debe esperar de ella que diga: ¡Basta! ¡Ya he encontrado la verdad definitiva!

El clínico ha de estar dispuesto a ser siempre un infatigable buscador de la verdad, allí donde la encuentre, a sabiendas de que jamás estará en posesión de toda la verdad.

Si no procediera así, si excluyera cualquier otro conocimiento que no fuera el empírico-racional, ese clínico acabaría por apelar a su autonomía para reinventarse el sentido que no encuentra en los datos experimentales.

El conocimiento humano —también el clínico— no proviene de una razón pura que se enroca en el dato y se distancia de la persona y de cualquier otra fuente de conocimiento. Hay ámbitos que pueden aportar numerosos conocimientos, a pesar de ser excluidos ahora por considerarlos extra-empíricos. Pero, en esto del conocimiento, ¡no se puede, no se debe poner puertas al campo!

c. De la abolición de la persona a la exaltación del yo

La abolición de la persona (Lewis, 1990)8 es, sin duda alguna, una de las claves más significativas en la actual crisis, no solo de la psicología clínica sino de la entera Civilización Occidental.

El intento de abolir la persona está vinculado, en cierto modo, a la concepción de una psicología sin antropología, en la que se niega, además, la existencia de la naturaleza humana9.

Los antecedentes filosóficos de tal opción se remontan al escepticismo griego, en que se buscaba la ataraxia o tranquilidad de ánimo, pues las decisiones, sobre todo cuando se refieren a temas importantes, pueden producir una mayor o menor inquietud, preocupación y desasosiego.

Se pensó, entonces, que hacer en cada caso lo que a uno le pareciera mejor —juzgando según las apariencias—, llevaría a la tranquilidad10.

Algunas actitudes contemporáneas, a pesar de la distancia que nos separa de la cultura griega, tienen este mismo sabor escéptico, aunque habría que apelar al nominalismo11 para entender mejor el actual relativismo que está detrás de la abolición de la persona12.

Se trata de concebir al hombre como un fin-que-se-hace-a-sí-mismo, y decide en cada momento acerca del bien y la verdad. La característica principal de su ser es convertirse en el punto de referencia de la verdad y el bien. De esta manera, el bien y la verdad dependerán ahora de lo que decida la persona hacer y de su dinamismo. Para algunos la verdad y el bien serán su propia libertad; otros antepondrán la sensación de placer y dolor, o los sentimientos, el afán de poder, el instinto sexual, etc.

De este modo tanto la verdad como el bien se relativizan y convierten en medios para lograr la propia satisfacción que, en definitiva, no será otra que la de encontrase placenteramente consigo mismo. Así las cosas, la verdad y el bien quedan reducidos a lo que resulta entre lo que se busca y lo que se obtiene, entre los deseos y su cumplimiento.

Pero, más allá y por encima de todos esos dinamismos, se sitúa la libertad, pues debe ser uno mismo quien se proponga el fin y elija y lleve a la práctica los medios que considere oportunos para lograrlo. La libertad, por tanto, tendrá por objeto, en último término, al propio sujeto, que es, en realidad, el verdadero y definitivo fin para sí. De este modo se va preparando la abolición de la persona, que ya no es un-ser-para-los- otros, sino un ser-para-sí. El arrojarse en los brazos de este egoísmo trascendental, ya sea individual o colectivo, arruina y desnaturaliza la persona13.

El nuevo hombre —así construido— no es más que una mera dotación de dinamismos cuyo sentido y fin determina cada cual para llegar a ser aquello que libremente se proponga.

En esta cosmovisión, al no haber naturaleza, tampoco hay ley natural. En ese caso, todo vale. Pero sabemos que cuando todo vale, es que ya nada vale la pena. Si todo vale, es porque no hay diferencias entre las partes que constituyen el todo. Pero si no hay diferencias, la totalidad de las decisiones que se tomen se tornarán indiferentes, sin capacidad alguna para sacar a cada persona de su estado habitual de indiferencia. En eso consiste el aburrimiento.

