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Otras modulaciones del yo: los Diarios de la edad del pavo, de Fabián Casas
Other modulations of the Self: Diarios de la edad del pavo, by Fabián Casas
Otras modulaciones del yo: los Diarios de la edad del pavo, de Fabián Casas
Amoxtli, núm. 11, 2024
Universidad Finis Terrae
Recepción: 16 Octubre 2023
Aprobación: 20 Marzo 2024
Resumen: Empleando de manera crítica las nociones de la teoría de la autoficción, y echando mano a otros enfoques, desde el posestructuralismo hasta la teoría del diario íntimo, este ensayo propone examinar aspectos significativos del diario íntimo del escritor argentino Fabián Casas (Buenos Aires, 1965), que abarca de 1992 a 1997; a saber: cómo se forma una vocación literaria, constantemente amenazada por las minucias de la vida cotidiana; el registro del progreso escritural de sus primeras obras y la formación de sí mismo como “autor”, bajo el concepto que Michel Foucault entregara del mismo. Aunque pueden tematizarse de manera provechosa varios temas aquí presentes, lo que importa, como tema nuclear y proteico de estos Diarios de la edad del pavo, es la notoria cantidad y calidad de reflexiones acerca del acto mismo de escribir el diario. En términos estrictamente literarios y paraliterarios, este ensayo demostrará que justo estas variaciones del mismo yo que Casas ha empleado en su poesía y narrativa es lo que su diario viene a aportar, incorporándose al robusto sistema literario de journal d’ écrivain latinoamericanos, ahí, muy cercano a La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro, o Los diarios de Emilio Renzi, de su compatriota Ricardo Piglia.
Palabras clave: Fabian Casas, diario literario, literatura argentina, autoficción, narrativas del yo.
Abstract: Using the notions of autofiction theory, as well as other approaches, from poststructuralism to intimate diary theory, this essay proposes to examine the significant aspects of the intimate diary of Argentinian writer Fabián Casas (Buenos Aires, 1965), which covers from 1992 to 1997 and describes how a literary calling is followed, constantly threatened by the little things in everyday life; the registering of the writing process of his first works, and the development of himself as an “author”, under the concept presented by Michel Foucault. Even though many of the topics of this book could be classified in a satisfactory way, the most important part from this Diarios de la edad del pavo, is the number and the quality of the reflections on the action of writing present in the diary itself. In strictly literary and paraliterary terms, this essay will demonstrate that those variations of the same “I” that Casas has used in his poetry and narrative are the contributions from his diary, coming together with the robust literary system of Latin-American journal d’ écrivain, and coming very close to La tentación del fracaso, by Julio Ramón Ribeyro, or Los diarios de Emilio Renzi, by his fellow countryman Ricardo Piglia.
Keywords: Fabián Casas, literary journal, Argentinian literature, autofiction, narratives of the Self.
Marcos de aproximación: vulnerando la intimidad del diario
Para el ámbito editorial latinoamericano ya no resulta novedosa la aparición de “papeles inesperados” de aquellos autores construidos como imprescindibles por un campo cultural que solicita, como deseo irresistible, conocer un perfil también inesperado y privado de la persona detrás de los textos de ficción. De esta forma, y teniendo presente, por ejemplo, Descanso de caminantes (2001) y Borges (2006), de Adolfo Bioy Casares; La tentación del fracaso (2003), de Julio Ramón Ribeiro; los Diarios (2013), de Alejandra Pizarnik o los Diarios tempranos (2016), de José Donoso, es posible afirmar que también ha existido una complicidad por parte de la crítica y de la academia para configurar homogéneamente esos documentos y hacerlos entrar en los códigos de interpretación literaria, con el propósito de que los mismos arropen mejor la obra ya conocida y unifiquen, finalmente, un sujeto y su predicado.
Si acaso, la variación que se advierte en las últimas décadas es que la condición póstuma del journal d’ecrivan cada vez se lleva menos y es posible notar, por ejemplo, a Ricardo Piglia supervisando, justo antes de morir, la edición de sus diarios bajo el nom de plume de Emilio Renzi; a Alfonso Calderón Squadritto, notable escritor y erudito chileno, publicando desde 1995 su extensísima obra diarística con títulos muy sugerentes (La valija de Rimbaud. Diario, (1939-1951); Cayó una estrella. Diarios (1952-1963); El olivo viejo que lloraba, Diario (1975-1986), etcétera); o al poeta y narrador argentino Fabián Casas, quien en 2016 proporcionó a la editorial Eloísa Cartonera tres cuadernos privados, que fueron luego revisados y publicados al año siguiente por el sello Emecé bajo el nombre de Diarios de la edad del pavo.
Una pregunta surge de inmediato: cuando un texto tan privado que no avizoraba, al menos en un inicio, ningún lector real ―si acaso, uno “implícito no representado”, según la narratología1― y, por lo mismo, parecía aguantar cualquier confesión, desvío, floritura, desperdicio o escurrimiento, se prepara y se edita para ser publicado, ¿hasta qué punto abandona su naturaleza de diario, es decir, y como señala Beatrice Didier, de “forma abierta”?2 ¿No ocurre, acaso, una trasgresión fundamental, una violencia y rapiña textual evidente, con voluntad o no del escritor, desde que se revisa un manuscrito de este tipo hasta que aparece en los mesones de librerías? ¿Y no ocurre, también, una segunda trasgresión fundamental cuando, tras el trabajo editorial, la academia y la crítica lee y comenta un diario intentando hallar más semejanzas que desvíos entre la obra literaria pública de un autor y su obra diarística privada3?
“El hecho de justificar su estatus literario, que puede resultar paradójico, es sin embargo necesario debido a la carencia de estudios teórico-literarios centrados en el asunto diarístico”4 advierte, de manera muy lúcida, el ensayista Álvaro Luque Amo. Empleando un enfoque crítico que contiene, precisamente, a aquellos pocos autores, además de Didier, que han reflexionado el tema del diario de escritor (Philippe Lejeune, El pacto autobiográfico; Hans Rudolf Picard, “El diario como género entre lo íntimo y lo público”; Maurice Blanchot, “El diario íntimo y el relato”, entre otros), Luque agrega:
En esta línea, el paso de lo privado a lo público, de la intimidad a la publicación, favorece indiscutiblemente la lectura literaria del diario. Lo que antes se ponía en cuestión, tales asuntos como el aspecto formal de la escritura diarística o la comunicación a-literaria que según Picard podía ostentar, ahora devienen en cuestiones indiscutiblemente literarias, en tanto que el diarista confecciona lo escrito para un lector y en la mayoría de casos corrige, reelabora, reescribe ―algo que también sucedía antes, pero de lo que no se tenía ninguna certeza―. El diario se lee entonces desde coordenadas ficcionales, puesto que el Yo emplea las mismas estrategias para autoconstruirse en un texto ficcional que en otro factual, y también desde el pacto autobiográfico de Lejeune, en tanto que el lector lee una verdad; una verdad que además puede entenderse transmitida por el autor voluntariamente.5
Antes de abordar, entonces, el estudio de ciertas características esenciales de los mencionados Diarios de la edad del pavo, de Fabián Casas, deben comprenderse al menos dos cuestiones fundamentales: a) primero, que al contrario de lo que pudo haberse señalado tradicionalmente acerca del diario íntimo de escritor ―Juan Villoro, por ejemplo, dice en un ensayo que “[e]l género más próximo a la sinceridad es el diario6, cuando el diario íntimo ingresa al ámbito de lo público, el sujeto de la enunciación ingresa, simultáneamente, al ámbito de la autoficción, alejándose de la identidad compacta del individuo que se es cuando no se está escribiendo ―el ejercicio ya comentado, en otro lugar7, de la máxima rimbaudiana de Je suis l’autre―. Asistimos, entonces, como señala Luque, a un, repetimos, “Yo[que] emplea las mismas estrategias para autoconstruirse en un texto ficcional que en otro factual” y que puede guardar relación o no con los demás documentos que tienen en portada el mismo nombre propio ―así, en palabras de Alan Pauls, “para que el diario diga la verdad, pues, es preciso expulsarlo de la literatura8. Y b) en segundo lugar, retornando a la definición de Beatrice Didier9, es difícil ubicar, por un lado, al diario como género ―porque para que tal taxonomía exista debe constituirse un sistema de aspectos hematológicos o formales comunes; una, en palabras de Iuri Lotman, semiosfera reconocible10, cosa que los diarios íntimos, dependiendo de cada escritor, se tiende a violentar (¿para qué escribían su diario Kafka, Virginia Woolf o Gombrowicz?, ¿aparecen en sus diarios las mismos preocupaciones que en los de Katherine Mansfield, Musil, Joseph Pla o Gide? )― y, por otro, hermanarlo con los otros discursos que se han venido llamando, desde hace un tiempo, “escrituras del yo”.
Afirmemos de entrada que un diario no es una autobiografía o un libro de memorias; mientras en estos textos encontramos una estructura impuesta y archiconocida, parecida a la bildungsroman (una primera parte de formación, que prepararán, para una ansiada segunda parte, al héroe de la vida pública)11, el diario, al menos al momento de su gestación, carece de causalidad y linealidad narrativa, convirtiéndose en un puro presente que no refleja otra cosa que un yo en parálisis, registrando los estímulos que le provocan euforia o desazón. Hablando del Diario (1953-1969) de Gombrowicz, el crítico Roberto Frías señala algo oportuno para esto: “Gombrowicz mortifica el “yo” para afirmarlo. Lo examina por todos sus ángulos para criticarlo y darle mucha importancia, principalmente porque se sabe que el “yo” es la materia, la fábrica y la plantilla de obreros con los que se manufactura la obra”12.
Esto nos entregará una lectura más escéptica, pero, al mismo tiempo, más productiva de los tres cuadernos que integran Diarios de la edad del pavo, donde Fabián Casas proyecta un yo también mortificado, a su modo, y que será materia para la manufactura de una obra propia que, aunque no aparece entre sus páginas, se comenta profusamente. Este es un asunto ya reconocido por críticos como Isabel Lacatol, por ejemplo, quien postula que:
Podemos pensar que lo que diferencia a un diario de cualquier otro género es la especificación de las fechas, se trata de un discurso seriado, con entradas en momentos específicos. Este tipo de literatura del yo, que puede entenderse como un relato autobiográfico responde a una estructura que se relaciona con lo privado. Lo que leemos en Diarios de la edad del pavo es la construcción de un tipo de yo, el “yo escritor” de Fabián Casas y en este punto está más cerca de la débil e incomprendida Pizarnik que de un Victoria Ocampo que apela a la memoria para narrar de forma clásica sus orígenes.13
Matizando esas nociones de la crítica autoficcional y de cierta teoría de la escritura, desde el posestructuralismo hasta la teoría del diario íntimo, este ensayo propone examinar los aspectos que nos parecen más significativos de estos cuadernos, que abarcan cinco años, de 1992 a 1997; a saber: el relato de cómo se forma una vocación literaria, constantemente amenazada por las minucias de la vida cotidiana; los cuadernos privados como un registro del progreso escritural y la formación de un sí mismo en “autor”, bajo el concepto de Michel Foucault entregara del mismo —es decir, un elemento distintivo al momento de otorgar identidad al texto, construyendo una función de “yo” discursiva que opera “como principio de agrupación del discurso, como unidad y origen de sus significaciones, como foco de su coherencia―14, pero, sobre todo, las reflexiones acerca del propio diario, de qué es, cómo y por qué escribirlo. Este último punto es el que, metatextualmente hablando, nos parece el más aportativo de Casas en este libro, pues abriría la posibilidad del comparatismo con las reflexiones que, acerca del diario o de su propio diario, hacen Ricardo Piglia, Bioy Casares y Alan Pauls, entre otros.