A pesar de estos argumentos, no obstante, son muchas las personas que hoy sostienen que todo es igualmente valioso, con tal de que sea fruto de una decisión libre, y de que no venga impuesto desde fuera.

La libertad es, por tanto, la fuente del bien y del mal, pues las cosas son buenas solo porque han sido queridas por quien así lo ha decidido, y son malas si no las quiere y, en consecuencia, no decide acerca de ellas.

En consecuencia, el hombre carece de naturaleza y la persona, por tanto, debe definirse por las acciones que realiza y mientras la realiza (pragmatismo). Es el apetecer o no del yo el que determina en cada instante el bien o el mal (hedonismo).

Hay una seudoargumentación, muy de moda hoy, que viene de lejos. Así Locke (1956) definía el yo:

El yo es aquella cosa pensante y consciente —sea cual sea la sustancia de que está hecha (espiritual o material, simple o compuesta, no importa)—, que es sensible o consciente de placer y dolor, capaz de felicidad e infelicidad; y por eso, hasta allá donde alcanza aquella conciencia se preocupa de sí misma. (nn. 26-28)

La persona se define por la conciencia, pero no por la autoconciencia personal sino por una conciencia limitada en concreto al placer y al dolor. Quien no sea consciente, como es el caso del feto, el enfermo psíquico, el anciano afectado por la demencia, etc., no es persona, no está en el estado de persona, sino que, como dice Locke, es solo hombre, o sea, un animal de una determinada especie biológica.

Tal vez por eso, añade:

el yo no está determinado por la identidad o diversidad de la sustancia, de la que nunca se puede estar seguro, sino sólo por la identidad de la conciencia. (Locke, 1956, nn. 19 y 27)

Autoconciencia y autonomía herméticas y sensoriales sustituyen ahora a la apertura —de naturaleza racional— del propio ser humano a lo trascendente. El hombre, la persona, se define hoy por referencia a sí misma14.

Pero si la persona se define sólo en atención a sí misma, entonces la verdad y el bien se definirán ahora por relación a los propios deseos y proyectos. No debe extrañar, por tanto, que la frase evangélica “la verdad os hará libres” (Jn 8, 32) se haya sustituida por la contraria: “la libertad os hará verdaderos”.

También Juan Pablo II (2005) vio la razón de esta inversión y previó sus consecuencias al escribir lo que sigue:

La libertad es auténtica en la medida que realiza el verdadero bien. Sólo entonces ella misma es un bien. Si deja de estar vinculada con la verdad y comienza a considerar ésta como dependiente de la libertad, pone las premisas de unas consecuencias morales dañosas, de dimensiones a veces incalculables. (n. 59)

En la concepción de la nueva perspectiva —también en la clínica—, la verdad y el bien se relativizan y subjetivan. La verdad y el bien en sentido absoluto es algo que no existe ni puede existir, porque no hay ningún otro punto de referencia que la propia libertad. Este es el argumento que se ofrece para llegar a la falsa conclusión de que el relativismo adquiere valor absoluto mientras que la postura contraria, la que defiende la objetividad de la verdad y el bien, se demuestra falsa.

Pero tal conclusión no es la consecuencia arbitraria del deseo de no someterse a normas carentes de fundamento racional. Tal conclusión es, por el contrario, la consecuencia de un nuevo modo de entender al hombre, de una seudoantropología que ha elevado al hombre al puesto supremo y lo ha hecho semejante a Dios, conocedor de la ciencia del bien y del mal. Y esto es, precisamente, lo que determina su abolición como persona, porque sin dejar de ser lo que es juega a asumir el ser que no es.

Esto es lo que suele acontecer cuando se intenta romper el orden natural. La conducta animal es natural, pertenece al orden natural y, por consiguiente, el animal nunca la destruye, sino que forma parte de él. En cambio, la persona, la acción del nuevo hombre, así concebido, sí que puede romper el equilibrio ecológico y destruir la naturaleza. En ese caso, es posible que la naturaleza no logre recomponer el desorden introducido por la acción humana, cuyas consecuencias pueden resultar catastróficas y antinaturales15.