“Una voz intermitente en el vacío”: el para qué los Diarios de la edad del pavo
“Nunca puedo dejar de preguntarme para qué escribo un diario” (p. 251), anota Casas el 9 de febrero de 1995 en su cuaderno privado. E, incluso, esa incertidumbre parece evidenciar el trabajo de manufactura editorial para la posterior publicación de los Diarios de la edad del pavo. En la edición hay una cuidadosa estructura de tres partes (Diario 1, 2 y 3) que abarca desde 1992 hasta 1997, es decir, entre los 26 y los 32 años de la vida del escritor, contextualizadas con epígrafes capaces de acercarlo al canon diarístico clásico (Kafka, Mann, Gide, Gombrowicz)15. Asimismo, además de la transcripción de los mencionados cuadernos, en la edición de Emecé aparecen, para dar cuenta de la filtración de la cotidianidad, recortes de recados y cartas, sobre todo de la pareja de Casas en esos años, a la que está dedicado el libro y de la que solo se conoce el diminutivo: “Lali”16. En términos generales, entonces, estos diarios no son solamente las anotaciones al calce de un escritor que calienta la mano para enfrentar la redacción de su obra ―y aquí diferimos de Didier, quien señala que: “El diario es un banco de pruebas, un ejercicio que permite al poeta la gestación de su obra”―17, sino el registro de una compulsión: se escribe en el diario porque se desea retener, desesperadamente, una vocación: “Con la luz del día trabajo mejor. En cambio, de noche, con luz artificial, solo puedo escribir este diario, que es para mí un marcapasos” (p. 34)18; “Escribí, sin ganas, solo en este diario. Este diario me recuerdo que soy escritor ” (p. 40). Las cursivas son nuestras); “Todo el día de hoy estuve en un sopor metafísico, imposibilidad para todo menos para escribir este diario” (p. 84).
De esta manera, se narra, a intervalos, cómo la cotidianeidad interrumpe dicha vivencia vocacional: “Todo sale mal desde hace una semana. Mi tía enferma, peleo con Lali, la Whisky paralizada… el Titanic” (p. 91); “Nota de Lali: Fabián: Me llamó José Luis que te consiguió trabajo en Clásica y Moderna. Me dijo que vayas hoy a la noche (19/20 h) para allá y preguntes por Horacio García, pero que no le digas que es por un trabajo, que solamente le digas que sos Fabián Casas” (p. 63). Posteriormente, habrá un asunto significativo con Lali y la búsqueda de la forma literaria: una evaluación pedestre, mundana, pero que parece que al joven Casas le hace adoptar en 1995 un estilo mucho más coloquial, más aterrizado para su narrativa y poesía ―directriz estética, luego, muy reconocible en Casas: la combinación entre alta cultura y cultura de masas, en un castellano trufado de expresiones locales del barrio de Boedo, a lo que se ha dado a llamar “boedismo zen”: “‘El poema tuyo no dice nada, no sé por qué le gusta tanto a la gente; Ocio me parece lo mismo. No dice nada. No me gusta’. Palabras de Lali” (p. 233).
Como se señalaba, esas variaciones de su estilo se comentan, mas no se evidencian (no hay, pues, “banco de pruebas”). Si se hiciera un catastro de temas secundarios, evidenciaríamos a un joven entrando en la adultez, haciendo catastro rápido, preciosista, de una escritura nueva, que va surgiendo distinta a la de los quince o veinte años ―y de la que este ensayo se ocupará en el siguiente apartado―. Pero, al parecer, dichas vivencias y experiencias literarias se somatizan, llegando el cuaderno a transformarse, a ratos, en el diario de un hipocondriaco ―“Hoy es un diario médico” (p. 89); “Hoy me pegué una ducha hirviendo y vomité bilis” (p. 157); lo que casi resulta el antecedente creativo para el protagonista de Ocio (2000); recordemos el epígrafe de Robert Lowell: “In the end, every hypochondriac is his own prophet”19. Por último, se tiene, también a un escritor con cierta neurosis que vive en la angustia de desear con fervor un trabajo, pero, al tenerlo, vive con la angustia de tener poquísimo tiempo para dedicarse a escribir: “Cuando consigo un trabajo, en lo único que pienso es en el tiempo libre para escribir” (p. 34); “Estoy escribiendo mucho; con ideas, algo anárquico, pero bien. Solo un trabajo estable es lo que me falta. ¡Por favor!” (p. 280); “Estoy abrumado. Con trabajo y plata, pero abrumado. No leo, no escribo ―salvo, otra vez, este diario―, no veo amigos, no juego al fútbol, no pienso” (p. 307)20.
Aunque pueden tematizarse de manera provechosa estos y otros temas (la hipocondría como efecto de la escritura y la vida)21; la relación pendular entre la necesidad y el hastío del trabajo, etcétera), lo que importa, como tema nuclear y proteico de estos Diarios de la edad del pavo de Fabián Casas, es la notoria cantidad y calidad de reflexiones acerca del acto mismo de escribirlos. En términos estrictamente literarios y paraliterarios, esto es lo que viene a aportar el libro, incorporándose al robusto sistema de journal d’ écrivain latinoamericanos, ahí, muy cercano a La tentación del fracaso o Los diarios de Emilio Renzi. Bien señala Alberto Giordano, al realizar su estudio sobre el diario íntimo de escritores, que “[de] la presencia misteriosa de lo íntimo dependería entonces el efecto de autenticidad de una escritura autobiográfica (más allá de su verdad documental), la certidumbre que gana al lector de que la vida es eso que las palabras no pueden, pero querrían decir” (p. 705).
La pregunta en retrospectiva que siempre titila, eso sí, es el para qué un diario. En 1997, por ejemplo, dicha interrogante parece rondarle a un Casas entrado en la treintena, enfrentando una mudanza, un trabajo más estable y el fin de la relación con Lali: “El otro día pensaba que este iba a ser mi último cuaderno de diario y aunque realmente no me convence escribir en él, sentí que iba a extrañar la posibilidad de escribirlo… cuando lo escribo no pienso, ni remotamente, en publicarlo, y sin embargo me parece incierto” (p. 338). Por lo tanto, es en la incertidumbre, en el más profundo silencio, en el gesto de ser un actor declamando en un teatro vacío donde se construirá este particular sujeto de enunciación. Y desde ese vacío, habitado día a día, se va configurando un personaje, siendo desde el Diario 1 ésta consigna para dicha configuración: “Este diario es una voz intermitente en el vacío, no creo en él; pero me es indispensable” (p. 29).
De este modo, además de una experiencia de escritura paralela a las obras poéticas, narrativas y ensayísticas que se van articulando, parece pensarse en él como un diario vocacional ―que no literario― al que Casas recurre obsesivamente. Como señala Villoro, “[e]l diario permite una relación diferente con el flujo de los días, una soledad deliberada y controlable. En sus páginas el escritor se pone en tela de juicio y así confirma su existencia[…]. Un viajero solo conoce el peso del viaje cuando se quita los zapatos” (pp. 7-8). Y, por supuesto, el lugar donde se sitúa Casas para escribir es el del peso; acude precisamente a las páginas cuando los momentos, bien creativos, bien vivenciales, han sucedido ya, y el argentino los vuelca como una anotación importante para seguir adelante o matizar decisiones.
Se acude al diario, entonces, justo para esa experiencia de solaz y desfogue, en un estado emocional donde se está cargado con la antípoda de la levedad que da la efervescencia creativa literaria. “Escribo aquí que mi primer novela no sirve para nada. Escribo con impotencia e ignorancia” (p. 16), dice en marzo de 1992; y el 18 de mayo de 1995: “Está claro que escribir un diario para mí no es escribir… no siento, cuando lo cierro, que haya escrito algo… escribir es publicar o pensar publicar y es todo tan penoso” (p. 270). Sin embargo, como se mencionaba, no parece ser, en el presente eterno de todo diarista, solo un depósito secreto en el que se vuelcan los pesos del día, sino también las intenciones de que con el tiempo sea un texto conocible: “Acabo de leer las hojas anteriores de este diario”, dice luego en abril del mismo año, “y me doy cuenta de que están escritas de la peor manera. Es más, me siento frente a estas hojas de una manera irracional, sin ninguna genialidad que esté latente en mí que pueda justificar la noción de posterioridad que tiene todo diario” (p. 26).
Un intersticio entre el escritor y el autor
Si bien hay momentos en que parece confirmarse el diario como una desembocadura indispensable ―“Este diario es mi retrete” (p. 29); “Yo busco el Tao, el hueco invisible que hace que la olla sea olla, la sabiduría suprema. ¡Y qué quiere decir esto! Después está el cine, la rutina, este diario” (p. 314)―, lo valioso de estos documentos para los estudios del escritor es un testimonio intenso de cómo Casas va desde la convicción de que todas estas libretas pueden convertirse en obra con carácter de posteridad a unos pedestres papeles que no contienen más que anotaciones ulteriores, pueriles, descartables: “Escribir porque sí y no con esta necesidad de trascender y trascenderme. Escribo para la posteridad; pero la posteridad nunca nos pertenece. No creo en este diario. No creo en mí” (p. 31); “Escribo estas cosas para un ilusorio F.C. del año 2000” (p. 112); “Creo que, después de este, voy a escribir uno más. Una trilogía: los tres diarios de la inmadurez” (p. 175).
Por un lado, entonces, es posible encontrar afirmaciones del tipo: “Cuando leo las hojas anteriores, me doy cuenta de que este es un diario de verdad, un diario antiliterario. En el sentido de que no pretende ser literatura, ni crear un estilo. Es un diario que me da vergüenza” (p. 57) y “Cuando, como hoy, como ayer, como antes de ayer, no produzco nada, me aferro a este diario como nunca” (p. 145), pero, por otro, hallamos momentos de profunda consternación ante la pregunta ya formulada: para qué un diario, para quémi diario: “Hoy, mientras me lavaba la cara, me di cuenta de que este diario era, para mí, más auténtico que todas las cosas que estoy escribiendo y me pareció curioso; porque siempre consideré a los diarios como una impostación de la literatura” (p. 74). Existe, por tanto, una autenticidad involuntaria en este “retrete”, en estos cuadernos que no quieren, decididamente, ser literatura, pero que van gestando, día a día (o noche a noche, si confiamos en los hábitos de escritura de este diarista), un ejercicio estético primordial22.