Hacer del progreso de la ciencia un criterio moral es un error grave, pues no es la ciencia o la técnica la que hace al hombre sino el hombre el que hace la ciencia y la técnica. La ciencia, por su parte, no es fuente de moralidad, sino que, en sí misma, es neutra. Sólo la persona es sujeto moral y a ella corresponde, no como científico sino como persona, usarla de un modo correcto, al servicio del bien. Como el hombre, además, no es dueño absoluto de sí mismo —no es un fin-para-sí sino que su destino es trascendente—, ha de ordenar todas sus creaciones y todas sus obras al fin de las personas y de la sociedad16.

Sirva de recuerdo, no obstante, el diagnóstico certero que hace Del Barco respecto de la abolición de la persona y sus consecuencias:

sustituir la vida verdadera por mundos aparentes producirá, según vaticinan conspicuos sociólogos, una nueva civilización de hombres deshumanizados. ‘Presiento, dice Faith Popcorn, un triste futuro en el que los hombres vivirán aislados sin confianza recíproca entre ellos’. La posibilidad de elegir la propia realidad, cuyo surtido inagotable es ofrecido por los mass media, hará aparecer una personalidad intelectualmente escindida. El alma del futuro hombre desmedulado se asemejará a un calidoscopio de opiniones e imágenes ajenas y de convicciones contradictorias. Las decisiones del “hombre reconstructivo”, como ha dado en llamársele, no procederán de sí mismo, pues el “yo”, el núcleo más íntimo del ser personal, lejos de brotar de la intimidad propia, será resultado de relaciones con lo ajeno. El alud informativo provocará, en opinión del prestigioso psicólogo social Kenneth Gergen, la atomización de la conciencia individual, y el sujeto inconstante de la nueva civilización contará cada vez con menos oportunidades de ser una totalidad coherente. (Del Barco, 1995, p. 26-27)

La abolición de la persona es algo que resulta impensable —acaso por sus inmediatas consecuencias—, pero no por ello irrealizable en la vida cotidiana, en el comportamiento habitual que el hilo de nuestras acciones va tejiendo con las vidas ajenas. Sería conveniente reflexionar un poco sobre el inmenso valor insustituible de lo que cada persona es y significa (Véase Ferrer, 2002; Gehlen, 1980; Llano, 2002; Marías, 1995, 1986; Polo, 1993; Spaemann, 2000; Yepes Stork, 1996).

Lo absurdo y paradójico de la situación, queda sintetizado en estas palabras de Lewis (1990):

Siempre —como en la tragicomedia de nuestra situación— que nos empeñamos en reclamar tales cualidades auténticas estamos, al tiempo, haciéndolas imposibles. Es difícil abrir un periódico sin que te venga a la mente la idea de que lo que nuestra civilización necesita es más “empuje”, o dinamismo, o autosacrificio, o “creatividad”. Con una especie de terrible simplicidad extirpamos el órgano y exigimos la función. Hacemos hombres sin corazón y esperamos de ellos virtud e iniciativa. Nos reímos del honor y nos extrañamos de ver traidores entre nosotros. Castramos y exigimos a los castrados que sean fecundos. (p.29)

¿De qué serviría la psicología clínica una vez que se hubiera abolido la persona, aunque solo fuera como representación, en el mapa cognitivo de los individuos?, ¿Sería una psicología así realmente humana? Y si ya no es humana, ¿de qué clase de psicología clínica se trataría?

No parece que la ciencia pueda con la persona y menos todavía con su abolición. Sin embargo, sí que puede contribuir —como en la actualidad se está haciendo— a la confusión ciudadana acerca de lo que es ser persona. Tal actitud genera morbosas consecuencias no solo para los ciudadanos sino para la clínica: un modo certero de involución, de imposibilidad de progresar y de perder el tiempo sin solucionar problema alguno.