Intentando hacer impostación literaria, lo que surge, al parecer, es un retrato de autor ya muy temprano (a los 27, 30 años), que no hará más que consolidarse, luego, con los papeles públicos: ensayos, poemas, novelas, cuentos. Este es un asunto que aparece muy claro en esta anotación del 1 de mayo de 1993:
Creo que hoy es el día donde más escribí en este diario.
Paulatinamente vuelvo a necesitar al diario. Escribo sobre estas hojas lo que voy a leer, quizá, dentro de mucho tiempo. Es raro, como si yo fuera una persona desconocida; porque es evidente que mi vida real cuando pasa al papel se ve falseada. O mejor dicho: mi vida se convierte en real solo en la escritura. (p. 137)
Decía Michel Foucault que la función de autor ocupa, en algunas instancias, posiciones “transdiscursivas”; es decir, el “nombre propio” genera en el campo cultural un sistema de circulación textual y, ante todo, una expectativa de lo que aquellos textos, canalizados en este caso con el nombre de “Fabián Casas”, contienen23. Por lo tanto, aquí se abre otra característica singular no solo para el diario de Casas, sino para el estudio del género. Parece, entonces, que el diario quedaría en esa zona intersticial entre un autorya construido a partir de sus papeles públicos, como función discursiva y transdiscursiva24; y aquel que, sin duda, “nace a la vez que su texto”25 como se señala en la lección de Roland Barthes en “La muerte del autor”, pero que aún se resiste a ser “autor implícito representado”. Aunque el diario haya sido absorbido y estudiado por la academia y la crítica para limar sus aristas más problemáticas y hacerlo ingresar al corpus textual del autor Casas de la manera más homogénea posible, de todos modos, apuntaría, en un alto porcentaje de su contenido, a que las palabras representen aún circunstancias de la persona de escritor.
En esa ambivalencia parece situarse, desde el mismo momento de su gestación (y, por supuesto, en su posterior revisión), el diario de Casas. Vemos allí la edificación de un autor, pero con la intención, a ratos, de que aquel que va volviéndose escritor no acabe aun siéndolo, manteniéndose siempre en ese intersticio dinámico para que ni siquiera el diario “literario”, “de autor”, se defina aún demasiado: “Este diario, tal vez, sea ese espacio para poder escribir, sin estructurar. De todas formas, ahora que se termina el año y las hojas avanzan, no sé qué haría yo sin él” (p. 91), señala en noviembre de 1992. Y luego, en 1993: “Se me escapaban un montón de cosas que no podía consignar en nada de lo que estoy escribiendo. Bien. Ahora soy otra vez un ser para el diario” (p. 125).
Bajo esta perspectiva ―la que el ejercicio escritural no signifique, solamente, la conversión plena de un escritor en autor―, existe una razón más de ser del diario, mayormente singular a la trayectoria vital y literaria del escritor. Y es que se ha convencido de que escribiendo así, de manera compulsiva, es posible cercar una afección profunda, sin duda una temática que aparece de forma regular y consciente en la estructuración narrativa de novelas como Ocio, de ensayos como “Nudos borromeos” o de poemas como “Hoy mi madre tendría que cumplir 48 años”, de Tuca, y “Después de un largo viaje”, de El salmón: la pérdida de la madre26. Resulta singular leer, por ejemplo, en septiembre de 1992: “Somos polvo, terminamos en polvo. Mi vieja, lo que ella era, ya no está más; pero siempre se incuba algo simbólico que después hace metástasis en el corazón” (p. 76); aunque el mayor pasaje que confirma lo dicho aparece antes, en abril de ese año: “Ahora escribo este diario y, como un témpano, escondo de la superficie la densidad de mi dolor. Escribo porque muchas veces me dije que escribir domestica el dolor” (p. 36). Se va entendiendo, así, que la recurrencia intensa a algunas novelas, como Trópico de cáncer, de Henry Miller27, y el registro en el diario de lo más interesante de los días y de la gestación de sus obras, sea la de construir, mediante el lenguaje, alguna estructura alrededor del dolor, dejando constancia, también, de que es ese mismo dolor el que derrumba todo lo edificado. “Después de tanto tiempo”, escribe ya en enero de 1995, “el recuerdo de mi mamá es muy extraño. En sueños tiene más peso que cuando estoy despierto. Parece como si nunca hubiese existido. Es una realidad virtual. Por eso podemos seguir. El tiempo deteriora todo. Un agujero negro devora parte de mi existir…” (p. 234).
A dichas motivaciones iniciales ―escribir para constituir una identidad a medio camino entre el escritor que se está siendo y el autor que será y la intención de ir cercando el dolor mediante el ejercicio escritural (un modo de abandonar el riesgo de lo Real para ir al ámbito del significante de lo Simbólico, en términos lacanianos28)― le serán incorporadas otras, como la evidencia de una escritura por inercia ―“Escribo este diario sin pasión. Es raro. Cuando empecé a escribirlo me parecía fundamental. Hoy lo escribo sin agregar detalles, narrando de una manera limpia, astera; lo escribo porque sí” (p. 135)―; la concreción de oportunidades de trabajo y de relaciones expansivas ―“La vida espera un acomodamiento. Este diario, mucho más liso que el año pasado, es testigo” (p. 152)―; la ambivalencia de aferrarse al diario como compensación, al no poder, por el momento, escribir otra cosa ―“Estoy tratando de escribir algo, de anotar en el este diario que sigo siendo un hombre y que voy a escribir” (p. 163); “No escribo, porque mi Yo rotó y las palabras ―salvo estas, cotidianas― están en el invernadero” (p. 311)29―; y la tentación de darle un final definitivo ―”Cuando termine este diario no voy a volver a escribir uno. ¡Da asco!” (p. 195); “Este va a ser, creo, mi último diario de inmadurez” (p. 248); “Este diario se está tornando lastimoso” (p. 262).
Por último, parece escribirse el diario, entonces, por su posibilidad de relectura, de testificación, a los cuarenta o cincuenta, de aquel que se era a los treinta:
Hoy se me ocurrió que este diario, por lo mal escrito que está, es auténticamente un diario íntimo. Ni remotamente pienso en publicar algo de él. Y falta tanto tiempo para poder volver a publicar. Casi treinta años y solo dos libritos, muy chicos, unos treinta poemas, o menos, de los cuales solo quince merecen algún respeto. Escribo para un hipotético de cuarenta o cincuenta años, que me lea y recuerde a este, a mí, de casi treinta. (p. 232)
Estoy obsesionado con el final de las vidas de las personas célebres. Cómo entra uno en la muerte. Será que está muriendo toda una etapa que va desde los 15 a los 30 años. Acabo de perder el cascarón. Tengo alas muertas y lo que queda, unos 40 años más, con suerte. Son todo un día, como el Ulises. El tiempo adquiere otra dimensión y se necesita una estructura moral, un espíritu capaz de gobernarlo. (p. 294)
Recién se pone punto final a las libretas cuando estas parecen ya haber singularizado, mediante las palabras, aquella cotidianidad punzante de los amigos, el amor profundo por Lali y el recuerdo de la madre. Lo que se abre a partir de ahí es otra cosa que para los estudios críticos dedicados a Fabián Casas resulta esencial: además de evidenciar la transformación de un escritor en autor, se lleva a cabo, a través de las reflexiones de la vocación y la técnica literaria, la metamorfosis de un poeta en narrador.
Una casa para siempre: En pos de la forma literaria
Le explicaba Fabián Casas al periodista y crítico Walter Lezcano que “pasar de la poesía a la narrativa fue como electrificar la guitarra acústica y hacer algo que no sabía cómo funcionaba”30. Y es que los cuadernos que componen el libro se sitúan justo entre la publicación de los volúmenes de poesía Tuca (1990) y El salmón (1996), y la elaboración, costosa, exigente, morosa, de su primera novela: Ocio (2000). De este trabajo vocacional y técnico, encaminado a la narrativo, deja Casas constancia también en estos textos privados. Sin embargo, no hay en los diarios evidencias materiales de la preparación, ni de fragmentos tentativos o borradores, de lo que Ocio acabará siendo. En los diarios, entonces, se comenta el proceso, pero no se revela el resultado: “Tengo mi segunda novela a medio escribir. Debería definir más filosóficamente los movimientos de los personajes. De todas formas, todo parte de esta frase: ‘Lo que no se pudre forma una familia’” (p. 16), se lee, por ejemplo, en el Diario 1: “De a poco, como un rumor que va creciendo en la oreja, me viene a la cabeza la continuación de una novela que está abandonada en un cuaderno y que voy a reescribir. Quizá se llame Ocio, bueno, ¿no?” (p. 109), anota en enero de 1993; y ya con una mayor claridad del proyecto, que se desprende de un precario cuaderno de relatos31, se registra el 15 de mayo de ese mismo año:
Estoy calentando motores para escribir “Ocio”, el tercer cuento después de “La limpieza” y “El invierno de Tolstoi” […]. “Son las seis de la tarde y ya se pone oscuro”, acaba de decir una de mis tías, que charlan en el patio. Acaba de derribar, esta frase, las tres páginas que tengo escritas de “Ocio”, el tercer cuento que empecé a escribir. El cuento empezaba así: “Mi verdadera vida empezó cuando se disolvió mi familia”. Después comenzó a molestarme “verdadera” y también “disolvió”. Por último, me pareció que enunciar el concepto, apenas iniciado el relato, era perjudicial. (p. 139)
La cita anterior parece ser la que expone con mayor cercanía las disquisiciones gramaticales y estilísticas a las que se vio enfrentado en la escritura y reescritura de la novela, dejando, más bien, el diario para reflexiones intensas en torno a la búsqueda de una forma que le permita enunciar sus temas ―considerada, por él mismo, como la tarea esencial de todo aquel que se labre un futuro de escritor―: “Cuando era muy chico jugaba con mis amigos del barrio al gallito ciego (te ponían una venda en los ojos y tenías que atrapar a alguien). Tómese esto como comparativo con la búsqueda de un estilo que me exprese con claridad” (p. 16), dice en 1992. Y luego, al año siguiente: “Sé que cuando pueda resolver mi problema con el lenguaje, podré contar. Siempre hay una historia. Siempre escribo sobre algo; pero el escenario es el lenguaje y con respecto a este, me considero clasicista” (p. 35); “Lo importante, pienso, es tener un estilo, un tono. Después, narrar sin complicaciones de estilo; el estilo es lo que se tiene que decir, se hace por fuerza y por vehemencia” (p. 59).