La resistencia de las personas a ser abolidas, aunque en apariencia solo de forma pasiva, tiene un poderoso fundamento. Escribe Ratzinger (1992):

Así, el ser-imagen-de-Dios significa sobre todo que el hombre no puede estar cerrado en sí mismo. Y cuando lo intenta se equivoca. Ser-imagen-de-Dios significa remisión. Es la dinámica que pone en movimiento al hombre hacia-todo-lo-demás. Significa, pues, capacidad de relación; es la capacidad divina del hombre. En consecuencia, el hombre lo es en su más alto grado cuando sale de sí mismo, cuando llega a ser capaz de decirle a Dios: Tú. De ahí que a la pregunta de qué es lo que diferencia propiamente al hombre del animal y en qué consiste su máxima novedad se debe contestar que el hombre es el ser que Dios fue capaz de imaginar, es el ser que puede orar y que está en lo más profundo de sí mismo cuando encuentra la relación con su Creador. Por eso, ser-imagen-de- Dios significa también que el hombre es un ser de la palabra y el amor, un ser del movimiento hacia el otro, destinado a darse al otro, y precisamente en esa entrega de sí mismo se recobra a sí mismo. (p. 72-73)

La abolición de la persona —si ello fuera posible— conllevaría de forma obligada la abolición de la conciencia. Pero, sin conciencia no podría hablarse de experiencia. Ese darse cuenta de algo (el to be aware of de los ingleses) en que consiste esa experiencia es la condición de toda descripción posible.

En cierto modo, la conciencia es dos veces genitiva: la conciencia es siempre de algo (objeto, contenido) y de alguien (sujeto), que distingue entre lo conocido (lo que se muestra) y la acción de conocer (que es propia del sujeto). La conciencia es necesariamente intencional e inevitablemente genitiva: no puede haber experiencia que no sea de alguien.

Puede sostenerse, pues, que la conciencia humana se dirige in recto a sus contenidos, al mismo tiempo que se dirige in obliquo a la actividad subjetiva en que tales contenidos se hacen presentes (la autoconciencia es primariamente algo concomitante con la conciencia intencional).

No obstante, aunque la conciencia no pueda abolirse sí puede retorcerse, tergiversarse hasta hacerla irreconocible. De hecho, esto es lo que está sucediendo ahora con la exaltación del Yo en la conciencia autocomplaciente —de lo que apenas se es consciente—, que constituye lo que en clínica denominamos con el término de narcisismo(Polaino-Lorente, 1999).

Mi experiencia personal, como psiquiatra y psicólogo en el ejercicio de la clínica durante medio siglo, es coincidente con tal aserto. Son muchos los colegas (e.g. Lowen, 2012; Lunbeck, 2014; Nash, 1999; Thomas, 2015; Twenge y Campbell, 2009; Wagner, 2015; Zeigler-Hill y Besser, 2013) que en otros países y culturas están también de acuerdo con ello.

Son muchas las personas que, en general, padecen hoy una voracidad afectiva imposible de satisfacer. Las personas quieren quererse y quieren que se les quiera. La primera condición son muy pocos los que la satisfacen17.Probablemente, como consecuencia de que no se aceptan tal y como son, se comparan con otros que tienen mejores cualidades —o al menos, eso piensan ellos—, y tampoco están dispuestos a exigirse, y mejorar aquello que sea realmente modificable.

La segunda condición tampoco es ahora un logro frecuente, en especial si exceptuamos la etapa —en exceso frágil y cuya vida media es muy corta— del enamoramiento. En realidad, el narcisismo no es un drama sino una tragedia. Esto podría explicar la amarga insatisfacción de los anteriores deseos, a pesar de que sean vitales para la persona. Pero, si sólo hay un Yo exaltado, si la persona no comparece, ¿cómo satisfacer ese amor incondicional y eterno que es propio y específico de la persona?

En este punto ignoramos a cuántos pueda afectar este problema, a pesar de su relativa frecuencia en el actual escenario clínico. Hay, a qué dudarlo, una extraña y grandiosa voracidad de afectos (no satisfecha) que, al menos el autor no sabe explicar, aunque podría estar relacionada con el radical emotivismo que atraviesa en todas sus dimensiones la actual cultura.