En esa búsqueda de la forma, Casas va dejando caer opiniones sobre la vocación que, también, resultan fundamentales para el examen de estos diarios. Aparece, por ejemplo, nuevamente, la imagen del vacío como constatación de la dedicación literaria en tanto una “pasión inútil” ―“Uno construye su obra de a poco, en el vacío, sabiendo perfectamente que va a ser derrotado, humillado, y quizá reconocido. ¡Pero esto sucede tan pocas veces! ¡Y demasiado tarde!” (p. 32); “Nada para escribir. Estoy enfermo de vacío. Me paraliza la obra de Musil, en realidad la inclinación suicida al infinito de esa obra. La obra que no se concluye en la tierra, sino que es un acto constante sin fin. Un fracaso casi (¿por qué casi?) místico” (p. 307)―, pero, sin duda, es la persecución, a ratos tormentosa, de la forma literaria lo que mayormente perfila al autor Casas, lo que nos da un dibujo interesante de sus modus operandi.
Esta nota de julio de 1992 es significativa: “Piglia, en Respiración artificial, escribe la frase que dice uno de sus personajes: “Escucho una música; pero no la puedo tocar”, así me siento desde hace tres días. Escucho una música; pero no tengo la fuerza de ponerme a escribirla” (p. 58). Diríamos que cercar esa música, aproximarse a ella por azoro para poder bajarla a la partitura, es el propósito de las anotaciones ulteriores que realiza en el diario. Primero, por supuesto, hay una intenso fustigamiento por lo que considera fracasos para dar con un medio expresivo adecuado ―manifestado en mayo de 1992 como: “Estoy completamente desalentado. Luché con un poema durante tres horas. Me considero el peor escritor del mundo, sin ningún futuro” (p. 42); y también en noviembre de ese año, en un pasaje que se vuelve casi panteísta-egocéntrico: “Anoche, cuando volvía solo y tarde, en el colectivo, con mi cabeza apoyada contra la ventana, pensé que nunca iba a poder escribir bien. “Nunca ―pensé― voy a poder escribir un cuento o una novela”. Afuera del colectivo, repentinamente, empezó a llover” (p. 91)―. Pero luego se trazan recomendaciones que, en su momento, sirvieron sin duda para sí mismo, para sacar adelante el propio proyecto, visceral, transgresivo con las propias lecturas que estaba haciendo en esos años (Piglia, Bernhard, Saer, Musil); he aquí lo valioso del texto: “Voy a trabajar otra vez en La felicidad”, se señala el 27 de abril de 1993, al hablar de una obra de teatro llamada así y luego trunca: “Es curioso, un laboratorio lentísimo, eso es la escritura: la construcción de una casa que por ahora no tiene techo y a la cual la azotan los vientos y las lluvias” (p. 135).
La escritura literaria, entonces, se piensa con esa imagen, casi del romanticismo de un Sturm und Drang tardío: la edificación primorosa de una casa ―para siempre, se diría, en términos de Vila-Matas― para resguardar los temas y las ideas contra los embates del exterior. En ese exterior está la vida cotidiana, por supuesto, con sus interrupciones de horas laborables y relaciones humanas obligatorias ―“Pasó toda la semana sin que escriba en este diario. Sin que escriba nada de nada. ¡Dios me asista! ¡Debo vivir en el espíritu!” (p. 169)―, pero también el abrumador sistema cultural que, a ratos, el joven Casas asume con placer, de manera proteica, pero en otras con una fatiga mental evidente: “Estoy agotado por mi lucha en pos de una erudición” (p. 194). Esto de “la construcción de una casa”, de un entorno privado para habitarlo y desde allí expandir la existencia y el proyecto literario, será declarado tiempo después, en el relato final de Los lemmings y otros, llamado “El día que lo vieron en la tele”: “Tu madre dice que cada persona tendría que construir, al final de su vida, su propio pensamiento y vivir en él. Que esto es más necesario que casa y comida” (p. 194). Como se muestra, el origen de esta máxima casiana se remonta a 1993, dando a entender que se trata no solo el descubrimiento de un modo de trabajo que ha surgido durante la escritura del diario, sino ya de un estilo de vida: “Antes de empezar a escribir, cada día, no elaboro frases en mi cabeza, ni intento ser lógico con los dictados de gramática. Escribo porque vivo en mi pensamiento” (p. 26).
A la larga, esto representa una enseñanza técnica: solo se emulan las formas de otros para, con esfuerzo mayúsculo, destruirlas y buscarse la propia. De ahí que tome relevancia el epígrafe de Thomas Bernhard que Casas ocupa para uno de los diarios, que volvemos a citar: “Nunca he pensado en la forma. Siempre ha surgido por sí misma, de cómo soy y cómo escribo”32. Así lo experimenta y lo decide, ya más definidamente, en 1994: “El poder no se refleja en las formas de las obras sino en el ímpetu, en el tono, ¿no? Todos los ismos representan al poder. El escritor que escribe dentro de estos caduca, ¡kaput!” (p. 218). Como una manera de seguir en movimiento, entonces, recoge de sus lecturas materiales para edificarse esa casa para siempre, pero con planos y diseño propios: “Cuando uno asume la línea de su destino ―la geométrica― empieza todo a funcionar. ¡Es imposible rebelarse!” (p. 311);
¿Cómo asumir y reconciliarse con el lenguaje, entonces, de manera definitiva? Del único modo posible para un escritor como él: haciéndolo no solo tributario de la enunciación, sino de una identidad estética mediante la cual el “boedismo zen” tomará forma y se revelará en las sucesivas entregas: “El Piqui tiene Ocio, le costó degustarlo. Lo tomaron de sorpresa las dos historias que no se juntan, la identificación del texto (como la música de Zappa, como la atmósfera de las películas de Cassavetes). Yo quiero que lo que se desperdicia de las narraciones ajustadas ―todo lo que no es necesario para la trama― entre en Ocio. La casualidad, la sincronicidad. Tal vez lo logré y es, desde ya, un fracaso rotundo. Un libro muerto al nacer… pero es mi road” (pp. 323-324).