No obstante, consideramos que estos perversos efectos se reducirían en extensión e intensidad si esas personas pudieran darse cuenta de su vacío y levedad ontológica, si apuntaran hacia dentro, es decir, si su conciencia no estuviera tan pendiente de sí y se abriera a donarse a los otros de forma desinteresada.

Tomar conciencia, cerciorarse de las personales limitaciones y carencias les ayudaría a ser menos dependientes de los demás, en esta sociedad líquida e individualista, que a la hora de la verdad no dispone de la confianza y del necesario tejido social en que sostenerse.

La persona se recuperaría como tal si la conciencia narcisista se encontrase a sí misma y tuviera la valentía de huir de sí y de su público. En efecto, sin público, sin espectadores no es posible que el narcisismo emerja. Son tantos los ciudadanos que hoy tienen necesidad de llenar su propio vacío, que ni los aplausos ni las lisonjas ni los likes ni la admiración de su público pueden satisfacerles esas carencias.

A pesar del relativo éxito que puedan cosechar, no obstante, el vacío continuará. Entre otras cosas, porque la persona narcisista ni puede, ni sabe, ni quiere querer. De aquí que esa pequeña o gran tragedia existencial sea en algunos casos meramente circunstancial, esporádica e incapaz de servir de fundamento para resolver el problema.

Pero, en otro sentido, la conciencia narcisista acaba saciada, agostada y ahíta de tanto flujo estimular como impacta en ella, de tantas sonrisas y parabienes como recibe sin merecerlos. En consecuencia, su voracidad permanece.

Apenas la persona recibe un mensaje, Whatsapp o ha sido aplaudida por su público siente nostalgia de la soledad que, apenas unas horas antes, le resultaba insufrible y alienante. De ahí que, en ocasiones, inicie con prontitud el regreso al hermetismo narcisista donde lamerse las fingidas heridas. Es que se ha percatado que es mejor estar a solas consigo misma que hundirse en el aturdimiento de la detestable farándula social.

Este es el iter zigzagueante de la conciencia narcisista de muchas personas: escapar de sí para retornar a sí; simular la plenitud de la propia vida en el escenario social y, al instante siguiente, regresar, encontrarse con la empobrecedora y zafia intimidad, descalificadora de la entera sociedad; saltar del algo al alguien, sin encontrar sentido ni en lo uno ni en el otro.

Después de estas cuestiones dubitativas —al menos para el autor de estas líneas—, regresemos a la consideración de la experiencia vital e insoslayable del autoconocimiento, de la conciencia que de la conciencia tenemos18.Resulta complejo y difícil de entender —y no digamos de explicar— cómo la persona conoce que conoce y tiene conciencia de que tiene conciencia. En todo caso, ese conocimiento no parece que sea actual sino implícito, y desde luego consciente, pues no se puede conscientemente estar inconsciente.

Gracias a la conciencia, la persona se hace presente ante sí y para sí, y se apropia cognoscitivamente de sí misma. Aunque esa apropiación no sea transparente, absoluta o evidente, y sea lógicamente limitada.

Sin esa cualidad reflexiva (la autoconciencia) no podría darse la vivencia de la identidad personal. La persona conoce que conoce, pero su ser no cobra realidad por esa actividad de conocer. El ser sobrevuela por encima de la conciencia. Acaso por eso, la persona nunca es plenamente consciente de sí misma, como tampoco dispone de una plena identidad.

No, la naturaleza racional que es la persona se distingue realmente de su ser subsistente, que no puede manifestarse en su plenitud en el mero conocimiento de sí. Una cosa es que la persona conozca que conoce (el acto de conocer) y otra muy diferente que conozca al sujeto que conoce.

Cualquier contenido al que se dirija intencionalmente la conciencia, conlleva una cierta subjetivación de este. En la persona que toma conciencia de sí misma este hecho se constituye como una forma de experiencia —a la que no tiene acceso la conciencia sensible—, y que se abre además a otros valores y significados (conciencia histórica y moral del ser humano).

Es esta conciencia refleja la que actúa como un sentido interno, gracias al cual la acción humana se vive como propia. La persona funda en ella —con las imprecisiones y limitaciones que le caracterizan— esa auto-evidencia existencial que es la identidad personal (aunque confusa, incompleta y ambigua).