Si el primer diario comenzaba haciéndole caso, pues a otros que ya tenían un camino recorrido, como Marcelo Cohen ―“Yo tomo notas, a veces durante un año, y después, cuando ya sé exactamente el argumento, me pongo a escribir. Entonces no me distraigo con el lenguaje. Y lo escucho. A veces el lenguaje te devuelve algo que vos no esperabas” (p. 14), el último termina sacando provecho justo de los yerros, de los tumbos dados y de los caminos escarpados aún no recorridos: “Voy a tratar de escribir lo último de Ocio. Un relato viciado por las correcciones… y El salmón pide pista, formas viejas en envolturas nuevas” (p. 316).
Tras la lectura minuciosa de los Diarios de la edad del pavo hemos intentado proponer una tipología temática, en la que no solamente se evidencie su aporte para el problemático género del “diario literario” latinoamericano, sino para sistematizar determinados motivos primarios (la conversión en autor, la reflexión sobre el por qué y para qué llevar un diario, la persecución de un estilo que acabará convirtiéndose en el “boedismo zen”) y secundarios (la hipocondría, la evaluación cotidiana e hiperbólica de las relaciones con el trabajo y con sus seres queridos). Aunque la famosa “edad del pavo”, donde se manifiestan las fuerzas desorganizadas tanto físicas como psíquicas de un sujeto en pos emanciparse, ocurre para la mayoría muchos años antes, el título da cuenta, también, de los años en que parecen haberse acomodado varias cuestiones en la vida literaria de Fabián Casas: “Si bien yo trataba de escribir también trataba de mantenerme, de indagar en el amor”, le cuenta Casas a Carolina Esses, en una entrevista. “En esos años descubrí el mundo, descubrí a mis amigos que, en muchos casos, eran los que estaban escribiendo conmigo. De ahí me viene la idea de que la literatura es colectiva; escribo con un montón de gente” (p. 12).
Escrituras colectivas condensadas en un yo; motivos literarios recurrentes pero que, al parecer, como en una edad del pavo tardía, se organizan por primera vez y que coinciden con los temas prioritarios y secundarios enumerados más arriba. Bajo esta perspectiva, es posible entonces desarrollar un nuevo enfoque para su literatura: uno que permita ensanchar las fronteras a ratos poco productivas de la teoría de la autoficción y de las narrativas del yo para apreciar un juego donde, aunque el paratexto indique "obra de no ficción", de manera deliberada se esté realizando un juego ficcional de traspasos de autorías. Así como ocurre con los diarios de Piglia, firmados por Emilio Renzi, ¿confiamos en que estos sean, en realidad, con apego a las circunstancias de la realidad, los diarios de Fabián Casas solo porque aparece su nombre en el contenido, interactuando en tanto función de autor y protagonista? ¿No serán, en realidad, secretamente los diarios de Andrés Stella, su alter ego, y las circunstancias privadas de Casas solo han dado paso a un juego metaficcional para producir otra obra más, que se conecta con las anteriores? Cabe pensarlo si se tiene, como antecedente, una poesía tan confesional como prosaica y unos ensayos tan autorreferenciales. De esta manera, más que cumplir con los estándares del género, Diarios de la edad del pavo rompe con él y abre una vertiente a ese yo del que ya se ha dado cuenta con profusión en la obra anterior.
Habitualmente, el diario literario implica un “género” al momento en que el consorcio editorial lo pone a circular; de manera poco cuestionada, se ha pensado que hay en esas páginas un “yo” que percibe y cuestiona su entorno y vocación, haciendo bitácora de los acontecimientos cotidianos. En Diarios de la edad del pavo, y en otros referentes ya mencionados, hay material suficiente para determinar que en esa situación intersticial de autoficción y autobiografía, el mayor trabajo de experimentación literaria se lleva a cabo con la identidad autorial, asunto complejo de circunscribir o compartimentar con las antiguas clasificaciones genéricas y teóricas.
Si los gestos semánticos parecen apuntar, pues, a los mismos temas, queda pendiente entonces un estudio largo acerca de las distintas variaciones y modulaciones del yo en la obra de Fabián Casas (independiente si se está, según la terminología que ya parece arcaica, frente a un narrador autodiegético, un hablante lírico o un sujeto de enunciación en un diario de vida). “Yo cuando escribo me siento como un niño encerrado con un solo juguete”, le dijo el escritor a Cristina Mucci, en el programa de televisión Los siete locos: “lo doy vuelta y lo doy vuelta, siempre lo mismo”33. Y eso mismo a lo que le da vuelta no parece ser ya el procedimiento, sino el tema del que estos diarios se aprovechan, ficcionalizando la vida.
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Material audiovisual
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Notas
Enlace alternativo
https://revistas.uft.cl/index.php/amox/article/view/390 (html)