Pero, sin esa identidad (por modesta que fuere), el comportamiento humano se fragmentaría en segmentos inconexos, arbitrarios, deshumanizados e irresponsables, que la persona jamás podría reconocerlos como propios y/o, a través de ellos, reconocerse a sí misma.

Gracias a la conciencia, la actividad humana no es algo sobrevenido, algo que acaso le acontezca a la persona como condicionado por los estímulos del medio que le rodea. La actividad humana, por la virtud de la conciencia, es intrínsecamente subjetiva y no subjetivista, intencional, propositiva y, además, reobra sobre la persona que la realiza.

Sin referirla al sujeto de quien procede, la actividad humana se desvirtuaría y dejaría de ser humana. En el fondo, en toda actividad humana hay un plan cuyo objetivo es anterior a su ejecución (prius in intentione, posterius in executione).

La conciencia humana no es reductible a los complejos procesos biológicos cerebrales, ni a los eventos del medio. La condición humana, gracias a sus actos conscientes, no huye ni puede evadirse de sus procesos biológicos, pero tampoco está determinada y sometida a ellos como un ser inerme.

Es precisamente por la conciencia —la apropiación cognoscitiva de sí misma—, por la que la persona es, puede y debe ser responsable.

Notas
  1. Una explicación más pormenorizada y sistemática puede encontrarse en Polaino-Lorente (2010).
  2. “El procedimiento metódico pasa gracias a la creciente formalización a ser universalmente aplicable como un fisicalismo abstracto que tiene por consecuencia última expulsar al espíritu y sus tareas del ámbito de la realidad y proscribirlo para siempre a una región secundaria del ser. […] El vaciamiento total de sentido erigido en verdad última se contagia a la sociedad contemporánea, al conjunto de sus modos de actuar, y provoca reacciones como el irracionalismo y el misticismo, la recaída en una acción que ya no se funda en la razón, la huida a lo imaginario, al mero sentimiento o a la pura corporalidad” (Patocka, 2004, p. 146). Este fenomenólogo checo murió a consecuencia de la represión ejercida contra él como firmante de la Carta 77.
  3. También aquí parece haberse sustituido el espíritu por la técnica; pero tal reducción no está justificada en modo suficiente. En cualquier caso, en un principio no fue así. Confrontar, por ejemplo, la excelente obra de Zweig, S. (1935). La curación por el espíritu. Apolo. De otra parte, son numerosos los prestigiosos psicoterapeutas que hoy sostienen la apelación a “un modelo integrado que tenga un poder explicativo más fuerte que las perspectivas individuales” (Beck, 1988, p. 353).
  4. Sorprende la franqueza y claridad con que Joseph Ratzinger (2005) aborda este problema, cuando escribe: “hay formas de religión degeneradas y morbosas, que no edifican al hombre, sino que lo alienan. […] E incluso religiones a las que se debe reconocer grandeza moral y el empeño por hallarse en el camino hacia la verdad, pueden ser morbosas en algunos trechos de su camino [hinduismo, saktismo, islam…] Y, claro está, existen también, como todos sabemos perfectamente, formas morbosas de lo cristiano: por ejemplo, cuando los cruzados, al conquistar la ciudad santa de Jerusalén, en la que Cristo había muerto a favor de todos los hombres, realizaron, por su parte, un baño de sangre entre musulmanes y judíos” (p. 177-178).
  5. Los problemas religiosos o espirituales (V62.89) fueron incluidos por la DSM-IV en el eje cinco (Greenberg y Witztum, 1991; Lukoff et al., 1992; Lukoff et al., 1995; Turner et al., 1995).
  6. Afortunadamente, la insensibilidad cultural al menos de la psiquiatría respecto de la dimensión religiosa o espiritual de los pacientes se está corrigiendo en la actualidad. Desde la arrogancia de algunos profesionales —sin fundamento científico alguno— se despreciaba o calificaba mal el hecho religioso, a pesar de que tal modo de proceder suscitase errores diagnósticos y terapéuticos e indujese a una negligente y mala práctica. La publicación en 1990 por la APA de una Guía práctica sobre estos conflictos (Guidelines Regarding Possible Conflict Between Psychiatrists’ Religious Commitments and Psychiatric Practice) está contribuyendo, sin duda, a un cambio de perspectiva. Esta guía, de acuerdo con sus propias palabras, enfatiza cuál ha de ser la actitud de los psiquiatras respecto de las creencias del paciente: “psychiatrists should maintain respect for their patient’s beliefs ... and not impose their own religious, antireligious, or ideologic systems of beliefs on their patients, nor should they substitute such beliefs or ritual for accepted diagnostic concepts or therapeutic practice” (American Psychiatric Association, 1990, p. 542). El hecho de que ese mismo contenido se haya incorporado a la formación de los futuros especialistas en psiquiatría (Special Requirements for Residency Training in Psychiatry) demuestra el poderoso cambio de sensibilidad que se ha producido en favor del paciente y el respeto a sus convicciones.
  7. Se remite al lector interesado por esta cuestión a Polaino-Lorente (2011).
  8. Hemos tomado prestado el título de una obra de C. S. Lewis (1990) para referirnos a esta clave de la actual crisis cultural, por considerar que es un término certero para designar lo que está sucediendo. La idea de persona surge en el cristianismo, en la teología trinitaria y en la cristología. La definición más clásica es la de Boecio: persona es la sustancia individual de naturaleza racional. En ella la persona se define por su naturaleza, no por sus actos, de modo que incluso aunque esté impedida para realizarlos, sigue siendo persona.
  9. La persona, para los cientificistas, no es más que un dinamismo espontáneo que ha de darse contenido a sí misma, una mera dotación de dinamismos cuyo sentido y objeto determina cada cual para llegar a ser aquello que libremente se proponga ser. Al no haber naturaleza, tampoco hay ley natural, ni conductas o actos que vayan contra la propia naturaleza. En este contexto todo vale, todo es igualmente valioso con tal de que sea fruto de una decisión libre.
  10. En el ámbito de la filosofía la vía que lleva a la negación de la naturaleza humana arranca del escepticismo helénico. Sexto Empírico (1993), por ejemplo, sostiene lo que sigue: “quien supone que algo es por naturaleza bueno o malo o, en general, obligatorio o prohibido, ése se angustia de muy diversas maneras... Si el convencimiento de que por naturaleza unas cosas son buenas y otras malas produce angustia, entonces también es malo y ha de evitarse el suponer y estar convencido de que algo es objetivamente malo o bueno” (p. 237-238). Sin embargo, el escéptico, según Aristóteles (2003, IV, 4, 1006a 11s), no puede hacer ni decir nada: ha de sobrevivir en el silencio y en la pasividad. Pero la vida humana está hecha para la actividad. Luego el escepticismo es contrario a ella.
  11. El nominalismo es un voluntarismo irracionalista que sitúa a la voluntad por encima de la razón y la convierte en un medio para lograr los fines que se propone. Esto implica considerar a la voluntad —y la libertad, con la que se identifica— como espontaneidad; la voluntad no se guía por la razón, su objeto no viene dado previamente sino que, por el contrario, la razón se subordina a ella y se pone a su servicio.
  12. Las apelaciones aquí a Descartes, Kant, Hume, Locke y Comte son obligadas.
  13. El hombre se transforma así en el redentor de su propia existencia: la plenitud, la felicidad, el llegar a ser aquello que se pretende, es obra del propio hombre que, por tanto, se salva a sí mismo de su propia indigencia inicial y se hace señor de su vida y de la historia. Juan Pablo II (2005) lo expresó claramente en el siguiente texto: “El gran drama de la historia de la Salvación, desapareció de la mentalidad ilustrada. El hombre se había quedado solo; solo como creador de su propia historia y de su propia civilización; solo como quien decide por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo, como quien existiría y continuaría actuando etsí Deus non daretur, aunque Dios no existiera” (p. 24). También Benedicto XVI (2007) ha puesto de manifiesto la gravedad de esta autosoteriología, que sustituye la virtud de la esperanza por el ideal del progreso indefinido y la autoposesión del hombre por sí mismo: “es indiscutible —escribe— que ha surgido una nueva época. Pero ¿sobre qué se basa este cambio epocal? La novedad —según la visión de Bacon— consiste en una nueva correlación entre ciencia y praxis. De esto se hace después una aplicación en clave teológica: esta nueva correlación entre ciencia y praxis significaría el dominio sobre la creación, que Dios había dado al hombre y que se perdió por el pecado original. Quien lee estas afirmaciones, y reflexiona con atención, reconoce en ellas un paso desconcertante: hasta aquel momento la recuperación de lo que el hombre había perdido al ser expulsado del paraíso terrenal se esperaba de la fe en Jesucristo, y en esto se veía la ‘redención’. Ahora, esta ‘redención’, el restablecimiento del ‘paraíso’ perdido, ya no se espera de la fe, sino de la correlación apenas descubierta entre ciencia y praxis. Por eso, en Bacon la esperanza recibe también una nueva forma. Ahora se llama: fe en el progreso” (p. 16-17).
  14. La consecuencia extrema del cientificismo es que acaba con la noción de persona, pues “el poder principal de la civilización moderna es un tipo de ciencia, el cartesiano. Característica de esta ciencia es la reducción de los objetos a su objetividad, la exclusión de todo parecido de la res extensa a la res cogitans, la prohibición del antropomorfismo a favor de un antropocentrismo radical. Con ello se ha elevado el dominio del hombre sobre la naturaleza. La idea de que esto significa una liberación para el hombre presupone, en cualquier caso, que el hombre no pertenece a la naturaleza. Pero, entre tanto la objetivación científica ha reducido al hombre a un ser natural. Y de este modo ha incumplido la prohibición del antropomorfismo. El hombre mismo se ha convertido en un antropomorfismo. De donde se concluye que la consideración humana del hombre es acientífica y tiene en todo caso un valor heurístico” (Spaemann, 1989, p. 118). Que el hombre se convierta en un antropomorfismo quiere decir que considerarlo un ser humano es darle un calificativo y una valoración no científicas, fruto quizás del instinto irracional de adaptación o de supervivencia, pero semejante al de clasificar a los animales en herbívoros y carnívoros, con el agravante de que el científico que estudia al hombre tampoco puede afirmar nada sobre él, pues sus mismos conocimientos científicos deben interpretarse como una conducta natural adaptativa y no como verdaderos o falsos.
  15. El problema ecológico no es primeramente un problema técnico, sino moral. No se puede reducir a un buen o mal uso de la técnica, o a la pericia del trabajador, sino a su uso moral. El dominio sobre la naturaleza es, simultáneamente, dominio sobre otros hombres (Francisco, 2015).
  16. Un caso ejemplar, en este punto, es el de la ingeniería genética. “Para autorizar la referida manipulación se invoca que el hombre, tal como hoy existe, es el resultado de la historia de la evolución natural, y que la actividad humana planificada no es a fin de cuentas una causa de inferior calidad que las mutaciones ciegas debidas a radiaciones cósmicas. ¿Por qué ha de ser peor el homme de l’homme que el homme de la nature? […] Mejorar, la condición humana ¿para qué? Para fines humanos, pero los fines humanos derivan de la naturaleza humana, por muy contingente que ésta pueda ser. No disponemos de ningún criterio para distinguir una parte no contingente de nosotros mismos, llamada persona o subjetividad, de otra contingente disponible para reconstrucciones caprichosas. ¿Con vistas a qué fines deberíamos hacer esa reconstrucción? Pues con la reconstrucción modificaríamos también los fines” (Spaemann, 1991, p. 251).
  17. Conviene no confundir el deseo de quererse a sí mismo con la autoestima. Para una mayor aclaración en este punto, véase Polaino-Lorente (2003, 2004)
  18. Lo que, en términos de la filosofía clásica, otros autores han denominado conocimiento concomitante, reflexión o conocimiento habitual.

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